Miró hacia la calle León y Castillo y comprobó que a transeúntes y conductores todo eso les resbalaba, preocupados por llegar a lo más alto de aquella cuesta de enero que, vaya usted a saber por qué, llevaba ya cuatro o cinco años prolongándose hasta primeros de marzo.
Se preguntó qué haría hoy. Se respondió que casi nada. No tenía ningún trabajo pendiente, aparte de lo de Paco Nieves. Por un lado, su pensión de la marina había llevado la paga extra en diciembre. Y Monroy, poco amigo de fiestas navideñas, la conservaba casi intacta, salvo el monto de un reloj y un libro de arte que había regalado a Gloria en Reyes, cosas de darle un gustito, porque a ella le hacía ilusión y porque qué carajo, la mujer se lo merecía. Por otro, cierta operación con unos reproductores de emepetrés le había salido bastante redonda, precisamente gracias al consumismo navideño. Y, en general, el año no había estado mal del todo. Hoy podía dedicarse a pasear o a leer alguno de los libros que había comprado de saldo la semana anterior y que se apilaban peligrosamente como una torre de Babel de letras muertas y olvidadas sobre su mesilla de noche. Pero era viernes. También cabía la posibilidad de invitar a Gloria al cine y a cenar. Era lo propio de ese día de la semana.
Sin decidirse por ninguna de las opciones, dejó a Casimiro una moneda de un euro sobre la barra de zinc y salió del Casablanca. En la calle, se cruzó con el Chapi, grasiento y despeinado, que se dirigía a tomar el cortado de media mañana, seguido por un pequinés callejero que había adoptado hacía un par de semanas.
—¡Hombre, señor Monroy! —dijo ofreciéndole la mano tras limpiaensuciársela negligentemente en el mono azul negruzco.
Monroy miró la mano con repugnancia y la estrechó ligeramente.
—¿Adónde vas con el chucho?
—A echar el cortadito.
—Casimiro te va a dar una patada en el culo.
—Que se joda. Mecánico también es un cliente —repuso el Chapi dirigiéndose al pequinés y palmeándole el mugriento lomo—. ¿Verdad que sí, coleguita?
El perro lo miró con los dos boliches negros de sus ojos y mostró una lengüilla jadeante.
—Vaya nombre le pusiste al pobre chucho.
—Es que duerme debajo de los coches y está todo el día lleno de grasa. Es un currante de los míos —dijo el Chapi bien alto y claro, para que Mecánico se diera cuenta de que se hablaba de él. El saco de pulgas continuó jadeando—. ¿Ves cómo se fija? Animalito Si es que parece que te entiende y todo Con mi mujer me pasa igual.
Dicho lo cual, entró en el bar Casablanca. Mecánico lo siguió hacia el interior. Mientras esperaba para cruzar, Monroy escuchó a su espalda los gritos de Casimiro.
—¿Otra vez con el perro de los huevos? ¿Por qué no lo dejas en el taller con Dudú? —gritaba el tuerto—. ¡Ya te dije que no quiero perros aquí, coño!
—¿Con Dudú? Estás loco. Esa gente, a los perros, se los come, que lo vi yo en un documental.
—Pues me suda la polla, pero sácalo de aquí de una puta vez.
—Tú, lo que pasa, es que no tienes corazón.
—¡No, lo que pasa es que no me sale de los huevos estar limpiando meados, joder!
—¡Vámonos, Mecánico, que aquí no nos quieren!
—¡Sí, anda, salpica de aquí y métete el puto perro por el culo, cojones!
Monroy ya había cruzado la acera cuando se volvió a ver cómo salía el Chapi del bar seguido por el chucho.
—Vámonos, mi niño. Vamos al bar de Pepe, ¡que aquí dan garrafón!
Los yonquis de la esquina casi se murieron de risa cuando Casimiro salió a la puerta del bar para hacerle un corte de mangas, mientras el Chapi caminaba calle abajo con paso resuelto. Mecánico, tras él, jadeaba.
Monroy siguió recorriendo León y Castillo en dirección Sur. Algunos tímidos rayos de sol juguetearon durante un rato con los cristales y embellecedores de metal de los coches, pero luego volvieron a ocultarse tras las nubes. Esto no tiene fuerza ni para calentar una lata de fabada, pensó. Tomó la calle Murga, siempre con el periódico plegado en la mano y entró en su portal preguntándose qué leches era lo que se le habría olvidado comprar hoy antes de subir, porque siempre se le olvidaba algo y no lo recordaba hasta que se ponía la ropa de andar por casa. Antes de entrar, tocó en la puerta de enfrente, para darle el periódico a Matías. El viejo, como era habitual, tardó un poco en abrir. Monroy lo imaginó oyendo el timbre, alcanzando el mando a distancia, pausando la reproducción del deuvedé, buscando las chancletas, levantándose con esfuerzo, mirando por la mirilla, abriendo finalmente tras dudar un último instante si ponerse o no ponerse la dentadura postiza, que no necesitaría hasta que su hija llegase con el almuerzo, (¿para qué, si era Eladio?) antes de asomar la cabeza y alargar la mano.
—¿Qué pasa, Matías? Estás viejo, jodido. Seguro que te habías quedado dormido, ¿no? —dijo Monroy, dándole el periódico.
—Es verdad, mi niño —repuso Matías, meneando la cabeza con gesto de anciano venerable—. Estoy tan mayor que me paso el día dando cabezadas. Ya ves, me podría quedar dormido hasta entre los cuernos de tu padre.
Monroy no pudo evitar reírse por lo bajo.
—¿Qué? ¿Qué trae el periódico hoy?
—No te lo digo para no destripártelo, pero me parece que te lo vas a pasar de cojones. ¿Qué estabas viendo?
—Ah
Los doce del patíbulo
, que me la regaló Pachi el otro día.
—Para que luego digas que tu yerno es un cabrón.
—Hombre, es un cabrón, pero me regala películas.
—No tienes arreglo, viejo —dijo Monroy volviéndose para abrir su puerta—. Oye, por cierto, dile que pasado mañana me tenga el dinero de la cámara digital.
—¿Te va a comprar una cámara de vídeo?
—De fotos.
—De segunda mano.
—Nuevita de paquete Pero a ti no creo que te vaya a sacar ninguna foto Porque seguro que la rompes. Con esa cara de tortuga —le soltó justo antes de cerrar rápidamente la puerta para no dar a Matías opción a réplica. Mientras saboreaba las mieles del triunfo aún pudo oír la voz del viejo refiriéndose a la supuesta afición de Monroy a la sodomía, la coprofagia y la felación activa.
Una vez en casa, después de ponerse cómodo y pinchar el
Peer Gynt
(en los últimos tiempos tenía cuerpo de clásico) sacó de la nevera el bol en el que había puesto el conejo a macerar. Parecía haber absorbido bien el adobo. Ahora habría que freírlo y volverlo a poner a fuego lento. Finalmente, haría una fritura de ajo, laurel y almendra y lo añadiría. Un par de papas sancochadas, y a volar. Pero el problema es que era mucho conejo. Solución para el problema: Gloria. O, mejor dicho, Gloria y el voraz apetito de Gloria. Por tanto, la telefoneó a la librería.
—Oye, ¿te apetece un conejo en salmorejo?
—¿Me estás invitando a almorzar?
—No. Pensaba cobrarte.
Al otro lado del hilo, Gloria se tomó unos segundos antes de reponer en tono bastante coquetuelo:
—Bueno, es una propuesta muy atractiva Lo que pasa es que me acaban de invitar a comer No sé si podré suspender ese compromiso.
Monroy se preguntó si jugaría o no y, finalmente, decidió entrar en el juego.
—¿Ah, sí? ¿Y quién te invitó?
—Oh, un chico La verdad es que no sé qué hacer.
—Ah, pues tú verás, querida Lo único es que me avises, así llamo yo a alguien.
—Que no, bobo Que voy Pero, en serio, no veas qué gracia Me han hecho proposiciones —por como lo decía, estaba claro que le había hecho muchísima ilusión—. Un tipo muy interesante. Ahora no puedo hablar. Luego te cuento.
Y colgó, hecha unas castañuelas en El Rocío.
¿Y por qué no? Todavía está apetecible, la Gloria se dijo Monroy. Acababa de volverse hacia la cocina, cuando sonó el teléfono. En la pantalla líquida del aparato, se leía un número de móvil que a Monroy no le resultaba familiar. Descolgó y preguntó quién era. Resultó ser un hombre de voz joven y acento peninsular, probablemente del Norte.
—Buenos días. Pregunto por Eladio Monroy.
—Sí, pero, ¿quién es?
—Oh, mi nombre no creo que le suene, pero nos conocemos. Es usted, ¿verdad? Eladio Monroy, digo.
Monroy le concedió unos segundos para que comprendiese que así era y, de paso, mostrarle lo desagradable que le resultaba no saber el nombre de su interlocutor.
—Probablemente usted no me recuerde. Nos conocimos por un asunto hace un tiempo. En julio de 2004. Necesito hablar con usted.
Las imágenes se agolparon en la mente de Monroy como en un calidoscopio rabioso: el cadáver de un sexagenario con la cabeza en medio de un charco de sangre. García Medina en albornoz a medianoche ante su piscina, tomando de su mano un sobre abierto. La luz mortecina de un prostíbulo. Y Loreto. De nuevo Loreto en medio de un sufrimiento indecible, su rostro mezclándose con el de Paula y con la imagen de un ramo de flores golpeado contra las peñas por la marea. Todo esto se combinó y superpuso cientos, miles de veces en la mente de Monroy en los dos segundos que tardó en volver a hablar.
—Bueno, vamos a empezar por el principio, porque me estoy empezando a calentar. Hacemos como que no hemos dicho nada todavía y yo acabo de descolgar el teléfono, ¿de acuerdo? Buenos días, ¿con quién cojones estoy hablando?
El otro captó el mensaje y Monroy casi pudo oler la sonrisa que mostraba antes de responder:
—Buenos días. Me llamo Carlos Molina. Pregunto por Eladio Monroy por un asunto de trabajo.
—¿Nos conocemos?
—Sí. Estuve aquí con un compañero haciendo un seguimiento —el tal Molina paró de hablar unos segundos, como si dudase si seguir haciéndolo. Finalmente, prosiguió—. Trabajo para una agencia de investigación. Resultó que usted prestaba, digamos, servicios de custodia para la persona a la que investigábamos.
Monroy se sintió bastante aliviado al recordar el asunto de Ortiz. Un asunto leve. Sucio pero leve. Un delincuente de cuello blanco para quien él hizo de niñera veinticuatro horas También recordó a los dos tipos que lo seguían y a quienes él dio esquinazo. Debía tratarse del más tratable, el más bajito de los dos, porque, aunque no recordaba exactamente su nombre, sabía que el otro no se llamaba Carlos.
—Ortiz.
—Sí, Ortiz Fue usted bastante hábil Sobre todo teniendo en cuenta que no es del oficio. Conozco a un montón de profesionales que no lo hubiesen hecho la mitad de bien.
—Vale, pero, ¿cómo dio conmigo?
—Ah, Ortiz me pasó su teléfono.
Aquello sí que era nuevo. Monroy comenzó a sentir una curiosidad realmente irresistible y Molina pareció adivinarlo.
—No se extrañe tanto, Eladio. En los últimos tiempos he tenido bastante contacto con él. De hecho, esa vez, fue la propia empresa de Ortiz la que nos contrató. Desde entonces, en alguna ocasión, nos ha llamado para algunos asuntos. Por cierto, le envía un abrazo. Verá, me gustaría hablar con usted en persona, a poder ser ahora mismo.
—Me pilla cocinando.
—Hombre, diez minutos El tiempo justo de un café y de comentarle el asunto, que yo creo que le va a interesar Hay un buen dinero y no es nada complicado.
—¿Ni peligroso?
Molina dejó oír una franca carcajada.
—Pero, bueno, Eladio Esto no es una novela policiaca, hombre —respondió con suficiencia—. Es una cosa hasta aburrida. Un tema de rutina. Pero pagamos bien.
Monroy consultó el reloj.
—¿Conoce el parque San Telmo?
—Sí. Me estoy alojando cerca.
—Allí hay un quiosco con terraza. Nos vemos allá en un cuarto de hora.
—Quince minutos. De acuerdo. Le prometo que no le voy a robar mucho rato.
Monroy no tardó en reconocer a Molina en el tipo sentado ante una caña, en una mesa cercana a la de las dos holandesas, aunque ya no llevase su atuendo de falso turista y sí un gabán de cuero que debía de haberle costado un riñón. Continuaba pareciéndose a Danny De Vito, un poco más alto, un tanto más joven, pero siempre igualmente rechoncho y calvo, por muchos abrigos caros que pudiera costearse con su dinero ganado vaya usted a saber cómo. Molina, en cambio, se demoró un poco más en constatar su presencia, pues parecía hallarse inmerso en una escasamente disimulada inspección de los muslos desnudos de una de las dos chicas. Pero cuando sus ojos se encontraron, mostró una sonrisa cordial y lo invitó a sentarse a su lado.
—Gracias por venir, Eladio —dijo cuando el camarero colombiano trajo a Monroy el botellín que pidió.
—Me picaba la curiosidad.
Carlos Molina sonrió nuevamente, esta vez con diplomacia. Abrió el maletín que tenía en el suelo junto a sí y sacó de él una subcarpeta de cartulina azul que dejó sobre la mesa. Seguidamente, puso ante Monroy una tarjeta de visita que tenía ya preparada.
La tarjeta mostraba el logotipo de «Gracián y Puig Investigaciones» y, un poco más abajo, podía leerse el nombre de Carlos Molina Pérez, Licencia mil ciento y tantos, y su cargo, «División de empresas. Coordinador», sobre direcciones y teléfonos de Madrid y Barcelona y una dirección web: www.grapuin.org.
Monroy examinó cuidadosamente la tarjeta con la atenta mirada de Molina puesta sobre él.
—Trabajo para esta agencia. Ya ve que todo es legal. Tenemos sucursales por todo el país y llevamos todo tipo de asuntos: custodia, fidelidad laboral, contraespionaje industrial e informático, localizaciones, fraudes a aseguradoras —recitó Molina con aire y velocidad de vendedor de seguros—. Rara vez trabajamos para particulares. Suelen contratarnos bufetes de abogados o gabinetes legales de empresas grandes. Muy grandes, Eladio. Empresas que pagan muy bien. Y por eso nosotros pagamos muy bien a los que colaboran con nosotros. Como verá, se trata de un negocio serio. Somos los segundos del país en volumen de trabajo y.
—Vale —atajó Monroy—, está bien. La agencia de ustedes es la rehostia. El puto Corte Inglés de las agencias de detectives. Y ahora, dígame de qué va el asunto, porque se me está yendo la mañana.
Molina lo miró de reojo:
—¿No podría intentar ser un poco menos borde, Monroy?
—Como dijo el escorpión: No puedo evitarlo; es mi naturaleza.
El detective suspiró, dándolo por imposible.
—Está bien. Intentaré resumírselo. Hay un trabajo que hacer aquí y necesitamos a alguien que domine el entorno.
—Pues hace un par de años, parecían estar muy cómodos.
—Cuando se trata de un par de días, podemos mandar a quien sea adonde sea. Pero, en asuntos como éste, que llevan un poco más de tiempo, los costes se disparan: estancias, dietas Ya se imaginará. Entonces, nos sale más rentable, digamos, subcontratar a alguien que resida habitualmente en la zona. Por otro lado, ahora mismo andamos más bien cortos de personal.