Read Roxana, o la cortesana afortunada Online

Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (9 page)

Él se apartó con mucho respeto y respondió que me lo agradecía humildemente y que le presentaría mis respetos a su Alteza, pero no podía aceptar ni un centavo, pues estaba seguro de que su Alteza se enfadaría tanto que no volvería a admitirle en su presencia, aunque le expresaría mi agradecimiento. Luego añadió:

—Os aseguro, señora, que disfrutáis del favor de mi señor, el príncipe de…, más de lo que creéis. Estoy convencido de que volveréis a tener noticias suyas.

Ahora empecé a comprenderle y decidí que, si su Alteza volvía a visitarme, no me pillaría de sorpresa si es que podía evitarlo. Así que le dije que, si su Alteza me hacía el honor de volver a ir a verme, esperaba que no lo hiciera tan de improviso como la vez anterior, y que le agradecería mucho que me avisara antes. Me respondió que estaba convencido de que, cuando su Alteza decidiera visitarme, lo enviaría a él primero para avisarme, y añadió que procuraría advertirme lo antes posible.

Después, volvió todavía varias veces a propósito de mi asignación, pues era necesario cumplir con ciertas formalidades para que pudiese cobrarla sin tener que solicitar cada vez el beneplácito del príncipe. No comprendí del todo los detalles de la operación, que tardó en llevarse a cabo más de dos meses, pero, en cuanto estuvo todo arreglado, el mayordomo pasó una tarde a verme y me dijo que su Alteza tenía pensado pasar esa noche a visitarme, aunque deseaba ser recibido sin ceremonias.

Preparé no sólo mis habitaciones, sino a mí misma, y me aseguré de que a su llegada no hubiera nadie en la casa, a excepción de su mayordomo y Amy. Le pedí al mayordomo que informara a su Alteza de que mi doncella era inglesa y no entendía ni una palabra de francés, y además era persona de confianza.

En cuanto entró en mi habitación, me arrojé a sus pies antes de que pudiera saludarme, y con palabras que había preparado de antemano, llenas de devoción y respeto, le agradecí su generosidad y la bondad que había demostrado con una pobre mujer desconsolada y oprimida por el peso de tan terrible desgracia, y me negué a levantarme hasta que me permitiera el honor de besarle la mano.


Levez vous done
[10]
—dijo el príncipe tomándome entre sus brazos—, tengo pensado haceros más favores que esta nadería. En el futuro encontraréis un amigo donde no lo buscasteis. Me propongo demostraron lo amable que puedo ser con alguien a quien tengo por la criatura más agradable de la tierra. —Yo llevaba una especie de medio luto, me había quitado el velo y, aunque todavía no llevaba cintas ni encajes, me había peinado de modo que me favoreciera todo lo posible, pues empezaba a comprender cuáles eran las intenciones del príncipe, que declaró que yo era el ser mas hermoso del mundo—. ¿Dónde he estado hasta ahora —dijo—, y qué mal me han servido, que hasta ahora nadie me había mostrado a la mujer más bella de Francia?

Aquél era el mejor modo de acabar con mi virtud, si hubiese tenido alguna, pues los continuos halagos me habían vuelto muy vanidosa y cada día estaba más enamorada de mí misma.

Después me dijo algunas cosas muy amables y se sentó a mi lado una hora o más. Luego se levantó, abrió la puerta de par en par, llamó al mayordomo por su nombre y exclamó:


A boire
[11]
!

Enseguida el mayordomo trajo una mesita cubierta con un hermoso mantel de damasco. Aunque era una mesa lo bastante pequeña para poder ser transportada entre las manos, colocó sobre ella dos botellas, una de champán y la otra de agua, seis bandejitas de plata y varios dulces en un servicio de porcelana fina, sobre un soporte de unos cincuenta centímetros de altura, debajo puso dos perdices asadas y una codorniz. En cuanto el mayordomo terminó de colocarlo todo, el príncipe le ordenó que se retirara y dijo:

—Y ahora permitidme cenar con vos. —Cuando se fue el mayordomo, me levanté y me ofrecí a servirle la comida a su Alteza, pero él se negó en redondo y exclamó—: No, mañana volveréis a ser la viuda del señor…, el joyero, pero esta noche seréis mi amada. Así que volved a sentaros y comed, o me levantaré yo mismo a serviros.

Pensé en llamar a mi doncella, pero no me pareció apropiado, así que me excusé y le respondí que, puesto que su Alteza no quería que nos sirviera su criado, imaginaba que tampoco desearía que lo hiciese mi doncella, y que, si me permitía a mí servirle, sería para mí un honor llenarle la copa de vino, pero una vez más no quiso ni oír hablar del asunto, así que nos sentamos a comer.

—Y ahora, señora —dijo el príncipe—, permitid que deje mi rango de lado y hablemos con la libertad con la que se hablan los iguales. Mi elevada posición os distancia de mí y os vuelve ceremoniosa. Sin embargo, vuestra belleza os eleva a tanta altura que debería hablaros como los amantes a sus amadas, aunque, como no conozco ese lenguaje, tendré que contentarme con deciros lo mucho que me agradáis, lo que me sorprende vuestra belleza y que tengo el propósito de haceros feliz y de ser feliz en vuestra compañía.

Me quedé un rato sin saber qué contestarle, me sonrojé, alcé la mirada y le respondí que ya me hacía muy feliz gozar del favor de una persona tan encumbrada y que lo único que quería de su Alteza era que me considerase infinitamente en deuda con él.

Después de comer, el príncipe me ofreció pasteles y, al ver que la botella estaba vacía, volvió a llamar a su mayordomo y le ordenó que quitase la mesa. El mayordomo se llevó los restos de comida, cambió el mantel por otro limpio y colocó la mesita en un rincón, con un elegante servicio de plata que debía de valer al menos unas doscientas
pistoles
. Luego volvió a llenar las botellas, las dejó sobre la mesa y se retiró con tanta presteza que comprendí que el hombre conocía muy bien su oficio y servía a la perfección los intereses de su amo.

Media hora más tarde, el príncipe me dijo que, puesto que un poco antes me había ofrecido a servirle, ahora me agradecería mucho que me tomase la molestia de escanciarle una copa de vino y llevársela en una bandeja con la botella de agua para mezclarla como le pareciese conveniente.

Con una sonrisa, me pidió que contemplara aquella bandeja, cosa que hice con gran admiración, pues era ciertamente muy hermosa.

—Ya veis —me dijo— que tengo intención de volver a disfrutar de vuestra compañía, pues mi criado dejará ese servicio de plata en vuestra casa para mi uso personal.

Le respondí que confiaba en que a su Alteza no le importara que careciese de lo necesario para recibir a una persona de su rango, que lo atendería lo mejor que pudiera y que me honraba infinitamente haber tenido el honor de recibir su visita.

Empezaba a hacerse tarde y él no tardó en darse cuenta.

—Pero —dijo— no puedo dejaros ahora. ¿No tendréis sitio donde alojarme por una noche?

Respondí que la hospitalidad que podía ofrecer a semejante huésped era muy humilde, y él replicó con una amable galantería que no resulta apropiado reproducir aquí y añadió que mi compañía lo compensaría de sobra.

Hacia la medianoche envió a su mayordomo a hacer un recado, después de informarle en voz alta de que tenía intención de pasar allí la noche. Poco después, el mayordomo le llevó una camisa de dormir, un par de zapatillas, dos gorros, una bufanda y una camisa, que el príncipe me entregó para que lo llevara todo a su habitación. Luego despidió a su criado, se volvió hacia mí y me pidió que esa noche le hiciera el honor de ser a la vez su chambelán y su ayuda de cámara. Yo sonreí y le repetí que para mí sería un honor servirle en cualquier ocasión.

Alrededor de la una de la mañana, le pedí permiso para retirarme, pensando que seguiría mi ejemplo, pero él captó la indirecta y me respondió:

—No voy a acostarme todavía. Os lo ruego, venid a verme luego. —Tardé un rato en desvestirme y ponerme otro vestido, que era una especie de
déshabillé
tan elegante, fresco y hermoso que el príncipe pareció sorprenderse—. Pensaba —dijo— que no podíais vestiros mejor de lo que lo habíais hecho antes, pero ahora —afirmó— estáis mil veces más encantadora, suponiendo que eso sea posible.

—Sólo me he puesto un vestido más cómodo, mi señor —respondí—, a fin de poder atender mejor a vuestra Alteza.

Me acercó a su lado.

—No podríais estar más encantadora —dijo sentándose en la cama—. Ahora seréis una princesa y sabréis lo que significa complacer al hombre más agradecido del mundo.

Me tomó en sus brazos… No puedo entrar en los detalles de lo que ocurrió después, pero el resultado fue que pasé toda la noche en su cama.

Si he contado esta historia con tantos pormenores ha sido para poner en evidencia los siniestros métodos que emplean los poderosos para corromper a las mujeres desdichadas, pues, aunque la pobreza y la necesidad son una tentación irresistible para los pobres, la vanidad y la grandeza son irresistibles para todos. Que un príncipe que había empezado siendo mi benefactor para convertirse después en un admirador, me hiciese la corte, alabara mi belleza y afirmara que era la mujer más hermosa de Francia y me tratase como alguien capaz de compartir el lecho de un príncipe, eran cosas que sólo podría resistir una mujer sin el menor vicio o vanidad. Y en mi caso, como ya se ha dicho, yo tenía tanto el uno como la otra.

VI

Ya no me amenazaba la pobreza, al contrario: era dueña de diez mil libras, aun antes de que el príncipe hiciera nada por mí. Si hubiese sido más decidida, si me hubiera mostrado menos complaciente y hubiese rechazado el primer ataque, me habría salvado. Pero yo había perdido ya mi virtud y el demonio, que había encontrado el modo de corromperme mediante una tentación, pudo dominarme con facilidad con otra, y acabé entregándome a una persona que, aunque de alto rango, era el hombre más tentador y complaciente que he conocido en toda mi vida.

Con el príncipe insistí en la misma formalidad que con mi caballero: me resistí a consentir la primera vez, pero el príncipe me respondió que los nobles no hacen la corte como los demás mortales, sino que emplean argumentos más poderosos, y añadió con muy nobles palabras que desistían antes que los demás por lo que había que complacerlos de inmediato. Dándome a entender, con mucha delicadeza, que, cuando una mujer lo rechazaba, no podía esperarla con importunidades y estratagemas, ni establecer un largo asedio, sino que los hombres como él entraban siempre a saco y, si se les rechazaba, no atacaban por segunda vez, y lo cierto es que me pareció razonable, pues habría sido indigno de su rango asaltar largo tiempo la constancia de una mujer y el riesgo de que se descubriesen sus devaneos era mayor que en el caso de los demás hombres.

Me di por satisfecha con su respuesta y le respondí a su Alteza que compartía su opinión sobre su modo de llevar a cabo los ataques, que sus argumentos me parecían irrebatibles, que nadie podría resistirse a una persona de su rango y su munificencia, y que sólo una virtud dispuesta al martirio podría oponérsele. Añadí que antes me había parecido imposible dejarme convencer, y en cambio ahora me parecía imposible lo contrario, que tanta bondad, unida a tanta grandeza, habría conquistado a una santa, y que no tenía más remedio que reconocer que me había vencido con un mérito infinitamente superior al de la conquista que había hecho.

Me respondió del modo mas halagador y me dijo muchas cosas amables que todavía hoy halagan mi vanidad, hasta que por fin me volví lo bastante orgullosa para creerle e imaginarme ser una digna amante de un príncipe.

Igual que yo le había concedido al príncipe el último favor y le había dado todas las libertades que es posible otorgar, él me dio permiso para tratarlo con toda libertad y pedirle todo lo que quisiera. Sin embargo, no le pedí nada con codicia, como si fuese una arribista interesada sólo en su dinero, sino que lo hice con tanta habilidad que, por lo general, siempre se anticipaba a mis peticiones. Lo único que me rogó fue que no me mudase de casa, tal como le había insinuado a su Alteza que tenía pensado, por no considerarla lo bastante buena para recibir sus visitas en ella. Por el contrario, afirmó que no encontraríamos en todo París una casa tan conveniente para albergar nuestro amor, pues daba a tres calles diferentes y estaba a cubierto de las miradas indiscretas, de modo que podía entrar y salir inadvertido. Y es que una de las salidas daba a un callejón estrecho y oscuro, que en realidad era un pasaje entre dos calles, y cualquiera que entrara o saliera por esa puerta sólo tenía que asegurarse de que nadie le siguiera por el callejón antes de entrar. Comprendí que su petición era muy razonable y, en consecuencia, le aseguré que no cambiaría de residencia, en vista de que a su Alteza no le parecía indigna de él.

También me pidió que no contratara más criados, ni comprara ningún carruaje, al menos por el momento, pues o bien la gente deduciría que había heredado una fortuna y me vería importunada por la impertinencia de los admiradores que acudirían atraídos por el dinero y por la belleza de la joven viuda y entorpecerían el curso de sus visitas, o bien pensaría que alguien me mantenía y moverían cielo y tierra para averiguar de quién se trataba, y tendría espías acechándole cada vez que entrara o saliera de mi casa a quienes sería imposible engañar, y pronto sería la comidilla de todos los salones de París que el príncipe de… había tomado como amante a la viuda del joyero.

Nada pude alegar ante motivos tan justificados, y no me recaté en decirle a su Alteza que, ya que se había rebajado a hacerme suya, le debía todas las satisfacciones posibles, que estaba a su disposición, y que seguiría todos los consejos que tuviese a bien darme para evitar las intromisiones ajenas, y que, si así lo deseaba, me quedaría siempre en casa y anunciaría que había tenido que ir a Inglaterra a atender los asuntos de mi marido y que no se esperaba mi regreso hasta al cabo de un año o dos. Mi propuesta le satisfizo mucho, aunque declaró que de ningún modo toleraría un confinamiento que acabaría perjudicando mi salud, por lo que prefería que alquilase una casa de campo en algún pueblo lejos de la ciudad, donde nadie me conociera, y fuese allí de vez en cuando a airearme un poco.

A mí no me importaba encerrarme en casa y le expliqué a su Alteza que ningún lugar sería una prisión si podía disfrutar de sus visitas, así que rechacé la oferta de la casa de campo, que habría supuesto tener que alejarme de él y disfrutar menos de su compañía, e hice que lo dispusieran todo para que la casa pareciera cerrada. Amy se dejaba ver de vez en cuando y, si alguno de los vecinos o alguna criada le preguntaba por mí, respondía en francés macarrónico que había partido a Inglaterra para atender los asuntos de mi marido, y aquella explicación no tardó en conocerse en todo el barrio. Debo decir que los habitantes de París, y sobre todo las mujeres, son los chismosos más curiosos e impertinentes del mundo respecto a la conducta de sus vecinos, aunque no hay en todo el universo mayores intrigantes que ellos, y tal vez sea ése precisamente el motivo, pues es un hecho conocido y demostrado que:

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