—No sé, no quiero estropear nada…
Como siempre, desde que empezó esta historia, he decidido no hacer nada para ver cómo evoluciona. Hasta ahora, no hemos avanzado mucho, pero creo que es la solución menos peligrosa. Y, además, la que me permite volver al trabajo. No me queda más que una semana para hacer algo para la señora Granchamps y me cuesta horrores concentrarme. Mientras no venga a buscarme, me quedaré pegada a mi escritorio trabajando. Tengo suficientes congelados como para resistir a un asedio y todos los libros que necesito.
—¡Emma! ¡Emma! ¿Está viva? ¡Responda!
He vuelto a dormirme delante del ordenador, ¿qué hora será? Voy a abrir.
—¡Menos mal! ¿Está enferma? Lleva cinco días sin salir de su casa, estaba preocupado.
—No se preocupe, estoy bien, solo es que tengo bastante trabajo pendiente.
—Pero, estará comiendo algo, ¿no?
Abro el armario para mostrarle mi colección de platos deshidratados.
—¡Ninguna tesis merece descuidarse tanto! Es escandaloso. Vístase, le invito a cenar.
—No, gracias, tengo que trabajar, no tengo tiempo para salir…
—Pues entonces, ¡voy a prepararle la cena! Siga trabajando y pase a mi casa en dos horas. ¡No puedo dejarle en ese estado?
—¿De verdad?
—Sí. Insisto. Además, echo de menos su look desenfadado.
—En ese caso…
—Hasta luego.
Cuando entro en su casa dos horas después, vuelvo a encontrar al Charles que dejé en Italia. Feliz, abierto y concentrado en los fogones.
—Siéntese, yo me ocupo de todo. Tome, le he servido una copa de vino.
—Gracias.
—¿Y le queda mucho para terminar? ¿Está con el plan ese que debía presentar? —esta vez no se está burlando de mí, estoy segura. Ha estado siguiendo mis avances y mi trabajo y quiere saber cómo voy.
—SÍ. Bueno, un borrador para establecer el objetivo.
—Muy bien. Recuerdo que esa era la parte más difícil. Ya verá que después es coser y cantar.
—Ojalá.
—Confío en usted. Es inteligente, hábil y trabajadora. Lo tiene en el bolsillo. Salvo si la señora Granchamps le tiene tirria, claro.
—¿Conoce a mi profesora?
—No, sólo por lo que usted me va contando… ¿Le gustan los berberechos?
—¿Qué es eso?
—Un marisco delicioso. Le he preparado una salsa de cangrejo para acompañar. Espero que le guste. Ya está listo. Cuidado, está caliente.
Nos sentamos a la mesa sin más ceremonias. Vuelve a servirme vino y me mira cómo ceno. Estoy confundida.
—Tenía muchas ganas de estar con usted. Venga, terminaremos después.
Lo ha dicho así, sin preámbulos, y me ha tendido la mano mientras se levantaba. La mía está que arde. Estoy alucinada por la velocidad y la violencia del deseo que ha suscitado esta simple invitación. Lo único que quiero es que me desnude lo antes posible. Pero siento que es ahora o nunca. Si me dejo llevar por este deseo, habremos entrado en un círculo de malentendidos. Sexo tórrido, reflexión fuera de lugar o llamada de la clínica, decepción, incomprensión, tristeza… Tengo que hacer un esfuerzo. Mi corazón se acelera. Charles se inclina hacia mí y me muerde la oreja al tiempo que me aprieta el culo. Emma, ahora o nunca.
—¡No! —¿soy yo la que ha dicho eso? Estoy sorprendida de mí misma. Respira tranquilamente, quédate de pie—. ¡No!
—¿Perdón?
—No quiero acostarme con usted ahora.
—Pensaba que usted también tenía ganas.
—Esa no es la cuestión. Estábamos cenando. Podríamos hablar, por ejemplo.
—¡Pero qué cortada puede llegar a ser a veces!
—¿Perdón?
—Debería aprender a dejarse llevar un poco, abandonarse, no sé…
—¿Y eso lo dice usted? ¿Podría decirme dónde estuvo el lunes?
—Eso a usted no le importa. Y, si tan pocas ganas tiene de estar conmigo, no quiero retenerle aquí.
—¡Pero qué fácil es para ti, Charles! No puedes mantener alejado de ti a todo el mundo. No puedes acostarte conmigo cuando te apetece y echarme un momento después.
Ahora ya da igual si lo fastidio, voy a soltarlo todo. Ahora, yo marco las reglas.
—Ah, ¿no? ¿Por qué?
—Porque ahora somos más que amantes. Aunque siga tratándome de usted y ocultándome su vida privada, hay algo entre nosotros, lo siento.
—Pues lo siente mal, querida. Entre nosotros no hay nada. Tiene razón, me gusta acostarme con usted pero hasta aquí hemos llegado. Lamento haberle inducido a error.
Duele, pero sé que está mintiendo. Puedo resistirlo.
—Y, entonces, ¿por qué me llevaste a Portofino? ¿Por qué me llevaste a un lugar tan caro? ¿Presentas a tu familia a todas las chicas con las que te acuestas?
—No debería haberle llevado. Ha sido un grave error porque le ha hecho sacar conclusiones erróneas. Emma, nunca habrá nada serio entre nosotros.
—¿Por qué? ¿Por tu mujer?
—¿Qué? Cómo…
—La gente habla… es uno de esos secretos que no puedes mantener oculto toda la vida…
—Élisabeth…
—Da igual quién me lo haya dicho. ¿Vas a renunciar a vivir la vida por culpa de ella? ¿Crees que puedes cortar con el mundo como lo hizo ella?
—¡Le prohíbo que hable de ella en ese tono! ¿Cómo se atreve?
—Porque quiero estar contigo, te quiero. Quiero que dejes de vivir en el pasado. No tienes que sentirte culpable.
—Pero yo no quiero estar con usted. Lo que me retiene no es el sentimiento de culpabilidad, es el amor. Nunca he dejado de amar a Alice. Usted no es ni será nunca nada para mí.
Esto ya es demasiado. La situación es insostenible. Tengo que marcharme. Ya lo he intentado todo. Le he puesto mi corazón en bandeja. Esto ha terminado. Me despido.
—Muy bien, al menos, todo ha quedado claro. Me marcho. Voy a hacer mis maletas, nunca sabrá nada más de mí —y, para acentuar el carácter novelesco de la escena, doy un portazo antes de abalanzarme sobre la cama hecha un mar de lágrimas.
¿Cuánto tiempo se puede llorar sin parar? ¿Cuánto llevo tirada en la cama sollozando? No quiero parar. Al menos, no por ahora. Tengo la impresión de que, mientras siga llorando, seguiré viva y unida a él. Seguiré enamorada. Y, cuando me levante, ya habré renunciado a él. Prepararé mis cosas, le devolveré las llaves y me iré. Pero no estoy lista. Recuerdo nuestros besos, nuestros arrebatos de pasión y esos momentos agradables se mezclan con las lágrimas. No puedo olvidarlo, todavía no. Tengo ganas de gritar, me tapo la cabeza con la almohada.
Y, en ese momento, alguien llama suavemente a la puerta.
—Emma. Emma, soy yo. Abra. Abre. Por favor.
No. Ya he sufrido suficiente por hoy. No voy a abrirle. Pero tiene la llave y, unos segundos después, entra despacio en mi habitación. Sé que está de pie delante de mi cama, me mira cómo lloro. Seguro que no sabe qué hacer. Murmura suavemente mi nombre. Se sienta y comienza a acariciarme el cabello, como si quisiera calmarme. Me da igual, no quiero calmarme. Después, se acuesta a mi lado. La cama es pequeña, me abraza y hunde la cabeza entre mi pelo. Sigue murmurando mi nombre. Noto su cuerpo contra el mío y, aun estando tan mal, no puedo evitar que mi cuerpo sienta un deseo violento. Sé que él también tiene ganas. No tengo que moverme, no tiene que darse cuenta.
Sus manos en mi vientre irradian un calor sofocante por todo mi cuerpo. Mis senos se hinchan. Mi entrepierna me quema. Pero no va a saberlo. Sus susurros en mi cuello se han transformado en besos. Es diabólico. Hundo la cabeza en la almohada para no ceder a la tentación de corresponderle con mis labios. Me aprieta más fuerte con las manos y siento en mis nalgas la fuerza de su deseo. No me muevo. No quiero que vuelva a empezar. Una de sus manos se ha deslizado por debajo de mi camiseta y sube suavemente hacia mi pecho jadeante. Tengo que reaccionar, empiezan a flaquearme las fuerzas.
—¡No! —me siento súbitamente dejando a la vista mi rostro bañado de lágrimas—. Esto ha terminado, Charles. Has dicho claramente lo que sentías. Y yo no quiero eso —me coge la cara entre las manos y besa mis lágrimas.
—Perdóname, Emma. No quería decir eso. Tienes razón. Te necesito.
—No quiero que me necesites. Quiero que me ames. Como a ella…
—Nunca podré amarte como a ella. Ni siquiera sé si llegué a amarla… Dejemos de hablar de eso, no te marches, quédate conmigo.
Ahora estamos los dos arrodillados en la cama. Me desnuda lentamente. Primero, la camiseta; después, el sujetador. Yo le saco la camisa por la cabeza. Con mi cara entre sus manos, acerca sus labios a los míos y nuestras lenguas se funden en una danza jadeante. Nuestras manos se buscan, se aprietan violentamente para volver después a explorar el cuerpo del otro. Acaricio con mis dedos todos los rincones de su cuerpo. Espalda, pecho, vientre. Su boca ha abandonado la mía para entregarse a mis pechos con cosquillas y mordisqueos. No ahogo los gritos que salen de lo más profundo de mí. Bajo la mano por sus musculosas piernas. Nos quitamos rápidamente los pantalones y la ropa interior y volvemos a nuestra postura inicial. De rodillas, como si rezáramos. Mi boca explora su pecho y desciende para impregnarse de todas las partes de su cuerpo. Vuelve a murmurar mi nombre. Una de las manos, hundida entre mi cabello, tira hacia detrás en un movimiento brutal y dulce y la otra se pone a juguetear entre mis piernas. No quiero jugar más, no quiero esconderme. Dejo que mis caderas bailen al ritmo de sus dedos mientras mi deseo no deja de aumentar. Gimo su nombre clavándole las uñas en la espalda. De repente, aparta las manos y las pega súbitamente a mi culo presionándolo. Me hace sentarme sobre él. Nos miramos a los ojos. Los suyos brillan con una luz desconocida. Nuestras bocas se juntan como las de dos adolescentes hambrientos de deseo. Hago que entre en mí sin dejar de mirarle a los ojos. No tardaré en perder el control, mis movimientos se vuelven más anárquicos, más animales, sus ojos saborean mi placer y empiezo a gritar su nombre. Me muerde el cuello. Me gustaría que siguiera, hasta hacerme sangre. Murmura mi nombre. Y después algo parecido a «te quiero». No estoy segura. Soy toda suya.
Fin