Le dije que tenía muchos motivos para estar satisfecha, viendo lo bueno que era conmigo y que me había dado esperanzas de recuperarme de las peores circunstancias en que nunca se había visto mujer alguna; que, aunque no lo creyese, sus palabras habían servido para devolverme la vida y que era como si hubiesen resucitado a un moribundo al borde de la tumba; que aún no había pensado en cómo corresponderle debidamente y que lo único que podía decirle era que no lo olvidaría mientras viviese y que siempre estaría dispuesta a agradecérselo.
Él respondió que eso era cuanto deseaba de mí, que su recompensa sería tener la satisfacción de haberme rescatado de la miseria, que le parecía muy noble por mi parte que fuese tan agradecida, que se ocuparía de facilitarme la vida, siempre que estuviese en su mano, y que, entretanto, fuese pensando en cualquier cosa que me pareciese necesaria para mi comodidad.
Cuando terminamos de hablar, volvió a pedirme que no me desanimara.
—Vamos —dijo—, dejemos a un lado estas cosas tan melancólicas y disfrutemos de la cena.
Amy sirvió la mesa y sonrió y rió y se alegró tanto que apenas pudo contenerse, pues la muchacha me tenía mucho afecto, y era tan insólito que alguien le hablase a su señora que la pobre casi estaba fuera de sí. En cuanto terminamos de cenar, Amy corrió al piso de arriba, se puso sus mejores galas y bajó vestida como una señora.
Pasamos el resto del día hablando de un millar de cosas, de lo que había sido y de lo que iba a ser, y al atardecer el casero se despidió con muchas muestras y expresiones de bondad, ternura y auténtico afecto, pero no pidió nada de lo que había sugerido Amy.
Al marcharse, me abrazó, insistió en la honestidad de sus intenciones, me dijo un montón de cosas amables, que ahora no recuerdo, y, después de besarme al menos veinte veces, me puso una guinea en la mano y afirmó que era para garantizar mi manutención de momento y que volveríamos a vernos. Antes de salir, le dio también media corona a Amy.
Cuando se marchó, le dije a Amy:
—Bueno, ¿te convences ahora de que es un amigo sincero y honrado y de que no ha insinuado nada de lo que tú imaginabas?
—Sí —respondió ella—, admito que no puedo estar más sorprendida. Es un amigo de los que no abundan.
—Estoy convencida —dije— de que es el amigo que tanto tiempo he esperado y que necesitaba más que a nadie en el mundo.
Y, en suma, me quedé tan abrumada por aquel consuelo que me senté y estuve un buen rato llorando de alegría, igual que antes había llorado de pena. Esa noche Amy y yo nos fuimos a dormir (pues Amy dormía conmigo) muy temprano, aunque estuvimos hablando casi toda la noche. La chica estaba tan extasiada que se levantó dos o tres veces en plena noche y bailó por el dormitorio en camisón. Estaba en suma medio loca de alegría, una prueba más del caluroso afecto que sentía por su señora y en el que ninguna otra criada la aventajaba.
No supimos nada de él en dos días, pero al tercero volvió y me dijo con la misma amabilidad que había encargado unas cuantas cosas para amueblar la casa, y que en particular iba a devolverme todo lo que me había embargado para cobrar la renta, lo que incluía las mejores piezas de mi antiguo mobiliario.
—Y ahora —dijo— os diré lo que se me ha ocurrido para que podáis procuraros el sustento, y es que, una vez amueblada la casa, alquiléis habitaciones a los nobles que vienen en verano a la ciudad. De ese modo podréis ganar un buen dinero, sobre todo teniendo en cuenta que no tendréis que pagarme alquiler en dos años, ni tampoco después, a menos que podáis permitíroslo.
Era mi primera oportunidad de vivir cómodamente, y debo admitir que me pareció muy factible, teniendo en cuenta que contábamos con una casa muy cómoda de tres plantas con seis habitaciones por piso. Mientras me explicaba su proyecto, llegó a la puerta un carro cargado de bártulos con un tapicero para repararlos. Eran sobre todo los muebles de dos habitaciones que se había llevado en concepto de alquiler: dos hermosos bargueños, varios espejos de cuerpo entero del salón y otras cosas valiosas.
Todo fue devuelto a su lugar y me dijo que me lo devolvía de buen grado en compensación por su crueldad anterior y, una vez colocados los muebles en la habitación, añadió que él mismo amueblaría otra sala y que, con mi permiso, se convertiría en uno de mis huéspedes.
Le respondí que no tenía por qué pedirme permiso y que tenía todo el derecho del mundo a ser bienvenido. Así la casa empezó a tener un aspecto limpio y habitable. También el jardín, después de quince días de trabajo, había dejado de parecer una jungla y me pidió que colgara un cartel de «Se alquilan habitaciones», y le reservara una para que él pudiera ir siempre que lo considerase conveniente.
Una vez colocados los muebles a su gusto, se marchó el tapicero y cenamos otra vez a sus expensas. Después de la cena me cogió de la mano y me dijo (pues se le había metido en la cabeza volver a verlo todo):
—Ahora, señora, debéis enseñarme vuestra casa.
—No, señor —respondí—, pero, si lo deseáis, os mostraré con gusto la vuestra.
Y así recorrimos todas las habitaciones y en la que estaba reservada para él encontramos a Amy ocupada en alguna tarea doméstica.
—Bueno, Amy —dijo—, mañana por la noche tengo intención de acostarme contigo.
—Esta noche, señor —dijo Amy con mucha inocencia—, vuestra habitación estará preparada.
—Vaya, Amy —dijo él—, me alegra que estés tan dispuesta.
—No —dijo Amy—, decía que vuestra habitación estará preparada esta noche. —Y salió de la habitación muy avergonzada, pues, por mucho que me hubiera dicho en privado, la chica carecía de malicia.
En cambio él no dijo nada. Cuando Amy se fue, estuvo paseando por la habitación y, mirándolo todo, me cogió de la mano, me besó y me dijo muchas cosas amables y afectuosas, sobre lo mucho que había hecho por mi bien y lo que haría para que volviera a ascender en sociedad. Me contó que todas mis aflicciones y el valor que había demostrado al soportarlas hasta aquel extremo le habían impresionado tanto que me valoraba infinitamente más que a cualquier otra mujer, que aunque sus compromisos le impedían casarse conmigo (se había separado de su mujer por razones que sería demasiado largo mezclar con mi historia), iba a ser todo lo que una mujer podía pedir de un marido, y volvió a besarme y me abrazó, aunque no me hizo ninguna proposición indecorosa, y dijo que esperaba que no le negase ningún favor que pudiera pedirme, pues había decidido no pedirme nada que no pudiese conceder una mujer de virtud y modestia probadas como yo era.
Confieso que el terrible apremio de mi antigua miseria, cuyo recuerdo seguía pesando mucho en mi imaginación, y la sorprendente bondad que el casero me había manifestado, unidos a la esperanza de lo que todavía podía hacer por mí, eran muy poderosos y apenas me dejaban fuerzas para negarle cualquier cosa que pidiera. No obstante, le respondí con mucha ternura que había hecho tanto por mí que esperaba no tener que negarle nada, aunque confiaba en que no aprovechase la ventaja de las infinitas obligaciones que había contraído con él para pedirme algo cuya concesión pudiera rebajarme más en su estimación de lo que él mismo desearía, que lo tenía por un hombre de honor y por ello sabía que no querría que hiciera nada que fuese indigno de una mujer honrada y bien educada.
Me dijo que había hecho todo aquello sin aludir siquiera al verdadero afecto que sentía por mí, que no tendría necesidad de concederle nada por falta de comida y que no abusaría de mi gratitud más de lo que habría abusado antes de mi necesidad, ni pediría nada dándome a entender que pondría fin a sus favores, o retiraría su amabilidad, si se lo negaba. Era cierto, dijo, que ahora podía decirme con mayor libertad que antes lo que pensaba, en vista de que le había dado a entender que aceptaba su ayuda y que comprendía que su deseo de servirme era sincero, que había llegado hasta allí para demostrarme que era buena persona, pero que ahora podía decirme que me amaba y que su amor era honorable y que tan sólo aspiraba a lo que él podía pedir y yo conceder con decoro.
Respondí que, dentro de esas dos limitaciones, estaba segura de no poder negarle nada, y que no sólo me tendría por desagradecida, sino por injusta, si lo hiciese. Él no dijo nada, pero noté que me besaba más a menudo y me abrazaba de un modo tan familiar que, una o dos veces, me recordó las palabras de Amy. Y, sin embargo, tengo que reconocer que estaba tan abrumada por sus atenciones y por todo lo que había hecho que no sólo me sentía cómoda con él y no me resistía, sino que me sentía inclinada a hacer cualquier cosa que me ofreciera hacer. No obstante, no llegó más lejos y ni siquiera me pidió que me sentase junto a él en la cama, sino que hizo ademán de marcharse, afirmó que me amaba tiernamente y aseguró que pronto me daría pruebas que fuesen de mi entera satisfacción. Yo le dije que tenía muchos motivos para creerle, que era el dueño de aquella casa y de mí misma, dentro de los límites de los que habíamos hablado, y que estaba segura de que no los quebrantaría, y le pregunté si no quería quedarse esa noche.
Respondió que no podía, pues unos negocios lo reclamaban en Londres, pero añadió con una sonrisa que volvería al día siguiente y se alojaría una noche en mi casa. Yo insistí en que se quedara y le dije que me gustaría que un amigo tan inapreciable compartiera mi mismo techo, y de hecho empecé a sentir por él no sólo agradecimiento, sino también amor de un modo hasta entonces desconocido para mí.
Que ninguna mujer subestime la tentación que es, para cualquier espíritu justo y agradecido, verse generosamente librado de las dificultades. Aquel caballero me había salvado, libre y voluntariamente, de la miseria, la pobreza y los harapos. Me había hecho lo que era, me había dado la oportunidad de ser aún más y de vivir contenta y feliz, y yo dependía de su generosidad. ¿Qué podía decirle a aquel caballero cuando me apremiara para que aceptara complacerle y argumentase que era justo? Pero todo a su tiempo.
Volví a insistirle para que se quedase y le dije que era la primera noche totalmente feliz que había pasado en aquella casa en toda mi vida y que lamentaría mucho tener que pasarla sin su compañía, que al fin y al cabo era la causa y el fundamento de dicha felicidad. Afirmé que nos divertiríamos inocentemente, pero que no podría hacerlo sin él, y en suma le insistí tanto que dijo que no podía negarse. No obstante, afirmó que cogería su caballo e iría a Londres a cerrar un negocio que tenía que hacer allí, que al parecer consistía en pagar una letra que vencía esa noche y de lo contrario le sería devuelta, y volvería en tres horas como mucho y cenaría conmigo. Sin embargo, me pidió que no preparase nada, puesto que, ya que quería pasar un rato alegre, que era lo que él deseaba por encima de todo, enviaría algo de Londres y celebraríamos un banquete nupcial. Y con esas palabras me estrechó entre sus brazos y me besó con tanta vehemencia que no me cupo duda de que pretendía justo lo que había dicho Amy.
Me sorprendí un poco al oír la palabra «nupcial».
—¿Qué queréis decir al emplear esa palabra? —dije—. Cenaremos, pero lo otro es imposible, tanto por vuestra parte como por la mía.
Él se rió.
—Bueno —dijo—, llamadlo como queráis, aunque será la misma cosa y ya veréis cómo no es tan imposible como decís.
—No os comprendo —repuse—. ¿Acaso no tengo yo un marido y vos una esposa?
—Bueno, bueno —dijo él—, ya hablaremos de eso después de la cena. —Y se levantó, me dio otro beso y montó en su caballo rumbo a Londres.
Confieso que aquella conversación me encendió la sangre y no supe qué pensar. Ahora estaba claro que tenía intención de acostarse conmigo, pero no alcanzaba a entender cómo pensaba reconciliarlo con algo legal como el matrimonio. Ambos habíamos tratado a Amy con tanta familiaridad y le habíamos confiado todo, en vista de sus inapreciables muestras de fidelidad, que él no se recataba en besarme y decirme todas aquellas cosas en su presencia, y creo que tampoco le habría importado lo más mínimo, si le hubiese permitido acostarse conmigo, que Amy hubiera estado presente toda la noche.
Cuando se marchó, le pregunté a Amy:
—Bueno, ¿en qué quedará todo esto? Me ha dejado muy preocupada.
—Vamos, señora —dijo Amy—, yo sé lo que ocurrirá. Que esta noche habré de meteros a los dos en la misma cama.
—¡No irás a ser tan sinvergüenza de tener tanto descaro! —exclamé.
—Pues claro —respondió—, y de todo corazón, y ambos me pareceríais las personas más decentes que he visto jamás.
—¿Cómo te atreves a hablar así, mujerzuela? —dije—. ¡Decente! ¿Cómo va a ser eso decente?
—Os lo diré, señora —dijo Amy—, lo imaginé en cuanto lo vi, os llama viuda, y eso sois sin duda, pues hace ya tantos años que se marchó el señor que sin duda debe de haber muerto, al menos para vos. Ya no es vuestro marido, sois, y deberíais ser, libre de casaros con quien gustéis y, puesto que la mujer de él también lo ha abandonado y se niega a compartir su lecho, es como si también volviera a ser soltero. Y, aunque las leyes no puedan uniros, ya que una se niega a cumplir con su deber de esposa y el otro con el de marido, ciertamente podéis uniros sin ningún reparo.
—No, Amy —objeté—, aunque, si pudiera hacerlo, puedes estar segura de que lo escogería entre todos los hombres del mundo. Cuando me dijo que me amaba se adueñó de mi corazón, ¿cómo iba a ser de otro modo?, si pienso en la situación en que me encontraba antes, despreciada y pisoteada por todo el mundo. Podría abrazarlo y besarlo con tanta libertad como él a mí, pero me da vergüenza.
—Sí —respondió Amy al oírme—, deberíais hacer todo lo que él os pida. No veo cómo vais a negarle nada. ¿Acaso no os ha arrancado de las garras del demonio? ¿No os ha sacado de la más negra miseria a la que se vio reducida jamás una dama? ¿Puede una mujer negarle algo a un hombre así?
—No, no sé qué hacer, Amy —dije—, espero que no desee nada semejante de mí, espero que no lo intente. Si lo hace, no sé qué le diré.
—No lo dudéis, señora —dijo— os lo pedirá y vos accederéis a sus deseos. Estoy segura de que mi señora no es ninguna estúpida. Vamos, señora, os lo ruego, dejad que os busque un camisón limpio, no querréis llevar ropa sucia en vuestra noche de bodas.
—Te tengo por una mujer muy decorosa, Amy —dije—, pero acabaré cogiéndote odio. Haces de abogado del diablo como si fueses uno de sus consejeros.
—No se trata de eso, señora, no digo sino lo que pienso. Vos misma admitís que amáis a este caballero, que os ha dado pruebas suficientes del afecto que siente por vos. Vuestra situación es igual de desdichada, y él es de la opinión de que, ya que su esposa ha quebrantado sus votos, es libre de tomar a otra mujer y mantenerla. Aunque las leyes no le permitan volver a casarse, puede tomar a otra mujer en sus brazos, siempre que la respete como a una esposa. Es más, a él le parece normal y tolerado por las costumbres de aquí y de otros muchos países extranjeros. Y debo admitir que soy de la misma opinión. De lo contrario, cualquier prostituta podría privar a su marido, después de engañarlo y abandonarlo, del placer y la comodidad de tener una mujer todos los días de su vida, lo que sería muy poco razonable e inaceptable para casi todo el mundo. Y lo mismo ocurre con vos, señora.