Aunque sus posibilidades de sobrevivir parecían escasas, y su esperanza se hallaba en su nivel más bajo, no estaba dispuesto a rendirse sin luchar. Lo que hizo fue sacar su cuchillo y esperar al reptil que se le acercaba. La criatura no se parecía a ningún ser vivo que él hubiera visto jamás, aunque en algunos aspectos posiblemente se asemejaba más a un cocodrilo que a cualquier otra cosa que él conociera. Cuando este horrible superviviente de algún progenitor extinguido le atacó con las fauces distendidas, le llegó al hombre la plena conciencia de la inutilidad de pretender resistir la enloquecida acometida o taladrar el pellejo duro como una armadura con su pequeño cuchillo. La bestia ya se encontraba casi sobre él y cualquier forma de defensa que eligiera debía ser rápida. Parecía no existir más que una alternativa a la muerte instantánea, y la aplicó casi en el mismo instante en que el gran reptil se erguía directamente por encima de él.
Con la celeridad de una foca se zambulló bajo el cuerpo de la criatura y, al mismo tiempo, volviéndose sobre su espalda, hundió su cuchillo en la suave y fría superficie del viscoso vientre aprovechando el impulso del reptil al atacarle; y entonces, nadó con fuertes brazadas por debajo del agua unos doce metros antes de salir. Una mirada le mostró al monstruo zambulléndose enloquecido por el dolor y la rabia en la superficie del agua, detrás de él. Que se estaba retorciendo en la agonía de la muerte era evidente por el hecho de que no hacía ningún esfuerzo por seguirle, y así, acompañado por los gritos estridentes del monstruo agonizante, el hombre llegó al otro extremo del agua y emprendió una vez más el sobrehumano esfuerzo de cruzar el último tramo de pegajoso lodo que le separaba de la tierra firme de Pal-ul-don.
Tardó unas buenas dos horas en arrastrar su ahora fatigado cuerpo a través del pegajoso y apestoso cieno, pero por fin, cubierto de lodo y agotado, se arrastró hasta la suave hierba de la orilla. A un centenar de metros un arroyo, que discurría sinuoso desde las distantes montañas, desembocaba en el pantano y, tras un breve descanso, el hombre se encaminó hacia allí y buscó un remanso tranquilo, donde lavó el lodo de sus armas, su equipo y su taparrabo. Pasó otra hora bajo los cálidos rayos del sol secando, puliendo y engrasando su Enfield, aunque los medios de que disponía para secarlo consistían principalmente en hierba seca. El sol ya descendía cuando le pareció que su preciosa arma se hallaba a salvo de cualquier daño producido por el polvo o la humedad, y entonces se levantó y emprendió la búsqueda del rastro que había seguido hasta el lado opuesto del pantano.
¿Encontraría de nuevo el rastro que le había llevado al otro lado del pantano, para perderse allí, incluso con sus entrenados sentidos? Si no lo encontraba de nuevo a este lado de la casi infranqueable barrera podría suponer que su largo viaje había acabado en fracaso. Y por eso buscó arriba y abajo la orilla del agua estancada en busca de indicios de un viejo rastro que hubiera sido invisible a los ojos de usted o míos, aunque hubiéramos seguido directamente las huellas de su creador.
Mientras Tarzán se acercaba a los
gryfs
imitó lo mejor que pudo recordar los métodos y actitudes de los tor-o-don, pero en el instante en que estuvo cerca de una de las enormes criaturas cayó en la cuenta de que su destino aún pendía en equilibrio, pues la cosa no hizo nada, ni amenazador ni de otra índole. Se limitó a quedarse allí de pie, observándole con sus fríos ojos de reptil, y entonces Tarzán alzó su palo y con un amenazador
¡Whee-oo!
propinó al
gryf
un golpe sañudo en la cara.
La criatura hizo ademán de morder en su dirección, pero no le alcanzó, y luego se dio media vuelta y se alejó hoscamente, de la misma manera en que lo hizo cuando el tor-o-don lo montaba. Tarzán le dio la vuelta por detrás como había visto que hacía el peludo primer hombre, subió corriendo por la ancha cola y se sentó sobre el lomo de la criatura, y entonces, imitando de nuevo los actos del toro-don, lo azuzó con la punta afilada de su palo, obligándolo así á avanzar y guiándole con golpes, primero a un lado y luego al otro, se encaminó por la garganta en dirección al valle.
Al principio sólo tenía intención de determinar si lograba ejercer autoridad alguna sobre los grandes monstruos, comprendiendo que en esta posibilidad radicaba su única esperanza de escapar de sus carceleros. Pero una vez sentado en el lomo de su titánica montura, el hombre-mono experimentó una nueva emoción que le recordó el día, en su adolescencia, en que se había encaramado por vez primera a la ancha cabeza de Tantor, el elefante, y esto, junto con la sensación de dominio que siempre significaba carne y bebida para el señor de la jungla, le decidió a aplicar su recién adquirido poder con algún fin útil.
Consideró que Pan-at-lee debía de hallarse ya en lugar seguro o había encontrado la muerte. Al menos, él ya no podía hacer nada por ella, mientras que en la parte baja del Kor-ul-gryf, en el verde valle, se encontraba A-lur, la Ciudad de la luz, la cual, desde que había puesto los ojos en ella desde el lomo de Pastar-ul-ved, había sido su ambición y su meta.
Si sus relucientes muros guardaban o no el secreto de su compañera perdida no podía sino intuirlo, pero si ella vivía en el recinto de Pal-ul-don debía de encontrarse entre los ho-don, ya que los peludos hombres negros de su mundo olvidado no hacían prisioneros. Así pues, iría a A-lur, y ¿cómo hacerlo con más eficacia que a lomos de esta terrible criatura que las razas de Pal-ul-don tanto temían?
Un pequeño arroyuelo desciende desde el Kor-ul-gryf para unirse al pie de las montañas con el que vacía las aguas de Kor-ul-lul en el valle, formando un pequeño río que discurre hacia el sudoeste, penetrando finalmente en el lago de mayor tamaño del valle, en la ciudad de A-lur, cuyo centro atraviesa la corriente. Un antiguo sendero, bien marcado por incontables generaciones de pies desnudos de hombres y bestias, conduce hacia A-lur, junto al río, y por éste guió Tarzán al
gryf
. Una vez fuera del bosque situado bajo la boca de la garganta, Tarzán vislumbró la ciudad de vez en cuando, reluciendo a lo lejos mucho más abajo de donde él se hallaba.
La región por la que pasaba resplandecía de desenfrenadas bellezas de verdor tropical. Espesas y exuberantes hierbas crecían hasta la cintura a ambos lados del sendero y el camino era interrumpido de vez en cuando por sectores de bosque como un parque, o quizá un pequeño sector de densa jungla donde los árboles formaban un arco sobre el camino y enredaderas trepadoras colgaban formando graciosas guirnaldas de rama en rama.
A veces al hombre-mono le costaba dominar a esta ingobernable bestia, pero al final su miedo al pinchazo del palo siempre la obligaba a obedecer. A última hora de la tarde, cuando se aproximaban a la confluencia de la corriente de agua que bordeaban con otra que parecía venir de la dirección de kor-ul-ja, el hombre-mono salió de uno de los sectores de jungla y descubrió a un grupo considerable de ho-don en la orilla opuesta. Simultáneamente, ellos le vieron a él y a la imponente criatura que montaba. Por un momento permanecieron quietos con los ojos llenos de asombro y luego, como respuesta a la orden de su jefe, se dieron la vuelta y echaron a correr en busca de refugio en el cercano bosque.
El hombre-mono sólo los vislumbró brevemente pero fue suficiente para ver que había unos waz-don con ellos, sin duda alguna prisioneros tomados en uno de los ataques a las aldeas de los waz-don de las que Ta-den y Om-at le habían hablado.
Al oír las voces, el
gryf
rugió de un modo terrorífico e inició una persecución, aunque un río se interponía entre ellos; pero mediante muchos golpes y mucho aguijonear a la bestia, Tarzán logró llevar al animal de nuevo al camino aunque después de ello, durante largo rato, estuvo más hosco e intratable que nunca.
A medida que el sol iba bajando, acercándose a la cima de las colinas occidentales, Tarzán se iba dando cuenta de que su plan para entrar en A-lur a lomos de un
gryf
probablemente estaba condenado al fracaso, ya que la terquedad de la gran bestia aumentaba por momentos, indudablemente debido al hecho de que su enorme estómago pedía comida. El hombre-mono se preguntó si los tor-o-don disponían de algún medio para sujetar a sus bestias para pasar la noche, pero como él no lo sabía y no se le ocurrió ningún plan, decidió que debería confiar en la posibilidad de encontrarlo de nuevo por la mañana.
De pronto acudió a su mente una pregunta respecto a cuál sería su relación cuando Tarzán desmontara. ¿Volvería a ser la de cazador y presa, o el miedo al palo le permitiría conservar su supremacía sobre el instinto natural del carnívoro cazador? Tarzán se lo preguntó, pero como no podía quedarse para siempre sobre el
gryf
, y prefería desmontar y someter el asunto a una prueba final mientras aún era de día, decidió actuar enseguida.
No sabía cómo detener a la criatura, pues hasta ese momento su único deseo había sido estimularla a avanzar. Sin embargo, experimentando con su palo descubrió que podía hacer que se detuviera si se echaba hacia adelante y la golpeaba en el hocico. Cerca de allí crecía un grupo de árboles hojosos, en cualquiera de los cuales el hombre-mono Podría hallar refugio, pero se le ocurrió que si subía de inmediato a los árboles eso podía sugerir a la mente del
gryf
que la criatura que le había estado dominando le temía, con la consecuencia de que Tarzán volvería a ser prisionero del triceratops.
Así pues, cuando el
gryf
se detuvo Tarzán se deslizó al suelo, dio a la criatura un descuidado golpe en el flanco como para despedirse y se alejó con indiferencia. De la garganta de la bestia brotó un ruido sordo y, sin siquiera mirar a Tarzán, dio media vuelta y penetró en el río donde se quedó bebiendo durante largo rato.
Convencido de que el
gryf
ya no constituía una amenaza para él, el hombre-mono, azuzado por el hambre, cogió su arco, eligió un puñado de flechas y se puso en marcha con cautela en busca de comida, la prueba de cuya presencia en las proximidades le era transmitida por la brisa procedente del río.
Diez minutos más tarde había capturado a una presa, de nuevo uno de los ejemplares del antílope de Pal-ul-don, cuyas especies Tarzán conocía desde la infancia como Bara, el ciervo, ya que en el pequeño libro que había sido la base de su educación el dibujo de un ciervo había sido lo que más se parecía al antílope, desde el más grande al más pequeño.
Cortó una pata del animal y la escondió en un árbol cercano; luego se echó el resto del animal al hombro y regresó trotando al lugar donde había dejado al
gryf
: La gran bestia estaba saliendo del río cuando Tarzán, al verla, lanzó el extraño grito de los tor-o-don. La criatura miró en la dirección del sonido emitiendo al mismo tiempo el sonido bajo con el que respondía a la llamada de su amo. Tarzán repitió dos veces su grito antes de que la bestia se le acercara lentamente, y cuando se encontró a pocos pasos le arrojó el cuerpo del ciervo, sobre el cual cayó la bestia con golosas fauces.
—Si algo lo mantendrá al alcance de la voz —musitó el hombre-mono cuando regresaba al árbol en el que había escondido su parte del animal muerto es saber que lo alimentaré.
Pero cuando hubo dado cuenta de su colación y se acomodó para pasar la noche entre las ramas oscilantes de su guarida, confiaba poco en que entraría en A-lur al día siguiente montando su prehistórico corcel.
Cuando Tarzán despertó, a primeras horas de la mañana siguiente, saltó con agilidad al suelo y se encaminó hacia el río. Se quitó las armas que llevaba encima y el taparrabo y entró en las frías aguas de la pequeña charca, y después de su refrescante baño regresó al árbol para desayunar otra ración de Bara, el ciervo, añadiendo a su comida frutas y bayas que crecían en abundancia en aquella zona.
Finalizada su comida buscó de nuevo tierra firme y lanzó el extraño grito que había aprendido por si atraía al
gryf
, pero aunque esperó algún tiempo y siguió llamando no hubo respuesta, y por fin se vio obligado a concluir que no volvería a ver a su magnífica montura del día anterior.
Así pues, se preparó para dirigirse a A-lur, basando su confianza en su conocimiento de la lengua de los ho-don, su gran fuerza y su ingenio natural.
Refrescado por la comida y el descanso, el viaje hacia A-lur, realizado en el frescor de la mañana junto a la orilla del río, le resultó en extremo delicioso. Aparte de las características físicas y mentales, había otras que le diferenciaban de sus compañeros de la jungla salvaje. No las menos importantes eran de índole espiritual, y una que sin duda era muy fuerte en su influencia sobre el amor de Tarzán por la jungla era la apreciación de la hermosura de la naturaleza. A los simios les gustaba más un gusano en un tronco podrido que toda la majestuosa grandeza de los gigantes del bosque que se balanceaban por encima de ellos. Las únicas bellezas que Numa reconocía eran las de su propia figura cuando desfilaba ante los ojos llenos de admiración de su compañera, pero en todas las manifestaciones del poder creativo de la naturaleza que Tarzán conocía apreciaba las bellezas.
Cuando se aproximaba a la ciudad el interés de Tarzán se centró en la arquitectura de los edificios periféricos, que estaban tallados en la piedra caliza grisosa de lo que en otro tiempo había sido un grupo de colinas bajas, similares a las muchas cubiertas de hierba que salpicaban el valle en todas direcciones. La explicación de Ta-den de los métodos de construcción de casas de los ho-don daban cuenta de las formas y proporciones, a veces notables, de los edificios que, durante los siglos que debieron de ser precisos para su construcción, habían sido talladas en las colinas de piedra caliza, y los exteriores cincelados en las formas arquitectónicas que atrajeron al ojo de los constructores y seguían al mismo tiempo, toscamente, los contornos originales de las colinas en un evidente deseo de economizar mano de obra y espacio. La excavación de los aposentos de dentro se había guiado asimismo por la necesidad.
A medida que se iba acercando, Tarzán vio que los materiales de desecho de esas operaciones de construcción habían sido utilizados para construir muros exteriores en torno a cada edificio o grupo de edificios resultantes de un solo montículo, y más adelante se enteraría de que también se habían utilizado para llenar las desigualdades entre las colinas y la formación de calles pavimentadas en toda la ciudad, consecuencia, posiblemente, más de la adopción de un método fácil de deshacerse de las cantidades de piedra caliza quebrada que de una auténtica necesidad de pavimentación.