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Authors: Olivia Dean

Tags: #Erótico, #Romántico

Suya... cuerpo y alma (2 page)

Quiero que se me trague la tierra. Pero Manon, así se llama ella, lo hace con una facilidad desconcertante… y una pasión palpable. El profesor está visiblemente impresionado. Y yo. Me trago mi juicio precipitado. Intentaré hablar con ella la semana que viene, me digo mientras recojo mis cosas. Pero Manon, además de inteligente, es súper simpática. Me espera delante del aula.

—¿Emma? Te llamas así, ¿no?

—Sí.

—¿Quieres venir a comer?

Acepto encantada. Se esfuerza al máximo para que me sienta cómoda. Me cuenta que ella también ha pasado bastante tiempo en el extranjero y ha decidido guiar y ayudar a los estudiantes que vinieran de fuera. Me explica que está preparando un master sobre literatura clásica. Las lenguas muertas son su gran pasión. Eso y ¡la moda! Y también un tal Mathieu, su novio, con el que nos encontramos en el restaurante de la universidad. Menuda pareja hacen estos dos. Ella, alta y guapa como una modelo. Él, bajo, mal conjuntado y puede que un poco regordete… Se besan apasionadamente. Me siento casi un poco molesta. Afortunadamente, lo dejan bastante rápido para ponerse a comer y a conocer mejor a su nueva compañera y, pronto, amiga.

Capítulo 3. La vida parisina

¡Llevo una semana viviendo de lujo! Es broma. Parezco una ermitaña. Me marcho de mi habitación de madrugada, llego a la universidad y me pego la mañana entera en la biblioteca. Después, directa al restaurante de la universidad donde engullo, sin mirarla, una carne generalmente cubierta de una salsa marrón de un sabor neutro. Por la tarde, vuelvo a la biblioteca y asisto a algunas clases complicadas de literatura o de historia. Por la noche, me preparo unos coditos con mantequilla, siguiendo la receta tradicional francesa para estudiantes que me ha pasado Manon. No me aburro, de hecho, no me queda tiempo para aburrirme. Pero tengo que confesar que mi subconsciente esperaba más de la vida en París. Quizás un poco de locura. Sigo sola en mi gran palacete. A veces me da miedo cuando vuelvo por la noche. Por lo general, la portera ya se ha marchado, no hay ni un ruido y las luces están apagadas. Me siento minúscula en este hall inmenso que ni siquiera resuena bajo mis pies. Tengo la impresión de ser un fantasma o una ladrona. Me siento fuera de lugar en este sitio tan frío y solemne.

Lo que está claro es que en Monceau estoy totalmente al margen de la agitación de la capital. Tanto que, a veces, ¡se me olvida que tengo que madrugar! Como esta mañana, y como el resto de mañanas, me quedo en la cama remoloneando y estirándome mientras me digo que tengo tiempo de sobra para llegar a la biblioteca… Pero, ¡he quedado con la señora Granchamps en treinta minutos! Hoy me quedo sin ducha. Me pongo unos vaqueros, zapatillas de deporte, una camiseta, una chaqueta y me recojo el pelo en una coleta que podría llegar a calificar de estilo francés. Cojo mi mochila y me echo a correr por la escalera ; esta mañana no tengo tiempo para esperar ese ascensor antediluviano. Salto los tres últimos peldaños y, tras un vistazo rápido a mi derecha —ni rastro de la portera—, me deslizo por el mármol deslumbrante de la entrada. Hasta que mi carrera se ve frenada brutalmente.

Tengo la cabeza pegada contra el pecho de un hombre. Dos semanas sin ver un alma en este sitio, ¡y justo tiene que aparecer hoy! No es justo. Levanto la mirada. El hombre me mira con curiosidad, como si fuera un gatito perdido. Sus ojos son de color negro intenso, delimitados por un pequeño hoyuelo. Es el tipo de mirada en la que me gustaría perderme un buen rato. ¡Si no tuviera tanta prisa! Me despego del desconocido en un plis plas y salgo pitando.

«
La señora Granchamps no se encuentra bien
» me dicen cuando llego a la universidad. ¡Puedo pegarme todo el día en la biblioteca! No, no me apetece en absoluto. Como si no tuviera poco con que mi profesora me deje plantada, encima no paro de pensar en el encuentro misterioso. No puedo aguantarme y se lo cuento a Manon mientras comemos la carne marrón de todos los días.

—Igual era el propietario, ¿no? ¿Cómo se llama?

—¿Delmonte? Me extrañaría. El tipo que he visto esta mañana tendría unos treinta años, no parecía rentista… Puede que fuera su hijo.

—¿Tenía pinta de ser rico?

—No sé… llevaba un traje…

—¡Pero hay trajes y trajes! ¿Qué corte tenía? ¿Con qué tela? ¿Cuantos botones tenía la chaqueta? ¿Y la camisa?

—Un traje… negro con una camisa gris.

—Me matas… ¿Y los zapatos?

—Sí, llevaba.

—Gracias por la información. Ahora creo estar en condiciones de determinar el patrimonio de esa persona.

—¿De verdad?

—¡Emma! ¡Pues claro que no! Bueno, de todas formas, ¿era mono?

—Uf, yo creo que sí. Alto, moreno, con aspecto interesante…

—¿Vas a intentar algo?

—Teniendo en cuenta que no sé quién es, que no sé si voy a volver a verle, que probablemente sea el hijo de mi casero, que he venido a París para estudiar y que no tengo ni ganas ni tiempo para ponerme a tontear, no, diría que no.

—Pues, no es por nada pero, llevamos una hora hablando de él…

—¡Eres tú la que hablas de él! Además, no es tan raro, es casi lo único que me ha pasado desde que he llegado a París.

Y no me alejo mucho de la realidad. Es cierto que el desconocido me ha impresionado más de lo que me gustaría admitir. Pero es difícil decirlo. No ha sido más que un momento, más bien unas sensaciones.

Es como si mi cuerpo hubiera almacenado en la memoria el instante en el que nuestros dos cuerpos han estado en contacto. Apenas recuerdo sus rasgos, evocar ese «cuerpo a cuerpo» hace renacer en mí la sensación brutal de calor que me recorrió en ese instante.

Pero, para mí, lo más importante siguen siendo mis estudios. He venido aquí para eso. No hay más que hablar.

Ya he saciado mis deseos, vuelvo a mi rutina más animada. Empieza a hacer frío en París y cada vez anochece más temprano. Por la noche, leo en mi habitación. Esta noche me ha parecido oír voces en la casa del señor Delmonte. Por la mañana, todo estaba en silencio, seguro que lo he soñado.

Capítulo 4. Otra vez él

Mi análisis no deja lugar a dudas. Soy todo prejuicios. Me dejo llevar por ideas preconcebidas.

Nunca me habían echado tal rapapolvo. La señora Granchamps no se ha cortado ni un pelo. Salgo de su oficina, derrotada. No hago nada bien. Al menos, en lo referente a la investigación. Odio ser así pero no puedo evitar irme corriendo al baño para llorar. Es demasiado. Dos intensos meses de estudios, de salsa marrón lejos de mi casa y de las personas a las que quiero, ¿para qué? ¿Para que me traten de idiota superficial? Tengo ganas de desaparecer.

En lugar de eso, decido pasarme por McDonalds para coger algo y comérmelo en mi pequeña habitación viendo una película en el ordenador. Me merezco una tarde de descanso.

Y, ahí estoy yo, entrando en el edificio con los ojos hinchados y los brazos cargados con una bolsa que olía que alimentaba… cuando vuelvo a encontrarme al individuo misterioso. Quiero que se me trague la tierra. Me mira fijamente. Pero no como la primera vez. Me siento como un gato viejo con incontinencia urinaria. Al menos eso es lo que me sugiere su muesca de asco. Me aventuro a decir un «buenas noches». Después decide concederme el privilegio de un educado «Señorita», antes de desaparecer en una berlina cuya puerta trasera se ha abierto como por arte de magia.

¿Pero quién se cree que es este? Me cabreo yo sola mientras me como las patatas en mi habitación. ¿Qué se piensa? ¿Que todo el mundo puede comer caviar para cenar? ¡Ya me gustaría ver a este niñato en el restaurante de la universidad! Seguro que no ha puesto los pies en la facultad, y quizás ni siquiera tenga estudios. Debe de ser el típico niño de papá que va de partidos de golf a fiestas frívolas sin ver más allá. El señor ha nacido rico y guapo y desprecia a todos los que no son como él. Un tipo odioso…

Pero guapo. Sí, eso sin duda. Una belleza natural, casi salvaje. Preferiría considerarle artificial, demasiado perfumado o repeinado, pero no, para nada. Emana de él cierta sensación animal y profundamente masculina. Una fuerza, una energía… algo indefinible. Sus ojos de color negro profundo, cautivadores, y su boca carnosa parece lista para morder o para besar. Y su cuerpo no se queda atrás. Atlético. Sí, definitivamente, es guapo. Lo que le hace todavía más detestable.

No voy a pensar más en él, no merece la pena. No obstante, tengo que pasar a saludar a su padre si no quiero que piensen que soy una maleducada.

Paso la noche con Marceline Desbordes Valmore, consejo de la señora Granchamps para, según ella, suavizar mi juicio. Es poesía. Y encima en francés. Confieso que no es mi gran pasión. Pero no deja de ser fascinante. Esta forma de describir la pasión, el olvido de sí mismo…es conmovedor… y tremendamente exótico.

Tengo sueños angustiosos y desconcertantes. Corro desnuda por la escalera de servicio pero él no se detiene nunca. Abajo veo al desconocido aproximándose inexorablemente a la berlina que le está esperando. Me despierto sudando, intranquila. Decido dejar la poesía romántica y los encuentros fortuitos en el vestíbulo.

Esa noche voy a ver al famoso Delmonte. He decidido guardar mis cosas de clase para que vea lo buena estudiante que soy. Comienzo a estudiar las posibilidades inmobiliarias de esta ciudad y me parece lisa y llanamente imposible encontrar alojamiento por un precio decente. Si pudiera quedarme aquí unos meses… me iría muy bien. Me arreglo como suelo hacerlo para gustarles a los profesores. Coleta alta perfecta, que me da un aire de mujer joven dinámica y sana, vaqueros, camisa blanca y bailarinas azul marino. Seguro que me ve como una persona seria.

Llamo al timbre al tiempo que preparo mi sonrisa más sincera. La puerta se abre pero no es a él a quien sonrío. Me mira con curiosidad.

—Vengo a ver al señor Delmonte…

—Por supuesto —me dice abriendo la puerta— entre, no se quede ahí.

Me invita a pasar por el vestíbulo sombrío. No sé dónde ponerme. Me he quedado plantada en el centro del salón. Me siento fuera de lugar. Tengo la impresión de ser una de las chicas de los programas de cambio de look que son evaluadas por los transeúntes. Me mira. Le hace gracia lo incómoda que me siento. Sin embargo, él podría estar en cualquier sitio sin desentonar lo más mínimo.

—¿Su padre no está aquí?

—Le encontrará en Père Lachaise.

—¿Y mañana quizás?

—Me temo que no.

La comunicación no es lo suyo. Pero tengo que seguir.

—¿Y cuándo podría conocerle?

—Me temo que no podrá ser posible.

¡Por Dios! ¿Por qué he tenido que toparme con este hombre? ¿Es duro de mollera o sólo quiere hacerme pasarlo mal?

—Quizás tenga…

—Señorita, mi padre está muerto. Está enterrado en el cementerio Père Lachaise desde hace más de diez años.

Qué vergüenza. Le odio. No sé qué intenta. Pero se nota que se está divirtiendo. Sigue mirándome como si se deleitara todavía más con mi bochorno. Estoy roja como un tomate, seguro. Voy a estallar. ¿Cómo puede ser tan cruel? Me marcho, esto ya es demasiado. Me doy media vuelta, furiosa, cuando su mano se posa sobre mi espalda.

—Disculpe, no he podido evitarlo. Estaba graciosa en su papel de estudiante modelo… No me he presentado. Charles Delmonte.

Me tiende la mano con seguridad y la mantengo tontamente entre las mías. Le miro estupefacta. Así que él es mi casero. El archimillonario del que todo el mundo habla con deferencia. Me invita a sentarme en una tumbona cubierta de terciopelo rojo. Logro balbucear:

—Soy Emma, la prima de Lexie, soy estudiante…

—Sí, ya lo sé, señorita Maugham. Me preguntaba cuándo iba a decidirse a visitarme. ¿Desea beber algo?

—Sí…

No sé qué decir. Sigo molesta y extrañamente alterada. Es por todo este rojo… y por este hombre. Sus ademanes desfasados y su forma de tratarme como si tuviera veinte años más que yo. Me tiende una copa de lo que me parece vino blanco y se sienta a mi lado. Me siento un poco aliviada. Al menos, ya no tengo que sostener la mirada. Está muy cerca, nuestros cuerpos no llegan a tocarse pero estamos tan juntos que siento su calor. No consigo concentrarme, tengo calor. Y sed. Me bebo la copa de un trago. Está demasiado dulce para llegar a ser refrescante, pero no está malo.

Ay, creo que acaba de atragantarse. Le golpeo en la espalda con todas mis fuerzas. Tose, no consigue respirar… Es horrible, ¡estoy matando a mi casero multimillonario!

—Pare, Emma, ¡se lo ruego! Deje de pegarme, ¡no soy de ese tipo de personas!

Me he equivocado. Es cierto que se estaba ahogando, ¡pero de risa! Le dejo recuperar el aliento.

—Perdón. No sabía que tendría que vérmelas con una ferviente admiradora del Château d'Yquem.

Nota mental: buscar ese famoso castillo en Google. Mientras tanto, me río educadamente. No perdamos de vista nuestros objetivos: dar buena impresión al casero, sea cual sea su edad y su poder de seducción.

—Así que, ¿es estudiante? ¿Qué estudia?

—Sociología. Estoy preparando una tesis sobre el feminismo. Bueno, sobre las feministas. Me gustaría estudiar principalmente las diferencias de percepción entre Estados Unidos y Francia.

—Es apasionante —dice sin un ápice de ironía.

No me lo puedo creer, ¡de verdad lo encuentra interesante! O ¿está tan acostumbrado a la frivolidad que puede aparentar interesarse por cualquier cosa? Elijo la primera opción, que me facilita ser más comunicativa.

—Y, Emma, ¿usted misma se considera feminista?

¡Y sigue con la conversación! Si le fuera indiferente, se habría contentado con un «apasionante», pero está claro que desea continuar. A fin de cuentas, igual no es el niño de papá que imaginaba. Decido girarme un poco hacia él. Nuestras rodillas se rozan. Es un poco molesto, pero no tengo elección si quiero mirarle mientras hablo y debo hacerlo.

—Seguro que le parece pasado de moda, pero, sí, soy feminista. Creo que soy visceralmente feminista.

He depositado toda mi confianza en esta frase. Ahora, nuestras rodillas se tocan. No sé si es el vino o el placer por hablar sobre un asunto en el que estoy volcada en cuerpo y alma pero, estoy que ardo. Sus ojos me hipnotizan. Apoyo mi rodilla contra la suya. Miro sus labios. Creo que, en este preciso momento, podría besarle. Pero él continúa :

—¿Y considera que es su compromiso feminista lo que le lleva a vestir como una pordiosera?

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