Authors: Frank Thompson
Jeff Hadley había hecho algo terrible. En famoso artista, escultor y profesor fue la estrella del mundillo atístico hasta que un escándalo volvió su vida del revés. Jeff necesitaba un lugar donde desaparecer una temporada... y el Vuelo Tansoceánico 815 se lo permitió. Ahora, como uno de los supervivientes del desastre aéreo. Jeff tiene todo el tiempo del mundo para reflexionar acerca de su mala acción. Además la isla parece que le ha devuelto la inspiración artistica. Pero las nuevas obras de Jeff tienen un toque siniestro. Y ha empezado a tener sueños, pesadillas terroríficamente vívidas. Y después llegan las voces.. y los sentimientos de dolor y culpabilidad. ¿Intenta decirle algo la isla o su pasado le está pasando cuentas?
Frank Thompson
Símbolos de vida
ePUB v2.0
Johan28.01.2010
Para Claire,
Sin la cual estaría realmente perdido.
Jeff Hadley contempló los ojos de la criatura.
La figura era oscura, y sus rasgos confusos pero inquietantes. Ojos malévolos, negros pozos de odio resplandeciendo en su rostro sombrío. No se movía pero su actitud era amenazadora, como la de una serpiente enroscada y dispuesta a atacar.
Tras aquella cosa monstruosa, otras criaturas similares acechaban, semiinvisibles, ominosas e inmóviles, pero dispuestas a reanudar su horrible avance. Y tras ellas flotaban misteriosamente símbolos extraños, indescifrables, símbolos que parecían pertenecer a un idioma extraño, imposible de traducir. Jeff pensó que, si pudiera traducirlos, le proporcionarían pistas para resolver aquel misterio irresoluble.
Contemplando las espantosas cosas que tenía ante él, una oleada de temor se abatió sobre él, bañándolo de sudor. ¿De dónde surgían esos monstruos? La respuesta era todavía más inquietante que la propia pregunta. Sabía que sólo podían provenir de un lugar... del propio Jeff.
—¡Eh, colega!
Jeff giró sobre sí mismo al escuchar la voz, saliendo de un trance casi hipnótico. Hurley se encontraba tras él, con su enorme masa corporal dominando el espacio. Nadie había roto nunca la tranquila soledad del estudio de Jeff, situado en medio de un denso bosquecillo de árboles, al que sólo se podía acceder cruzando un estrecho pasaje entre ramas bajas llenas de espesas hojas.
Pensó que, de todos los habitantes de la isla, Hurley era el menos adecuado para que apareciera por allí. Su cuerpo se parecía al de una nevera. No era exactamente del tipo que creyeras capaz de deslizarse por aquella amenazadora apertura. Cuando Jeff se encontraba cerca de él, se sentía como Stan Laurel al lado de Oliver Hardy. En contraste con la impresionante masa de Hurley, él era decididamente ágil... alto y delgado. De hecho, ahora mucho más delgado de lo habitual. Su mata de pelo desgreñado era de un rubio cobrizo, y su barba era tan escasa, tan lenta en su crecimiento que, incluso después de tanto tiempo como náufrago, su rostro apenas mostraba algo más que la sombra típica de las cinco de la tarde.
Jeff sólo conocía a Hurley superficialmente. A pesar de eso, tenía que admitir que lo conocía un poco más que a la mayoría de sus compañeros. Pero, aunque apenas pudiera llamarlo amigo, siempre se había sentido cómodo ante la presencia del joven. Había algo en el tono irónico y afable de Hurley que hacía que los demás se relajaran. Jeff, con su reserva escocesa, encontraba la inocencia y la sinceridad muy refrescantes... muy norteamericanas. Así, aunque no le gustase que lo interrumpieran en su trabajo, estaba encantado de ver a Hurley en lugar de, digamos, Locke. No le gustaba Locke. No confiaba en él.
—Hola, Hurley —saludó Jeff—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Hurley no respondió de inmediato. Parecía transfigurado por el dibujo en el que Jeff había estado trabajando. Entonces, surgiendo de repente de su ensimismamiento, dijo:
—Estamos montando una patrulla de caza para mañana. ¿Podemos contar contigo?
"Maldita sea",
pensó Jeff,
"Un día lejos del estudio. Un día teniendo que soportar a los demás".
—Por supuesto —respondió.
—Locke dice que sabe dónde podemos encontrar un jabalí —siguió Hurley—. Si consigue que caiga en una de sus trampas, necesitaremos ser unos cuantos para transportarlo.
—¿Quién más formará el grupo?
El joven contó con los dedos mientras recitaba la lista:
—Locke, Michael... ¿conoces a Michael?
—Un poco —reconoció Jeff. La verdad era que no conocía absolutamente de nada a Michael. Probablemente, los nombres que le eran familiares no pasarían de media docena.
—Bueno, pues —siguió Hurley—, Michel, tú, yo y quizás Sawyer... y es un "quizás" muy grande. A Sawyer no le gusta esforzarse demasiado.
—¿Y a quién sí? —dijo Jeff encogiéndose de hombros.
—Nos sentaría bien un poco de carne para variar. Estoy bastante harto de fruta y pescado... Fruta y pescado todos los malditos días.
—Tengo que admitir que, la primera semana, tanta fruta afectó a mi sistema digestivo —sonrió Jeff—, pero ahora ya me he acostumbrado. Me siento más sano de lo que me he sentido en mucho tiempo.
—Sí, la dieta de la isla. Os funciona a todos, excepto a mí.
—Oh, vamos, diría que has adelgazado como mínimo una piedra.
—¿Cuánto es eso en cristiano?
Jeff hizo un rápido cálculo mental y dijo:
—Mmm, unos seis kilos y medio.
Hurley lo miró dubitativo, pero encantado. Por lo que él sabía, no había perdido ni una onza desde que llegaron a la isla, pero un cumplido era un cumplido.
—Bueno, tengo más energía... creo —admitió Hurley.
—¿A qué hora saldremos mañana?.
—En cuanto salga el sol. Locke dice que tendremos que cubrir mucho terreno.
Jeff siempre prefería reservarse para sí mismo y no le gustaba la idea de pasar todo un día viajando por la isla con el inescrutable Locke. Aún así, ahora que había tenido un momento para pensarlo, admitió que un grupo de caza le parecía una idea muy atractiva, un cambio de rutina que le haría mucho bien. En los últimos días pasaba cada vez más y más tiempo en el estudio... demasiado, probablemente. Su deseo de soledad crecía día tras día. Hasta creyó que se estaba volviendo agorafóbico, aún contando con que, si se reunían todos los supervivientes de la caída del avión, no podía decirse que formaran una multitud.
Pero, más allá de su autodiagnóstico, lo cierto era que Jeff encontraba paz y serenidad estando a solas consigo mismo. Más que eso, se sentía de algún modo protegido. ¿Contra qué? ¿O contra quién?
El estudio era el refugio perfecto para un hombre que buscara la soledad. La maleza lo hacía casi impenetrable por los cuatro costados y los muchos árboles, entrelazados con lianas, formaban una cubierta prácticamente a prueba de lluvia, como los techos de paja de su Escocia natal.
Había descubierto el pequeño claro casi por casualidad. Muchos de los supervivientes del accidente preferían vivir en la playa, esperando todos los días vislumbrar un avión de rescate o un barco. El resto se había instalado en pleno bosque, viviendo en cuevas donde tenían un suministro constante e inagotable de agua potable. Jeff veía a este último grupo como unos fatalistas, como los que aceptaban que seguirían en aquella isla durante mucho, mucho tiempo, quizás para siempre. Éstos se habían instalado; los otros, los de la playa, vivían con esperanza. O con temor.
Él no se sentía a gusto en ninguno de los dos grupos. Se unía a las pequeñas partidas de búsqueda, las que se adentraban en la isla a por comida o leña, pero nunca hablaba mucho con los demás y encontraba la forma de evitar hasta las relaciones más rudimentarias. Un día que se había distanciado ligeramente de un grupo de caza, vislumbró una abertura en el espeso follaje e, impulsivamente, se coló por ella. Se sintió encantado con lo que encontró. Visto retrospectivamente, era extraño que su primera idea no fuera utilizarlo como refugio, sino como escondite. El motivo de que creyera necesitar un lugar donde esconderse de los demás fue algo que no pudo evitar preguntarse. Pero sabía que aquello era una especie de inspiración. Una vez dentro volvió a crear por primera vez en mucho tiempo, y empezó a referirse a aquel lugar como su "estudio". Y, poco a poco, también se convirtió en su hogar. Jeff había sido uno de los afortunados que encontraron su equipaje entre los restos del avión. Su maleta estaba situada en uno de los lados del estudio. En el otro había dispuesto un espeso y cómodo conglomerado de hojas, hierba y paja, sobre el que extendió una manta del avión. Hurley era el primer visitante que había tenido.
Jeff se dio cuenta de que el chico contemplaba intensamente su último dibujo.
—Colega, eso es una caña —comentó, agitando la cabeza. Después, sonriendo ligeramente, añadió—: Pero también es guay, como si fuera... mmm, muy
heavy metal.
No supo cómo responder a aquel piropo.
—Opino lo mismo —concedió por fin.
—Mmm, eres un artista, ¿verdad?
—Antes lo era —admitió Jeff reacio.
—Pues a mí me parece que lo sigues siendo —dijo el chico abriendo los brazos, como queriendo abarcar todo el recinto—. Mira todo esto, es... raro, ¿sabes? Pero me gusta.
El estudio estaba atestado de esculturas, dibujos y objetos peculiares hechos con ramas, arcilla o raspas de pescado. Algunos de los trabajos representaban seres humanos, pero la mayoría eran abstractos, simples formas que Jeff había encontrado interesantes o texturas que había yuxtapuesto de maneras sorprendentes y extrañas. Pasaba casi todo el tiempo trabajando, creando objeto tras objeto, dibujo tras dibujo. Y nadie más en la isla los había visto nunca.
"No son para ellos",
pensó Jeff.
"Son para mí".
—Debes tener algo muy raro metido en el coco —dijo Hurley—. ¿Fuiste un colgado en los sesenta?
—Nací en el 70, así que no —respondió Jeff riendo.
—Vale, entonces fuiste un colgado de los ochenta.
Jeff sacudió la cabeza.
—Vuelves a equivocarte. Nunca fui un colgado, ni me drogaba ni bebía. Mi vida siempre ha sido bastante anodina.
"¡Ja!",
pensó,
"Mi primera mentira del día".
—Entonces, ¿de dónde sacas esas ideas? —siguió preguntando Hurley. Se había puesto en pie y caminaba por el estudio, estudiando pieza por pieza.
Jeff se encogió de hombros. No sabía cómo explicarle que todo aquello era muy diferente a lo que solía hacer antes, al trabajo que le valió ser considerado como uno de los artistas jóvenes más aplaudidos y prometedores de toda Inglaterra. No podía hablarle de las imágenes cada vez más perturbadoras que emergían de su imaginación, impulsándole a crear cosas que casi lo aterrorizaban. Es más, mucho de lo que le había pasado aquel último año, antes y después del accidente del vuelo transoceánico 815, no podía expresarlo con palabras. Y tampoco quería hacerlo.
Hurley volvió a agacharse, y cogió cuidadosamente una de las esculturas pequeñas. Tenía algo vagamente humano, pero no pretendía representar claramente a una persona.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Tu opinión es tan buena como la mía —respondió Jeff, sonriendo tristemente
—Lo he visto antes. Fue en un programa de televisión sobre la isla de Pascua —comentó Hurley—. La que tiene esos increíbles ídolos de piedra desparramados por toda la isla y que nadie sabe quién los puso allí.