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Authors: Frank Thompson

Símbolos de vida (5 page)

—Oh, de nada, de nada, de nada. Nos sentimos encantados y muy honrados de tenerlo aquí.

—El honor es todo mío —insistió él, con la impresión de que aquello podía alargarse toda la noche—. Lo primero que haré por la mañana será ir a verlo.

—Sí, sí, sí —repitió Blond. Jeff empezaba a cansarse de la costumbre del hombre de decirlo todo por triplicado—. Lo primero. Bien, bien, bien.

Cuando por fin se marchó y Jeff escuchó cómo se ponía en marcha el motor de su coche, lanzó un suspiro de alivio. Ahora que tenía toda la casa sólo para él, podía disfrutar de su encanto con más tranquilidad. Fue hasta el pequeño cuarto de estar, también de techo bajo, y se sentó en el sillón situado cerca del fuego. A su lado tenía una mesita, con una botella de brandy y una copa oblonga. Se echó en ella una dosis considerable del licor y lo olisqueó con admiración. Pronto, bajo los efectos combinados del fuego y del brandy, se sintió agradablemente calentado por dentro y por fuera. Y el sillón era tan cómodo que, a pesar de lo tentadora que le resultara la cama de su dormitorio, se encontró parpadeando cada vez con más frecuencia hasta que se durmió.

Despertó cuando los rayos de sol se colaban por la ventana, cayéndole directamente en los ojos. Se puso en pie con una desacostumbrada rigidez y comprendió que probablemente no había movido un solo músculo en toda la noche. Fue hasta la cocina y abrió los armarios. Descubrió que alguien —quizá el mismo comité de decoración del que se sentía tan orgulloso el señor Blond— se había encargado de llenarlos, anticipándose a su llegada. Encontró té, café, huevos, pan, mantequilla, azúcar y zumo de naranja. Pero en aquel momento sólo le apetecía un poco de café y se hizo una cafetera.

Sorbió su café en una sólida silla de madera, colocada en los escalones que surgían de la puerta trasera de la casita. El jardín que tenía frente él era pequeño pero de vegetación exuberante, confortablemente sombreado en verano y, a pesar de la fresca brisa otoñal que en aquel momento sentía en su rostro, supo que había descubierto su lugar favorito de todo su nuevo hogar.

 

Jeff se sintió inmediatamente cómodo y feliz en el Robert Burns College. Lochhetah era una típica aldea escocesa, de las muchas que siembran su paisaje. Hileras de casas de piedra y pequeños negocios, con los edificios a menudo unidos en grupos de tres o cuatro, y alineados a ambos lados de una amplia calle. Contaba con cuatro parroquias, y sus agujas rosadas sobresalían por encima de los techos de paja o de pizarra, ofreciendo al viajero guía espiritual o literal, según fueran sus necesidades.

Más allá de Lochheath, un oscuro mar se estrellaba ferozmente contra una costa rocosa. Valientes pescadores en barcos de apariencia frágil buscaban diariamente su generoso botín, ya que tanto sus antepasados como ellos forjaban una insegura alianza con el furioso océano desde hacía siglos. Jeff amaba la visión y el sonido del mar. Incluso desde su casita, situada a casi cinco kilómetros de la playa, podía a veces oír su poderoso rugido y se sentía confortado.

Su fama lo precedía, por supuesto, y sus clases fueron muy concurridas desde el principio. Se sintió gratificado al descubrir que muchos de sus alumnos tenían un gran talento y pronto tuvo que ofrecer unas vibrantes, aunque no oficiales, clases maestras en el amplio estudio situado junto a su despacho.

El afán de sus alumnos por congraciarse con el gran pintor le ofrecía a menudo otros tipos de tentaciones, como cuando una entusiasta y núbil chica tras otra le hacían saber que estaban dispuestas a aceptar toda clase de lecciones particulares. El depredador que había en Jeff le urgía a tomar en serio la oferta de todas y cada una de las chicas, pero su tozuda conciencia le permitía resistir esas presas fáciles.

Eso no significaba, por supuesto, que Jeff se hubiera convertido en monje al mismo tiempo que en profesor. Al contrario, el amplio campo de propietarias de galerías, trabajadoras de museos y críticas de arte, no sólo en Lochheath sino también en Glasgow, resultaba ser casi inagotable. Y, una vez cada tres o cuatro meses, pasaba un largo fin de semana en Londres, donde sus contactos seguían siendo considerables. A menudo se decía a sí mismo que si empleara la mitad de la energía en su afán de seducción de la que consumía en su arte creativo, todavía podría convertirse en un pintor verdaderamente grande. Pero, tenía que admitirlo, el cambio no parecía muy justo, porque, como la vida romántica de Jeff era muy variada —aunque no verdaderamente emocionante—, podía erigir una impenetrable barrera mental entre la más atractiva de sus alumnas y él.

Pero, esa barrera cayó el día en que conoció a Savannah.

Jeff siempre se sintió un poco desconcertado del poderoso impacto que Savannah McCulloch tuvo en él. Mirándola desapasionadamente, no era más guapa o sensual que muchas de las docenas de chicas de su clase. Una artista con talento, sí, pero no un prodigio o una genio en ciernes. Inteligente y con un agudo sentido del humor, pero lo mismo podía decirse de otras. No obstante, desde el momento en que la descubrió en la segunda fila de su clase, dibujando muy seria en un cuaderno de dibujo de enorme tamaño, se vio sacudido con más fuerza de la que jamás pudo recordar.

De metro setenta, Savannah era más alta que la mayoría de chicas de la clase. Tenía el pelo largo —le llegaba hasta casi la cintura— y del color de la arena. A veces se lo recogía en una larga trenza, pero cuando lo dejaba suelto, Jeff creía ver a una modelo parecida a las de las pinturas de Botticelli. Sus ojos eran de un azul pálido, pero con tal intensidad, que parecían brillar literalmente, un fenómeno que siempre había tomado como un cliché literario.

Y fueron precisamente esos ojos, decidió después, los que le capturaron, como habían hecho los ojos de Ivy, y los que iniciaron la secuencia de acontecimientos que terminarían rompiéndole el corazón.

En su primera clase, al principio del cuarto año de Jeff como residente en el Burns College, le dio la impresión de que los ojos de Savannah le perforaban como láseres y sintió que, bajo aquella mirada implacable, perdía más de una vez el hilo de su charla.

Después, mientras el resto de la clase despejaba el aula, Savannah se acercó a su mesa.

—Creo que se equivoca, ¿sabe? —sentenció con suavidad.

—¿Perdón? —preguntó Jeff, sorprendido.

—Me refiero a su obsesión por el detalle realista —aclaró ella—. Estaba bien en otros tiempos, pero la fotografía ya se encarga de eso. Ahora, el arte debería tomar un rumbo donde el realismo no tenga tanta importancia.

Jeff se recostó en su silla y sonrió:

—¿Y usted es...?

—Savannah McCulloch —respondió—. Y soy pintora.

—Bueno, creo que su teoría es muy convincente —asintió Jeff—, Es lo mismo que dijeron los impresionistas hace... oh, más de un siglo.

—Entonces, está claro que usted no captó el mensaje de los impresionistas —contraatacó ella, sonriendo—. Yo me refería más bien a Jackson Pollock.

Jeff volvió a sonreír.

—¿Encontraría mi trabajo mucho más convincente si lanzara simplemente un bote de pintura sobre el lienzo y lo dejara gotear, en vez de buscar esforzadamente una imagen perfectamente ejecutada?

—¿No está de acuerdo en que la búsqueda de ese tipo de perfección sólo absorbe la sangre del proceso creativo? —cuestionó ella.

—¿Cuántos años tiene?

—Veintidós —confesó la chica—. Algo que no tiene la más mínima relevancia en esta conversación.

—Oh, creo que sí —opinó Jeff—, Por eso sigue discutiendo sobre este tema.

—¿Qué quiere decir? —se extrañó Savannah, entrecerrando los ojos.

—Quiero decir que los muy jóvenes tienen derecho a soltar estupideces con una convicción absoluta. Sólo cuando maduramos y aprendemos mucho, mucho más, nos damos cuenta de lo poco que sabemos.

—Mmm... —ella pareció meditar un segundo— Vaya, tenemos como profesor a una puta comercial y condescendiente. ¡Calma, corazón!

—Si cree que mi opinión y mi técnica son tan aburridas, ¿por qué se molesta en acudir a mis clases?

Savannah rió y Jeff quedó absolutamente hipnotizado por ese sonido.

—Porque yo también quiero ser una puta comercial —aclaró la chica—. El problema es que todavía no domino la técnica.

Entonces, fue Jeff el que estalló en carcajadas. No estaba seguro si lo había insultado o se estaba divirtiendo con él. Fuera lo que fuese, comprendió, con un agradable estallido de pánico, que se había enamorado.

—7—

Al principio llegaron despacio. Tanto, que más que oírlas acercarse, Jeff las sintió. Parpadeó repentinamente, intentando con todas sus fuerzas penetrar en la oscuridad que lo rodeaba, pero no podía ver nada.

Nada.

Jeff no sabía si se encontraba en un pozo, una cueva, una habitación sin ventanas o en el mismísimo purgatorio. Todo cuanto sabía era que iba a descubrir algo que no quería. Una oscura sábana de temor envolvió su alma, y su cuerpo casi se convulsionó a causa del temblor que le produjo la exquisita agonía de un suspense insoportable.

Miró desesperadamente a su alrededor. Si sólo pudiera ver dónde se encontraba, quizá averiguase qué le ocurría. Si sólo pudiera verse a sí mismo... Incluso un terrible monstruo sería mejor que aquella terrible espera. Así sabría contra qué tendría que pelear o qué iba a destruirlo. Por terrible que fuera la idea, la ignorancia era mucho peor.

Entonces, surgiendo de la niebla, casi empezaron a mostrarse. Un cambio en la atmósfera aquí, una sombra más oscura que el resto allí. Ojos que no brillaban pero que, no obstante, eran claramente visibles. Jeff se tapó la cara con las manos, pero siguió mirando entre los dedos, como hacía cuando era pequeño y lo llevaban a ver una película de terror.

Las cosas lo rodeaban. No eran personas, ni criaturas, sólo... cosas. Jeff quería huir gritando, pero no tenía ni idea de qué dirección tomar. Y sorprendentemente, por mucho que sintiera la urgencia de correr, sentía otra más fuerte todavía de seguir a aquellas cosas al interior de la niebla aparentemente impenetrable. Dio un paso adelante, casi incapaz de creer lo que estaba haciendo. Lo dirigían, lo manipulaban, ahora lo sabía. Venían a por él y lo llevaban al lugar que le habían preparado. Boqueó en busca de aire mientras extendía las manos ante él como un sonámbulo.

Y, mientras caminaba con precaución, oyó algo que sonó casi como un susurro. Cuanto más se adentraba en la niebla que lo rodeaba, más alto le llegaba aquel susurro. Parecía como si alguien le hablase, pero en ningún idioma que Jeff hubiera oído antes o imaginado siquiera.

Jeff tuvo la indefinible sensación de que había llegado a su destino y se detuvo, aunque no podía ver nada que indicase que se hubiera movido más de unos cuantos centímetros. Tenía la sensación de que iban a mostrarle algo, y cuando pensó en lo que querían que viera, sus temblores redoblaron y su cuerpo se sacudió como si hubiera metido la lengua en un enchufe eléctrico.

Y, aunque la niebla no clareaba, empezó a ver algo a través de ella. Ahora sentía que se encontraba en una vasta sala subterránea de algún tipo. Las paredes que tenía ante él estaban cubiertas por dibujos y tallas de formas raras, extrañas. Asustado, comprendió que eran iguales que los que había estado soñando desde que llegase a la isla.

Las terroríficas figuras se acercaron y lo rodearon. Se apiñaron contra él, pero de una forma horriblemente distinta de la del principio. Quizá llevaban ropa, quizá no, pensó Jeff. También era posible que sus cuerpos fueran fluidos y maleables, como la propia ropa.

Todas lo observaban con sus miradas malévolas, pero una parecía mirar directamente hacia él de una forma significativa, como si intentase comunicarle algo profundo. ¿Era su imaginación o se trataba de una mujer, una mujer de cabello largo y claro con rasgos delicados? ¿Cómo era posible? No podía ver a las demás con la suficiente claridad como para determinar siquiera si eran humanas, mucho menos hombres o mujeres, pero ésta era distinta.

Sin dejar de mirar a Jeff fijamente a los ojos de Jeff, la cosa sostuvo algo sobre su cabeza. Jeff alzó temeroso la vista y vio que se trataba de un círculo plano de unos treinta centímetros de diámetro, con un intrincado dibujo en el medio. Comprendió que aquella cosa era una especie de talismán, y parecía de madera pulida. La hembra no dijo nada, pero siguió sosteniendo el objeto en alto con ambas manos, como deseando que Jeff comprendiera su significado.

Y entonces, comenzó a comprender.
"Sí, sí, por supuesto",
pensó.
"Es la clave...".

Despertó con un violento escalofrío. Estaba boca abajo, contra el suelo del estudio, con el rostro húmedo de sudor y a unos metros del montón de hojas y ramas donde dormía normalmente.

Se sentó y hundió la cabeza entre las manos. El sueño ya empezaba a desvanecerse. Por un instante, el significado del talismán le había parecido claro, pero ahora que estaba despierto, todo cuanto recordaba del sueño era el terror. Oh, y la mujer. Las pesadillas se volvían más y más frecuentes, pero estaba seguro de que la mujer nunca había aparecido antes. Sabía que debía significar algo pero, en aquel momento, todo cuanto podía hacer era temblar e intentar relajarse.

Y, mientras aspiraba lentas y profundas bocanadas de aire, algo más volvió a su mente... el talismán. Todavía no podía recordar qué pensaba sobre él, pero sí recordaba su forma.

Salió al exterior. Una luna llena brillaba por encima de su cabeza y bañaba la playa con un suave fulgor blanco. Un par de hogueras rompían la oscuridad aquí y allí, pero no pudo ver si otros habitantes de la isla estaban despiertos a esa hora. Caminó hasta un montón de basura. Durante semanas, cada vez que veía un hueso interesante, o una concha, o un pedazo de madera, lo llevaba a su estudio. Suponía que, más pronto o más tarde, podría utilizarlo en un proyecto u otro. Y sabía que allí encontraría la pieza perfecta para su actual inspiración.

Tras escarbar durante varios minutos, la búsqueda se hizo más difícil a causa de la escasa luz, pero al final se irguió con una gruesa tabla cuadrada en la mano. No tenía ni idea de dónde había salido, pero parecía cortada con una sierra. Jeff dudó que proviniera del avión, incluso dudó que tuvieran una sierra en la isla, pero no importaba... ya solucionaría aquel misterio otro día.

De momento, tenía con qué trabajar. Se sentó junto a la entrada del estudio y se recostó contra una de las palmeras que formaban sus paredes. Tras afilar su navaja de bolsillo en una piedra, empezó a tallar el talismán.

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