¡Oh!, si pudiésemos oír ahora los reproches que se hizo después aquel gran hombre, cuando se cansó de su admirada criatura y se hartó de su vicio, qué provechosos serían para el lector de esta historia. Y aún habrían sido mucho más amargos si hubiera sabido la triste historia del papel que yo había desempeñado hasta entonces en el mundo. Pero ya volveré a eso más tarde.
Viví casi tres años en aquella especie de alegre retiro, y en ese tiempo ningún amor semejante se vio nunca tan exaltado, la munificencia del príncipe no tenía límites y no podía darme más, ni para vestir, ni para comer ni beber, de lo que me dio desde el primer momento.
A partir de entonces, empezó a regalarme dinero con frecuencia y en abundancia. Cien
pistoles
las más de las veces, y nunca menos de cincuenta. Y debo hacerme justicia al decir que siempre me mostré reticente a aceptarlo y no ávida y avariciosa. No es que mi temperamento no fuese codicioso, ni que dejara de darme cuenta de que aquélla era mi cosecha, que más me valía recoger porque no duraría mucho, sino que su generosidad siempre se anticipaba a mis expectativas e incluso a mis deseos, y me daba el dinero con tanta prodigalidad que era como si me cubriera literalmente con él sin que tuviera ocasión de pedírselo. Así que, antes de que pudiera gastar cincuenta
pistoles
, él me había dado ya cien.
Cuando llevaba casi un año y medio en sus brazos, quedé encinta. No le dije nada hasta estar segura de que no me engañaba, y una mañana en que estábamos en la cama le dije:
—Mi señor, dudo de que vuestra Alteza no se haya parado a pensar en lo que sucedería si tuviese el honor de quedar encinta de vos.
—Desde luego, amiga mía, si tal cosa ocurriera, podríamos tenerlo. Espero que eso no os preocupe.
—No, mi señor —dije—, me consideraría muy afortunada si pudiera daros un hijo, y esperaría verlo convertido en teniente general del ejército de su majestad, gracias al interés de su padre y a sus propios méritos.
—Podéis creer, querida —respondió—, que si tal cosa llegara a suceder, no me negaría a reconocerlo como hijo mío, aunque fuese, como suele decirse, un hijo natural; y nunca lo despreciaría o desatendería por el afecto que siento por su madre.
Luego empezó a importunarme, para saber si era así, pero yo me negué a confirmárselo hasta que pude darle la satisfacción de saberlo por sí mismo, por los movimientos del niño que llevaba dentro.
Aquel descubrimiento lo llenó de alegría, pero insistió en que ahora se hacía completamente necesario que abandonara mi confinamiento, que —según afirmó— había observado sólo por su causa, y alquilara una casa en el campo, tanto por mi salud como por garantizar la discreción hasta el momento del parto. A mí no me gustó mucho la idea, pero el príncipe, que era un hombre de mundo, tenía, al parecer, varias casas así, que debía de utilizar en ocasiones parecidas. Así que dejó todo en manos de su mayordomo, que me proporcionó una casa muy cómoda a unos seis kilómetros al sur de París, en el pueblo de…, donde dispuse de unas habitaciones agradables, hermosos jardines y todo género de cosas a mi entera satisfacción. Tan sólo hubo una que me disgustó, y es que enviaron a una vieja a cuidar de la casa y para que preparase todo lo necesario para el parto y el viaje.
Aquella mujer me disgustaba porque tenía la impresión de que me espiaba o (como me asustaba a veces imaginar) de que la habían enviado para despacharme de este mundo aprovechando la ocasión del parto. De modo que cuando, al cabo de pocos días, su Alteza acudió a verme, aproveché para quejarme de lo de la vieja, y con mucha labia y a fuerza de razonamientos lo persuadí de que no resultaba conveniente, de que era arriesgado por su parte y de que acabaría por descubrirnos a ambos. Además le aseguré que mi criada, al ser inglesa, ignoraba quién era su Alteza, a quien yo siempre me refería como «el conde de Clerac», y eso era lo único que sabría nunca de él. Añadí además que, si me permitía elegir a mis criados, todo estaría tan bien organizado que ninguno sabría quién era y nadie llegaría a ver siquiera su rostro, y, en cuanto al reconocimiento del niño, su Alteza, que había estado solo en el momento de su concepción, podría, si así lo deseaba, estar presente en la habitación, sin necesidad de testigos.
Aquel discurso le satisfizo totalmente y ordenó a su mayordomo que despidiera a la vieja ese mismo día y, sin la menor dificultad, envié a Amy a Calais, y de allí a Dover, donde contrató a una comadrona y una enfermera inglesas para cuidar de una señora inglesa de alcurnia, tal como me llamó, los cuatro meses siguientes. Acordó pagarle a la comadrona quinientas guineas y los gastos de traslado hasta París y de vuelta a Dover. La pobre mujer que iba a ser mi enfermera recibió veinte libras, aparte de los gastos para el viaje.
Me alegré mucho cuando volvió Amy porque junto con la comadrona trajo a una mujer muy maternal que era su ayudante y resultó ser muy amable y servicial. Amy habló también con un médico de París, por si necesitábamos sus servicios. Una vez estuvo todo dispuesto, el conde, pues así lo llamábamos todos en público, vino a verme con tanta frecuencia como yo habría podido desear y siguió mostrándose tan extraordinariamente amable como hasta entonces. Un día estábamos conversando sobre mi estado y le dije que, aunque todo estaba previsto, tenía la extraña aprensión de que moriría al dar a luz.
Él sonrió.
—Eso mismo dicen todas las mujeres, amiga mía, cuando están encintas.
—En todo caso, mi señor —repuse—, justo es asegurarse de que no se pierdan los presentes que me habéis hecho de forma tan generosa. Y saqué de mi regazo un papel doblado, pero no sellado, y se lo leí. En él disponía que, en caso de que sucediera una desgracia, mi doncella se encargase de devolverle a su Alteza toda la plata, las joyas y los muebles que me había dado, y le entregara de inmediato las llaves a su mayordomo.
Luego le recomendé que le diese cien
pistoles
a Amy cuando le hiciese entrega de las llaves, como se ha dicho, a su mayordomo y que éste le firmase un recibo.
—Mi querida niña —dijo tomándome entre sus brazos al ver aquello—, ¿así que habéis hecho testamento y dispuesto de todos vuestros bienes? Y, decidme, ¿a quién habéis nombrado vuestro heredero universal?
—Lo he hecho sólo para hacer justicia a vuestra Alteza, en caso de mi muerte —respondí—, y ¿a quién iba a dejarle todas las cosas valiosas que he obtenido de vuestras manos, como testimonios de vuestro favor y generosidad, sino a quien tuvo a bien regalármelas? Si el niño viviera, no dudo de que vuestra Alteza obraría como es debido y estoy convencida de que sabréis cómo orientarle.
Vi que eso le alegraba mucho.
—He abandonado a todas las mujeres de París por vos —dijo—, y desde el momento en que os conocí he vivido sólo para comprobar que merecéis todo lo que un hombre de honor pueda hacer por una mujer. No tengáis cuidado, amiga mía, espero que no muráis, pero todo lo que tenéis es vuestro y podéis hacer con ello lo que os plazca.
Me faltaban sólo dos meses para dar a luz y pasaron muy deprisa. Llegado el momento, dio la feliz casualidad de que él estaba en la casa, por lo que le pedí que se quedara unas horas más, a lo que él accedió. Invitaron a su Alteza a entrar en la habitación, si así lo deseaba, tal como yo le había ofrecido, y, como quería que estuviera presente, mandé que le dijeran que trataría de gritar lo menos posible para no molestarle. El entró en la habitación y me pidió que tuviera valor, pues pronto terminaría todo, y volvió a salir. Y, al cabo de una media hora, Amy le comunicó la noticia de que había dado a luz a un precioso niño. El príncipe le entregó diez
pistoles
por la noticia, esperó a que todo estuviese dispuesto y luego volvió a entrar en la habitación, me felicitó y habló con amabilidad y miró al niño, luego se marchó y regresó al día siguiente a visitarme.
Desde entonces, cuando rememoro todas estas cosas con ojos no velados por el crimen, cuando veo mi pecado bajo una luz más clara y con sus verdaderos colores, sin estar cegada por las apariencias brillantes que me deslumbraron en aquel momento, y cuando, como les ha ocurrido también a otros, vuelvo a ser dueña de mi misma, me he preguntado a menudo con qué placer o satisfacción podía contemplar el príncipe a aquel pobre niño inocente, que, aunque era suyo y por tanto podía inspirarle cierto afecto, debía recordarle siempre su falta y, lo que es peor, llevaría encima, de forma inmerecida, la eterna marca de la infamia, por la que siempre se le reprocharía la locura de su padre y la maldad de su madre. Para los grandes el mantenimiento de los hijos naturales, o bastardos, no supone ninguna carga: ése es el principal motivo de aflicción en otros casos, en los que no es posible garantizar su subsistencia sin recurrir a la fortuna de la familia. En esos casos, o sufren los hijos legítimos, lo que resulta antinatural, o la desdichada madre del niño ilegítimo tiene la terrible desgracia de ver cómo la echan a la calle con su hijo para morir de hambre, o cómo envían al niño, a cambio de una cantidad irrisoria, con una de esas mujeres verdugo, que, como suele decirse, les quita el problema de las manos, es decir, los matan de hambre y acaban asesinándolos. Los grandes, digo, se libran de esa carga porque siempre pueden sufragar los gastos de su descendencia ilegítima, haciendo pequeñas contribuciones al banco de Lyon o al Ayuntamiento de París, y estableciendo que dichas sumas se dediquen a sufragar los gastos que ellos consideren convenientes.
Así, en el caso de aquel hijo mío, mientras el príncipe y yo seguimos haciendo buenas migas, no fue necesario establecer ninguna disposición para asegurar el mantenimiento del niño o su nodriza, pues me dio más que suficiente para ambas cosas, pero después, cuando el tiempo y cierta circunstancia particular pusieron fin a nuestra relación, como ocurre siempre con estas cosas, que siempre acaban bruscamente, descubrí que había asignado al niño una pensión, en forma de renta anual, en el banco de Lyon, que bastaba para asegurar su educación, aunque de forma privada, como digno descendiente de su padre, aunque a mí se me dejara de lado y el niño no supiera nada de su madre hasta hoy como se contará más tarde.
Pero por volver a la observación que estaba haciendo, que espero pueda ser de utilidad a quienes lean mi historia, me maravillaba ver a aquella persona tan feliz con el nacimiento del niño, pues pasaba mucho rato sentado contemplándolo muy serio, y en particular reparé en que le gustaba mirarlo cuando estaba dormido.
Lo cierto es que era encantador y tenía una vivacidad muy poco habitual en un niño tan pequeño, y el príncipe afirmaba a menudo que el crío tenía algo fuera de lo común y que no dudaba de que llegaría a ser un gran hombre.
Me costaba mucho oírle hablar así y, aunque sus palabras me complacieran secretamente, me afectaban de tal modo que no podía contener los suspiros y a veces las lágrimas. Hubo una vez en particular en que me afectó de tal manera que no pude ocultárselo y, cuando vio las lágrimas corriendo por mis mejillas, se conmovió tanto que tuve que hablarle con franqueza:
—Me apena mucho, mi señor —dije—, pensar que, por muchos que sean los méritos de esta pequeña criatura, tendrá siempre una barra de bastardía en su escudo. El desastre de su nacimiento será siempre no sólo una mancha en su honor, sino un obstáculo para hacer fortuna en el mundo; nuestro afecto será siempre su aflicción y el crimen de la madre, el reproche del hijo. Ni los actos más gloriosos podrán borrar esa mancha y, si vive para tener una familia, la infamia pasará incluso a su inocente descendencia.
El príncipe se quedó pensativo y luego me confesaría muchas veces que lo había impresionado mucho más de lo que me dio a entender entonces, aunque en aquel momento zanjó la cuestión diciéndome que esas cosas eran inevitables, que servían de acicate al espíritu de los hombres valientes, les inspiraban principios caballerescos y les empujaban a cometer acciones valerosas. Y que, aunque pudiera ser cierto que la ilegitimidad llegase a mancillar su nombre, la virtud personal ponía a un hombre de honor por encima de un nacimiento reprochable, pues quien no había participado en el crimen no tenía por qué preocuparse de la mancha y, si sus méritos lo ponían fuera del alcance del escándalo, su fama borraría el recuerdo de su origen. Añadió que era frecuente que los hombres de alcurnia cometieran aquellos deslices, y por eso el número de hijos naturales era tan grande, pero por lo general se ocupaban de su educación y muchos de los hombres más importantes del mundo tenían una barra de bastardía en su escudo, sin que eso tuviera consecuencias para ellos, sobre todo cuando su fama empezaba a crecer y estaba basada en sus propios méritos, y después me enumeró algunas de las familias más importantes de Francia e Inglaterra.
Aquel asunto fue a menudo nuestro tema de conversación, pero un día yo fui más lejos y desvié la conversación del futuro que esperaba a nuestro hijo y aludí a los reproches que podría hacernos a nosotros, sus progenitores, y, como me expresé con cierto acaloramiento, él se impresionó más de lo que yo pretendía. Por fin me dijo que le había hablado casi como un confesor y que tal vez estuviera predicando una doctrina más peligrosa de lo que nos gustaría tanto a él como a mí.
—Pues, mi querida amiga, si alguna vez hablamos de arrepentimiento, tendremos que hablar también de separarnos.
Si antes las lágrimas habían corrido por mis mejillas, ahora me volví inconsolable y mi aspecto le convenció sobradamente de que nunca había pensado en llegar tan lejos y de que no podía siquiera pensar en separarme de él.
Me dijo muchas cosas amables dignas de su grandeza y, quitándole importancia a nuestro crimen, añadió que él tampoco podría separarse de mí. De modo que puede decirse que, incluso en contra de nuestra conciencia y convicción, decidimos seguir pecando. De hecho, el cariño que sentía por el niño era un lazo muy fuerte, pues lo quería mucho.
Dicho niño llegó a ser un hombre notable. Primero fue oficial de la guardia
du Corps
de Francia, luego coronel de un regimiento de dragones en Italia, y en muchas ocasiones demostró ser digno hijo de su padre, merecedor de un nacimiento legítimo y de una madre mejor, como contaré más adelante.
Creo que puedo decir que vivía como una reina, o, si debo admitir que mi condición seguía siendo la de una prostituta, diré que estaba convencida de ser la reina de las prostitutas, pues nunca mujer alguna fue más apreciada ni cuidada por un hombre de semejante rango en calidad de amante. Yo tenía, sin duda, un defecto que normalmente no puede reprochárseles a las mujeres en dichas circunstancias: no ansiaba nada de él, nunca en toda mi vida le pedí nada, ni permití que nadie me utilizara, como les ocurre a menudo a las amantes, para pedir favores para otros. Su generosidad siempre me impidió lo primero y mi estricto retiro lo segundo, cosa que me benefició a mí tanto como a él.