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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Sentido y Sensibilidad (20 page)

—Aunque con su habitual preocupación por nuestra felicidad —dijo Elinor— ha estado obviando todos los obstáculos a este plan que ha podido imaginar, persiste una objeción que, en mi opinión, no puede ser despachada tan fácilmente.

Un enorme desaliento apareció en el rostro de Marianne.

—¿Y qué es —dijo la señora Dashwood— lo que mi querida y prudente Elinor va a sugerir? ¿Qué obstáculo formidable es el que nos va a poner por delante? No quiero escuchar ni una palabra sobre el costo que tendrá.

—Mi objeción es ésta: aunque tengo muy buena opinión de la bondad de la señora Jennings, no es el tipo de mujer cuya compañía vaya a sernos placentera, o cuya protección eleve nuestro rango.

—Eso es muy cierto —respondió su madre—, pero en su sola compañía, sin otras personas, casi no estarán, y casi siempre aparecerán en público con lady Middleton.

—Si Elinor desiste de ir por el desagrado que le produce la señora Jennings —dijo Marianne—, al menos que eso no impida que
yo
acepte su invitación. No tengo tales escrúpulos y estoy segura de que puedo tolerar sin mayor esfuerzo todos los inconvenientes de ese tipo.

Elinor no pudo evitar sonreír ante este despliegue de indiferencia respecto del comportamiento social de una persona hacia la cual tantas veces le había costado conseguir de Marianne al menos una aceptable cortesía, y en su interior decidió que si su hermana se empeñaba en ir, también ella iría, pues no creía correcto dejar a Marianne en situación de guiarse únicamente por su propio juicio, o dejar a la señora Jennings a merced de Mariano como todo solaz en sus horas hogareñas. Tal decisión le fue más fácil de aceptar al recordar que Edward Ferrars, según lo informado por Lucy, no iba a estar en la ciudad antes de febrero, y que para ese entonces la permanencia de ella y de su hermana, sin tener que acortarla de ninguna manera absurda, ya habría terminado.

—Quiero que
las dos
vayan —dijo la señora Dashwood—; estas objeciones son un disparate. Se entretendrán mucho en Londres, y más aún si están juntas; y si Elinor alguna vez condescendiera a aceptar de antemano la posibilidad de disfrutar, vería que en la ciudad podría hacerlo de innumerables maneras; incluso hasta podría agradarle la oportunidad de mejorar sus relaciones con la familia de su cuñada.

A menudo Elinor había deseado que se le presentase la ocasión de ir debilitando la confianza que tenía su madre en las relaciones entre ella y Edward, de manera que el golpe fuera menor cuando toda la verdad saliera a luz; y ahora, frente a esta acometida, aunque casi sin ninguna esperanza de lograrlo, se obligó a dar inicio a sus planes diciendo con toda la tranquilidad que le fue posible:

—Me gusta mucho Edward Ferrars y siempre me alegrará verlo; pero en cuanto al resto de la familia, me es completamente indiferente si alguna vez llegan a conocerme o no.

La señora Dashwood sonrió y no dijo nada. Marianne levantó la mirada llena de asombro, y Elinor pensó que habría sido mejor mantener la boca cerrada.

Tras dar vueltas al asunto muy poco más, se decidió finalmente que aceptarían plenamente la invitación. Al enterarse, la señora Jennings dio grandes muestras de alegría y les ofreció todo tipo de seguridades sobre su afecto y el cuidado que tendría de las jóvenes. Y no sólo ella estaba contenta; sir John se mostró encantado, porque para un hombre cuya mayor ansiedad era el temor a estar solo, agregar dos más a los habitantes de Londres no era algo de despreciar. Incluso lady Middleton se dio el trabajo de estar encantada, lo que para ella era salirse un poco de su camino habitual; en cuanto a las señoritas Steele, en especial Lucy, nunca habían estado más felices en toda su vida que al saber esta noticia.

Elinor se sometió a los preparativos que contrariaban sus deseos con mucho menos disgusto del que había esperado sentir. En lo que a ella concernía, ir o no a la ciudad ya no era asunto que le preocupase; y cuando vio a su madre tan plenamente contenta con el plan, y la dicha en el rostro, en la voz y el comportamiento de su hermana; cuando la vio recuperar su animación habitual e ir incluso más allá de lo que había sido su alegría acostumbrada, no pudo sentirse insatisfecha de la causa de todo ello y no quiso permitirse desconfiar de las consecuencias.

El júbilo de Marianne ya casi iba más allá de la felicidad, tan grande era la turbación de su ánimo y su impaciencia por partir. Lo único que la hacía recuperar la calma era sus pocos deseos de dejar a su madre; y al momento de partir su aflicción por ello fue enorme. La tristeza de su madre fue apenas menor, y Elinor fue la única de las tres que parecía considerar la separación como algo menos que eterna.

Partieron la primera semana de enero. Los Middleton las seguirían alrededor de una semana después. Las señoritas Steele seguían en la finca, que abandonarían solo con el resto de la familia.

CAPITULO XXVI

Al verse en el carruaje con la señora Jennings, e iniciando un viaje a Londres bajo su protección y como su huésped, Elinor no pudo dejar de cavilar sobre su propia situación: ¡tan breve era el tiempo que la conocían, tan poco compatibles en edad y temperamento, y tantas objeciones había levantado ella contra este viaje tan sólo unos días antes! Pero todas estas objeciones habían sucumbido, avasalladas ante ese feliz entusiasmo juvenil que tanto Marianne como su madre compartían; y Elinor, a pesar de sus ocasionales dudas sobre la constancia de Willoughby, no podía contemplar el arrobamiento de la maravillosa espera a que estaba entregada Marianne, desbordándole en el alma e iluminándole los ojos, sin sentir cuán vacías eran sus propias perspectivas, cuán falto de alegría su propio estado de ánimo comparado con el de ella, y cuán gustosamente viviría igual ansiedad que Marianne si con ello pudiese tener igual vivificante objetivo, igual posibilidad de esperanza. Pero ahora faltaba poco, muy poco tiempo, para saber cuáles eran las intenciones de Willoughby: con toda seguridad ya se encontraba en la ciudad. La ansiedad por partir que mostraba Marianne era clara señal de su confianza en encontrarlo allí; y Elinor estaba decidida no sólo a averiguar todo lo que pudiera sobre el carácter del joven, ya fuera a través de sus propias observaciones o de lo que otros pudieran informarle, sino también a vigilar su conducta hacia su hermana con atención tan celosa que le permitiera estar segura de lo que él era y de sus propósitos antes de que se hubieran reunido muchas veces. Si el resultado de sus observaciones fuera desfavorable, estaba decidida a abrirle los ojos a su hermana del modo que fuese; si no era así, la tarea que tendría por delante sería diferente: debería aprender a evitar las comparaciones egoístas y desterrar de ella todo pesar que pudiera menguar su satisfacción por la felicidad de Marianne.

El viaje duró tres días, y el comportamiento de Marianne durante todo el recorrido constituyó una buena muestra de lo que podría esperarse en el futuro de su deferencia y afabilidad hacia la señora Jennings. Guardó silencio durante casi todo el camino, envuelta en sus propias cavilaciones y no hablando casi nunca por propia voluntad, excepto cuando algún objeto de belleza pintoresca aparecía ante su vista arrancándole alguna expresión de gozo, que dirigía exclusivamente a su hermana. Para compensar esta conducta, sin embargo, Elinor asumió de inmediato el deber de cortesía que se había impuesto como tarea, fue extremadamente atenta con la señora Jennings, conversó con ella, se rió con ella y la escuchó siempre que le era posible; y la señora Jennings, por su parte, las trató a ambas con toda la bondad imaginable, se preocupó en todo momento de que estuvieran cómodas y entretenidas, y sólo la disgustó no lograr que eligieran su propia cena en la posada ni poder obligarlas a confesar si preferían el salmón o el bacalao, el pollo cocido o las chuletas de ternera. Llegaron a la ciudad alrededor de las tres de la tarde del tercer día, felices de liberarse, tras un viaje tan prolongado, del encierro del carruaje, y listas a disfrutar del lujo de un buen fuego.

La casa era hermosa y estaba hermosamente equipada, y de inmediato pusieron a disposición de las jóvenes una habitación muy confortable.

Había pertenecido a Charlotte, y sobre la repisa de la chimenea aún colgaba un paisaje hecho por ella en sedas de colores, prueba de haber pasado siete años en un gran colegio de la ciudad, con algunos resultados.

Como la cena no iba a estar lista antes de dos horas después de su llegada, Elinor quiso ocupar ese lapso en escribirle a su madre, y se sentó dispuesta a ello. Poco minutos después Marianne hizo lo mismo.

—Yo
estoy escribiendo a casa, Marianne —le dijo Elinor—; ¿no sería mejor que dejaras tu carta para uno o dos días más?

—No
le voy a escribir a mi madre —replicó Marianne apresuradamente, y como queriendo evitar más preguntas.

Elinor no le dijo nada más; en seguida se le ocurrió que debía estarle escribiendo a Willoughby y de inmediato concluyó que, sin importar el misterio en que pudieran querer envolver sus relaciones, debían estar comprometidos. Esta convicción, aunque no por completo satisfactoria, la complació, y continuó su carta con la mayor presteza. Marianne terminó la suya en unos pocos minutos; en extensión, no podía ser más de una nota; la dobló, la selló y escribió las señas con ansiosa rapidez. Elinor pensó que podía distinguir una gran W en la dirección, y acababa de terminar cuando Marianne, tocando la campanilla, pidió al criado que la atendió que hiciera llegar esa carta al correo de dos peniques. Con esto se dio por terminado el asunto.

Marianne seguía de muy buen ánimo, pero aleteaba en ella una inquietud que impedía que su hermana se sintiera completamente satisfecha, y esta inquietud aumentó con el correr de la tarde.

Apenas pudo probar bocado durante la cena, y cuando después volvieron a la sala parecía escuchar con enorme ansiedad el ruido de cada carruaje que pasaba.

Fue una gran tranquilidad para Elinor que la señora Jennings, por estar ocupada en sus habitaciones, no pudiera ver lo que ocurría. Trajeron las cosas para el té, y ya Marianne había tenido más de una decepción ante los golpes en alguna puerta vecina, cuando de repente se escuchó uno muy fuerte que no podía confundirse con alguno en otra casa. Elinor se sintió segura de que anunciaba la llegada de Willoughby, y Marianne, levantándose de un salto, se dirigió hacia la puerta. Todo estaba en silencio; no duró más de algunos segundos, ella abrió la puerta, avanzó unos pocos pasos hacia la escalera, y tras escuchar durante medio minuto volvió a la habitación en ese estado de agitación que la certeza de haberlo oído naturalmente produciría. En medio del éxtasis alcanzado por sus emociones en ese instante, no pudo evitar exclamar:

—¡Oh, Elinor, es Willoughby, estoy segura de que es él!

Parecía casi a punto de arrojarse en los brazos de él, cuando apareció el coronel Brandon.

Fue un golpe demasiado grande para soportarlo con serenidad, y de inmediato Marianne abandonó la habitación. Elinor también estaba decepcionada; pero, al mismo tiempo, su aprecio por el coronel Brandon le permitió darle la bienvenida, y le dolió de manera muy especial que un hombre que mostraba un interés tan grande en su hermana advirtiera que todo lo que ella experimentaba al verlo era pesar y desilusión. En seguida observó que para él no había pasado inadvertido, que incluso había mirado a Marianne cuando abandonaba la habitación con tal asombro y preocupación, que casi le habían hecho olvidar lo que la cortesía exigía hacia ella.

—¿Está enferma su hermana? —le preguntó.

Elinor respondió con algo de turbación que sí lo estaba, y luego se refirió a dolores de cabeza, desánimo y excesos de fatiga, y a todo lo que decentemente pudiera explicar el comportamiento de su hermana.

La escuchó él con la más intensa atención, pero, aparentando tranquilizarse, no habló más del asunto y comenzó a explayarse en torno a su placer de verlas en Londres, con las usuales preguntas sobre el viaje y los amigos que habían dejado atrás.

Así, de manera sosegada, sin gran interés por ninguna de las partes, siguieron hablando, ambos desalentados y con la cabeza puesta en otras cosas. Elinor tenía grandes deseos de preguntar si Willoughby se encontraba en la ciudad, pero temía apenarlo con preguntas sobre su rival; hasta que finalmente, por decir algo, le preguntó si había estado en Londres desde la última vez que se habían visto.

—Sí —replicó él, ligeramente turbado—, casi todo el tiempo desde entonces; he estado una o dos veces en Delaford por unos pocos días, pero nunca he podido volver a Barton.

Esto, y el modo en que fue dicho, de inmediato le recordó a Elinor todas las circunstancias de su partida de ese sitio, con la inquietud y sospechas que habían despertado en la señora Jennings, y temió que su pregunta hubiera dado a entender una curiosidad por ese tema mucho mayor de la que alguna vez hubiera sentido.

La señora Jennings no tardó en aparecer en la sala.

—¡Ay, coronel! —le dijo, con su ruidosa alegría habitual—, estoy terriblemente feliz de verlo… discúlpeme si no vine antes… le ruego me excuse, pero he tenido que revisar un poco por aquí y arreglar mis asuntos, porque hace mucho que no estaba en casa, y usted sabe que siempre hay un mundo de pequeños detalles que atender cuando uno ha estado alejada por un tiempo; y luego he tenido que ver las cosas de Cartwright. ¡Cielos, he estado trabajando como una hormiga desde la hora de la cena! Pero, cuénteme, coronel, ¿cómo fue a adivinar que estaría en la ciudad hoy día?

—Tuve el placer de escucharlo en la casa del señor Palmer, donde he estado cenando.

—¡Ah, así fue! Y, ¿cómo están todos ahí? ¿Cómo está Charlotte? Podría asegurarle que ya debe estar de un buen tamaño a estas alturas.

—La señora Palmer se veía muy bien, y me encargó decirle que de todas maneras la verá mañana.

—Claro, seguro, así lo pensé. Bien, coronel, he traído a dos jóvenes conmigo, como puede ver… quiero decir, puede ver sólo a una de ellas, pero hay otra en alguna parte. Su amiga, la señorita Marianne, también… como me imagino que no lamentará saber. No sé cómo se las arreglarán entre usted y el señor Willoughby respecto de ella. Sí, es una gran cosa ser joven y guapa. Bueno, alguna vez fui joven, pero nunca fui muy guapa… mala suerte para mí. No obstante, me conseguí un muy buen esposo, y vaya a saber usted si la mayor de las bellezas puede hacer más que eso. ¡Ah, pobre hombre! Ya lleva muerto ocho años, y está mejor así. Pero, coronel, ¿dónde ha estado desde que dejamos de vemos? ¿Y cómo van sus asuntos? Vamos, vamos, que no haya secretos entre amigos.

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