Read Sentido y Sensibilidad Online

Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Sentido y Sensibilidad (46 page)

Era tan grande el cambio que unas pocas horas habían producido en el estado de ánimo y la felicidad de las Dashwood, tan grande, que no pudieron menos que esperar todas las satisfacciones de una noche en vela. La señora Dashwood, demasiado feliz para lograr alguna tranquilidad, no sabía cómo demostrar su amor a Edward o ensalzar a Elinor suficientemente, cómo agradecer bastante su liberación sin vulnerar su delicadeza, ni cómo ofrecerles oportunidad para conversar libremente entre ellos y al mismo tiempo disfrutar, como era su deseo, de la presencia y compañía de ambos.

Marianne podía manifestar su felicidad
únicamente a
través de las lágrimas. Podía caer en comparaciones, en lamentos; y su alegría, aunque tan sincera como el amor por su hermana, ni le levantaba el ánimo ni podía ponerse en palabras.

Pero Elinor, ¿cómo describir sus sentimientos? Desde el momento en que supo que Lucy se había casado con otro, que Edward estaba libre, hasta el instante en que él justificó las esperanzas que tan de inmediato habían seguido, tuvo alternativamente todas las emociones, menos la calma. Pero cuando hubo pasado el segundo momento —cuando desaparecieron todas sus dudas, todas sus cuitas; cuando pudo comparar su situación con la del último tiempo; cuando lo vio honorablemente libre de su anterior compromiso; cuando vio que aprovechaba su libertad para dirigirse a ella y declararle un amor tan tierno, tan constante como ella siempre lo había supuesto—, se sintió abrumada, dominada por su propia felicidad; y a pesar de la afortunada tendencia de la mente humana a aceptar rápidamente cualquier cambio para mejor, se necesitaron varias horas para devolverle la serenidad a su ánimo o algún grado de tranquilidad a su corazón.

Edward se quedaría ahora al menos una semana en la cabaña, pues más allá de cualquier otra obligación que debiera cumplir, le era imposible dedicar menos de una semana a disfrutar de la compañía de Elinor, o que alcanzaran a decir en menos tiempo la mitad de lo que debían decirse sobre el pasado, el presente y el futuro; pues aunque unas pocas horas pasadas en la difícil tarea de hablar incesantemente bastan para despachar más temas de los que pueden realmente tener en común dos criaturas racionales, con los enamorados es diferente. Entre
ellos
nunca se da por terminada ninguna materia ni se da por comunicado algo a no ser que se lo haya repetido veinte veces.

El matrimonio de Lucy, la inagotable y explicable sorpresa que les había producido a todos, por supuesto alimentó una de las primeras conversaciones de los enamorados; y el particular conocimiento que Elinor tenía de cada una de las partes hizo que, desde todos los puntos de vista, le pareciera una de las circunstancias más extraordinarias e inconcebibles que hubieran llegado a sus oídos. Cómo era que se habían juntado, y qué atractivo podía haber influido en Robert para llevarlo a casarse con una muchacha de cuya belleza ella misma lo había escuchado hablar sin ninguna admiración; una muchacha que además estaba comprometida con su hermano y por quien ese hermano había sido marginado de la familia, era más de lo que podía comprender. Para su corazón era algo maravilloso; para su imaginación, hasta ridículo; pero a su razón, a su juicio, le parecía un verdadero enigma.

La única explicación que se le ocurría a Edward era que, quizá, habiéndose encontrado primero por azar, la vanidad de uno había sido tan bien trabajada por los halagos de la otra, que eso había llevado poco a poco a todo lo demás. Elinor recordaba lo comentado por Robert en Harley Street respecto de cuánto podría haber logrado él de haber intervenido a tiempo en los asuntos de su hermano. Se lo contó a Edward.

—Eso es
muy
propio de Robert —fue su inmediato comentario—. Y es lo que
seguramente
tenía en mente —agregó luego— al comienzo de su relación con Lucy. Y al comienzo quizá todo lo que también quería ella era lograr que interpusiera sus buenos oficios en mi favor. Después pueden haber surgido otros planes.

Durante cuánto tiempo esto había estado ocurriendo entre ellos, él tampoco podía imaginarlo, pues en Oxford, donde había elegido quedarse desde su salida de Londres, no tenía manera de saber de ella sino por ella misma, y hasta el último momento sus cartas no fueron ni menos frecuentes ni menos afectuosas de lo que siempre habían sido. Ni la menor sospecha, entonces, lo preparó para lo que iba a seguir; y cuando finalmente reventó la noticia en una carta de la misma
Lucy
, creía que durante algún tiempo se había quedado pasmado entre la maravilla, el horror y la alegría de tal liberación. Puso la carta en manos de Elinor:

Estimado señor: Con la certeza de haber perdido hace tiempo su afecto, me he sentido en libertad de entregar el mío a otra persona, y no dudo de que con él seré tan feliz como solía pensar que lo sería con usted; pero rehuso aceptar la mano cuando el corazón pertenecía a otra. Sinceramente deseo sea feliz con su elección, y no será mi culpa si no somos siempre buenos amigos, como nuestro cercano parentesco hace ahora apropiado. Sin ninguna duda le puedo decir que no le guardo rencor alguno, y estoy segura de que será demasiado generoso para hacer nada que nos perjudique. Su hermano se ha ganado todo mi afecto, y como no podríamos vivir el uno sin el otro, acabamos de volver del altar y nos dirigimos ahora a Dawlish a pasar unas pocas semanas, lugar que su querido hermano tiene gran curiosidad por conocer, pero pensé molestarlo primero con estas pocas líneas, y para siempre quedaré, su sincera amiga y hermana, que bien lo quiere, Lucy Ferrars

He quemado todas sus cartas, y le devolveré su retrato a la primera oportunidad. Por favor destruya las páginas que le he enviado con mis pobres frases; pero el anillo con mi cabello, tendré el mayor gusto en dejárselo.

Elinor la leyó y la devolvió sin ningún comentario.

—No te preguntaré qué opinas de ella en cuanto a composición —dijo Edward—. Por nada del mundo habría querido, en otros tiempos, que

vieras una de sus cartas. En una cuñada ya es bastante malo,— ¡pero en una esposa! ¡Cómo me han hecho sonrojar algunas de sus páginas! Y creo poder decir que desde los primeros seis meses de nuestro descabellado… asunto, ésta es la única carta que he recibido de ella en que el contenido compensó las faltas en el estilo.

—Como sea que hayan comenzado —dijo Elinor tras una pausa—, ciertamente están casados. Y tu madre se ha ganado un castigo muy justo. La independencia económica que otorgó a Robert por resentimiento contigo le ha permitido a él elegir a su antojo; y, de hecho, ha estado sobornando a un hijo con mil libras anuales para que termine haciendo lo mismo que la hizo desheredar al otro cuando lo intentó. Supongo que difícilmente le dolerá menos ver casada a Lucy con Robert que contigo.

—Le va a doler más, porque Robert fue siempre su favorito. Le dolerá más y, de acuerdo con el mismo principio, lo va a perdonar mucho más rápido.

Edward no sabía en qué estaban las relaciones entre ellos en ese momento, pues no había hecho ningún intento por comunicarse con nadie de su familia. Había dejado Oxford a las veinticuatro horas de haber recibido la carta de Lucy, y teniendo en mente como único objetivo encontrar el camino más rápido a Barton, no había tenido tiempo para trazar ningún plan de conducta con el que ese camino no estuviera íntimamente ligado. Nada podía hacer hasta estar seguro de cuál sería su destino con la señorita Dashwood; y es de suponer que por su rapidez en hacer frente a ese destino, a pesar de los celos con que alguna vez había pensado en el coronel Brandon, a pesar de la modestia con que evaluaba sus propios merecimientos y de la gentileza con que hablaba de sus dudas, en última instancia no esperaba una recepción demasiado cruel. Sin embargo,
tenía
que decir que sí la había temido, y lo hizo con muy lindas palabras. Lo que podría decir sobre el tema un año después, queda a la imaginación de maridos y esposas.

Elinor no tenía duda alguna de que con el mensaje que había enviado a través de Thomas, Lucy ciertamente había querido engañar, rubricando su partida con un trazo de malicia contra él; y a Edward mismo, viendo ahora con toda claridad cómo era su carácter, no le costaba creerla capaz de la máxima malevolencia en una mezquindad caprichosa. Aunque hacía tiempo, incluso antes de su relación con Elinor, había comenzado a estar consciente de la ignorancia y falta de amplitud de algunas de sus opiniones, lo había atribuido a las carencias de su educación; y hasta la recepción de su última carta, siempre la había creído una muchacha bien dispuesta y de buen corazón, y muy apegada a él. Nada sino ese convencimiento podría haberle impedido terminar un compromiso que, incluso mucho antes de que su descubrimiento lo hiciera objeto del enojo de su madre, había sido para él una fuente continua de inquietud y arrepentimiento.

—Pensé que era mi deber —dijo—, independientemente de mis sentimientos, darle la opción de continuar o no el compromiso cuando mi madre me repudió y a todas luces quedé sin un amigo en el mundo que me tendiera una mano. En una situación como ésa, donde parecía no haber nada que pudiera tentar la avaricia o la vanidad de criatura viviente alguna, ¿cómo podía yo suponer, cuando ella insistió tan intensa y apasionadamente en compartir mi destino, cualquiera éste fuese, que sus motivos fueran distintos al afecto más desinteresado? E incluso ahora, no logro entender qué la llevó o qué ventaja imaginó que le reportaría encadenarse a un hombre al cual no estimaba en absoluto y cuya única posesión en el mundo eran mil libras. No podía haber previsto que el coronel Brandon me daría un beneficio.

—No, pero podía suponer que algo favorable podía ocurrirte; que, con el tiempo, tu propia familia podía ablandarse. Y en todo caso no perdía nada al continuar con el compromiso, pues, como lo dejó bien en claro, no se sentía obligada por él ni en sus deseos ni en sus acciones. En todo caso se trataba de una relación respetable y probablemente la hacía ganar en la consideración de sus amistades; y si nada mejor se presentaba, era mejor para ella casarse
contigo
que quedarse soltera.

Por supuesto, Edward se convenció de inmediato de que nada podía ser más natural que el comportamiento de Lucy, ni más palmario que sus motivos.

Elinor le reprendió haber pasado tanto tiempo con ellas en Norland, donde debía haber estado consciente de su propia veleidad, con la dureza que siempre ponen las damas al reprender la imprudencia que las halaga.

—Te comportaste muy mal —le dijo—, pues, para no decir nada de mis propias convicciones, con ello llevaste a nuestros amigos a imaginar y esperar algo que, dada tu situación en ese momento, no podía darse.

Edward sólo pudo presentar como excusa el desconocimiento de su propio corazón y una equivocada confianza en la fuerza de su compromiso.

—Fui tan tonto como para creer que, dado que había empeñado mi
palabra
con otra persona, no había peligro en estar contigo, y que la conciencia de mi compromiso iba a resguardar mis sentimientos haciéndolos tan seguros y sagrados como mi honor. Te admiraba, pero me decía que era sólo amistad; y hasta que comencé a compararte con Lucy, no me di cuenta de hasta dónde había llegado. Después de eso, supongo que
no
fue correcto quedarme tanto en Sussex, y los argumentos con los que intentaba reconciliarme con la conveniencia de hacerlo no eran mejores que éstos: es a mí a quien pongo en peligro; no le hago daño a nadie sino a mí mismo.

Elinor sonrió, meneando la cabeza.

Edward se alegró al saber que esperaban la visita del coronel Brandon a la casa, pues no sólo deseaba conocerlo mejor, sino convencerlo de que ya no resentía que le hubiera dado el beneficio de Delaford, «pues con los poco entusiastas agradecimientos que recibió de mi parte en esa ocasión», dijo, «puede seguir creyendo que todavía no le perdono habérmelo ofrecido».

Se asombraba
ahora
de no haber ido todavía a conocer el lugar. Pero era tan escaso el interés que había puesto en todo el asunto, que todo lo que sabía de la casa, del jardín y las tierras beneficiales, de la extensión de la parroquia, las condiciones de la tierra y el importe de los diezmos, se lo debía a la misma Elinor, que había escuchado tantas veces al coronel Brandon y le había prestado tanta atención que ahora tenía completo dominio sobre el tema.

Después de todo esto, tan sólo quedaba una cosa no aclarada entre ellos, una dificultad por vencer. Los unía su mutuo afecto y tenían la más cálida aprobación de sus verdaderos amigos; el conocimiento íntimo que tenían el uno del otro era una base segura para su felicidad… y sólo les faltaba con qué vivir. Edward tenía dos mil libras y Elinor mil, y sumado a ello el beneficio de Delaford, era todo lo que podían considerar como propio; pues a la señora Dashwood le era imposible adelantarles nada, y ninguno de los dos estaba tan enamorado como para —pensar que trescientas cincuenta libras al año bastarían para proveerlos de todas las comodidades de la vida.

Edward no desesperaba totalmente de un cambio favorable hacia él en su madre,
y
en
eso
descansaba para lo que faltaba a sus ingresos. Pero Elinor no tenía igual confianza; pues como Edward seguía sin poder casarse con la señorita Morton y, en su halagador lenguaje, la señora Ferrars se había referido a la unión con ella únicamente como un mal menor al de su elección de Lucy Steele, temía que la ofensa de Robert sólo serviría para enriquecer a Fanny.

Cuatro días después de la llegada de Edward apareció el coronel Brandon, con lo que se completó la satisfacción de la señora Dashwood y pudo tener el honor, por primera vez desde que vivía en Barton, de tener más compañía de la que su casa podía acoger. Se permitió a Edward retener sus privilegios de primer visitante y, así, el coronel Brandon debía ir todas las noches a sus antiguos aposentos en la finca, desde los cuales volvía cada mañana lo suficientemente temprano para interrumpir el primer
tête-à-tête
de los enamorados después del desayuno.

Después de tres semanas de permanencia en Delaford, donde, al menos al atardecer, poco tenía que hacer excepto calcular la desproporción entre treinta y seis y dieciséis, el coronel Brandon llegó a Barton en un estado de ánimo tan decaído que, para alegrarse, requirió toda la mejoría en la apariencia de Marianne, toda la afabilidad de su recepción y todo el estímulo de las palabras de su madre. Entre tales amigos, sin embargo, y con tales halagos, pronto revivió. Todavía no le había llegado ningún rumor sobre el matrimonio de Lucy; no sabía nada de lo ocurrido y, por consiguiente, pasó las primeras horas de su visita escuchando y asombrándose. La señora Dashwood le explicó todo, dándole nuevos motivos para alegrarse por el servicio hecho al señor Ferrars, dado que a la postre había resultado en beneficio de Elinor.

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