Cuando nos despedimos tenía la certeza de que se encaminaría al Efemérides. Haber sido sumiso durante su existencia no lo había librado de la soledad de una pensión. Pero sin duda eso le daba igual, iba en busca de charla y compañía y allí la encontraba. No andaba autocompadeciéndose ni se había marcado una meta mundana. Para seguir su camino no le hacía falta sublimar lo cotidiano, ni creía en las propiedades miríficas de comprarse una casa con jardín.
Aquella noche no conseguí dormir bien. Los sueños agitados se sucedían. Mis jóvenes compañeras de gimnasio lograban milagrosamente atrapar al violador. Lo castraban en el vestuario, de manera violenta, frente a mí que no podía reaccionar. Luego me pedían que hiciera desaparecer sus órganos sanguinolentos. Yo los metía en una bolsa de deporte y me paseaba por la ciudad sin saber qué hacer con ellos. Por fin tenía la idea genial de enterrarlos en el jardín y los sometía a un triturado con máquina en la cocina. Cuando no eran más que una inmunda hamburguesa vergonzante, salía al patio y abonaba los inánimes geranios que, de pronto, empezaban a crecer.
A las diez me esperaba una buena papeleta que afrontar, un trago amargo. El señor Masderius no había tenido más remedio que autorizar a su hija para que prestara declaración. Ambos se presentarían en comisaría donde los recibiría yo sola. Garzón estaba ocupado con los talleres de joyeros, de los que ya había visitado cuarenta y dos sin ningún resultado. Aquello de la flor recubierta de rodio parecía haber sido obra del diablo, pero la perseverancia era el único camino. Me imaginaba perfectamente lo que iba a ocurrir: un señor Masderius tenso y vigilante como un cancerbero con un marcaje continuo sobre su hija. Y así fue. El aspecto de la chica me impresionó, estaba aún más desmejorada que en el hospital. Bajo sus ojos se dibujaban dos marcas negras que podían ser consecuencia de la operación. Sin embargo, había algo en su mirada que excedía cualquier estado físico de malestar, un brillo desbocado, una inquietud, quizá miedo. Era el modelo prototípico de víctima para aquel violador: rasgos finos, pequeños, manos largas y traslúcidas de virgen renacentista. ¿Por qué? ¿Quizá siempre apabullado por mujeres corpulentas?, ¿sólo un cobarde que se atrevía con muchachas débiles aparentemente incapaces de devolver la agresión?
Cristina apenas levantaba los ojos, su sensación de vergüenza era enorme, mayor que la de las otras chicas. Cuando hablaba miraba de reojo a su padre, paralizada. Con gusto la hubiera zarandeado para que reaccionara, hubiera sido preferible a verla en aquel estado de terror intenso. Se refirió a la serie de hechos que yo conocía de memoria: ni idea de la cara, ni idea de la voz, la herida en el brazo... Entonces interrumpí:
—¿Con qué?
—No lo sé.
—¿Con algo que él llevaba en la muñeca?
—Quizá.
—¿No pudiste distinguir qué era?
Quedó un momento callada.
—No.
Desesperante. Un fantasma que violaba, o un tipo absolutamente prudente y cuidadoso. Una historia siempre idéntica. Se apoderó de mí un arrebato de impotencia. ¿Por qué aquel cabrón jamás introducía ningún cambio en sus fechorías? ¿Y el aspecto circunstancial?, ¿era posible que nunca hubiera testigos, que no dejara una huella? ¿Por qué en ninguna ocasión había sentido el impulso de dejarse ver? Se trataba en efecto de un individuo metódico, frío, poco pasional, metido en sus obsesiones con fuerza terrible.
En cuanto Cristina hubo contestado a la última pregunta, su padre hizo ademán de salir.
—Un momento, señor Masderius, quizás a su hija se le ocurra añadir algo o tenga un recuerdo de pronto. Sería conveniente que volviéramos a vernos.
No me dejó terminar:
—¡Ni lo sueñe!, Cristina se va un año a los Estados Unidos, a un curso intensivo de inglés. Así que si no hay mandamiento judicial no podrá volver a interrogarla. Es su turno, cumplan con su deber, persigan a ese cerdo, no a mi hija.
—Pero es que...
Se volvió hacia la chica:
—¿Tienes algo más que decir, alguna idea nueva, detalles que te hayas dejado?
Ella negaba con los ojos de par en par. Nunca había visto a nadie en semejante estado de estupor.
—Buenos días.
Salieron por la puerta como viento de otoño. Me quedé planchada en mi asiento. Luego reaccioné, fui hasta la calle y los vi coger su coche. Tome el mío y los seguí. Tal y como imaginaba dejó a la chica en la puerta de su casa asegurándose de que entraba y se marchó. Si existía aún alguna posibilidad de hablar con Cristina era en aquel momento. Aparqué y subí al piso de los Masderius. Llamé al timbre y, al cabo de un rato, apareció la madre. No me reconoció, cuando me presenté, su rostro se cubrió de sufrimiento.
—Mi marido ya ha hablado con usted, y también ha estado mi hija.
—Lo sé, señora Masderius, pero con su esposo delante, Cristina y yo apenas hemos podido comunicarnos.
—Ella ha contado todo lo que sabe.
—Por supuesto, pero tengo la sensación de que ha contestado sin libertad. Déjeme hablar con ella, se lo ruego.
—¿Es que no se da cuenta? Todo esto es como una pesadilla, algo ajeno a nosotros.
—Pero desgraciadamente no es ajeno a ustedes en absoluto. Su hija ha sido violada y eso ya no puede cambiarse.
—Váyase, por favor.
—Señora Masderius, ese tipo anda suelto y tenemos que cogerlo, no es un mal sueño, existe de verdad y ustedes tampoco son ajenos a eso. Todo ha sucedido realmente, abra los ojos, los hechos pueden remediarse pero nunca ser borrados. Déjeme entrar.
Se echó un poco atrás y entré. Cerré la puerta tras de mí. Ella miraba al suelo. Se quedó donde estaba, quieta, las manos cayendo sin fuerza a ambos lados del cuerpo. Opté por no perder tiempo y le pregunté dónde estaba la habitación de su hija. Me encontraba ya dentro pero podía arrepentirse, yo no tenía ningún mandamiento judicial que exhibir. Subimos en silencio las escaleras del gran dúplex. La madre me franqueó la puerta sin aviso y pude descubrir la cara apenas sorprendida de Cristina, su mirada cansada. Estaba sentada frente a un escritorio, sobre la cama reposaban dos maletas abiertas, cargadas de ropa. Las paredes se hallaban cubiertas de pósters con la imagen desaliñada de Bruce Springsteen. Me pregunté qué hacía aquel rudo camionero en un cuarto que era como un pequeño apartamento de lujo a escala.
—Así que es verdad que te vas.
—Sí.
—¿Y tus amigos?
Me miró sin comprender.
—Quiero decir que será duro dejarlos.
—Es sólo un año.
Había aprendido muy bien la lección que justificaba quitarla un año de en medio. A la vuelta nadie recordaría.
—Bueno, Cristina, sé que acabamos de hablar; pero cuando estábamos en comisaría he tenido la sensación de que no podías expresarte libremente.
—Estaba nerviosa.
—Todos estábamos nerviosos, tu padre también, pero ahora estamos tranquilas tú y yo, y de lo que me digas no va a enterarse nadie. ¿Hay alguna cosa que allí no haya salido?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí.
Me senté a los pies de la cama.
—Cristina, escúchame, tu padre seguro que quiere para ti lo mejor. Está bien que no te veas mezclada en estos asuntos tan oscuros, pero tienes que decirme todo lo que pasó. El tipo que te violó es un hijo de la gran puta y vamos a cogerlo, sin duda. Pero no va a caer en la trampa solo, alguien tendrá que darnos algún detalle, la más mínima indicación, porque te aseguro que andamos despistados. Ese mínimo detalle será como pegarle un gran empujón hacia nuestras manos. Tu madre lo ha comprendido y me ha dejado pasar.
Me miró con los ojos borrosos de lágrimas.
—Yo estaba tan tranquila y ahora tengo que irme a Nueva York. No conozco a nadie allí.
Perdía mi tiempo. Aquella niña se hallaba extraviada en el fondo de un laberinto en el que se habían difuminado las motivaciones, el sentido de la realidad. Tenía que irme enseguida porque, de lo contrario, acabaría cediendo a la tentación de decirle a Cristina que su padre me parecía tan pernicioso para ella como su propio atacante.
—Está bien, Cristina, voy a marcharme. No te preocupes por Nueva York, seguro que habrá muchos jóvenes contigo. Te deseo que tengas suerte.
Le toqué amistosamente el hombro y cuando ya iba a salir oí a mis espaldas:
—Vi la cosa con la que me marcó.
Me quedé un momento en suspenso, sin volverme, esperando que aquella frase no se desvaneciera en la nada. Por fin regresé.
—¿La viste?
—Sí.
—¿Y qué era?
—Un reloj.
—¿Un reloj?
—Sí, vi cómo la esfera reflectante brillaba en la oscuridad, y vi las manecillas verdes señalando la hora. Luego lo cerró.
—¿Lo cerró?
—Oí como el chasquido de una tapadera y deje de verlo.
—¿Era uno de esos relojes antiguos de bolsillo que tienen tapa?
—No sé, no sé cómo era, no había luz, quizá lo que oí fue otra cosa, no puedo saberlo.
—Está bien, de acuerdo, eso ya es mucho. Ahora sí vamos a cazarlo.
—Me gustaría.
No dijo más, pero era al menos un deseo expresado en voz alta, quizás incluso pudiera librarse del plan de salvación que su padre había urdido para ella.
El subinspector se puso muy contento cuando le conté mis progresos. Bueno, la primera y absurda hipótesis era cierta, ahora ya sabíamos lo que estábamos buscando: un reloj. Las brumas ganaban un poco de concreción. Él, por su parte, había llegado a la joyería número cincuenta, lo cual era ya una meta y daba opción a celebrarlo. Nos fuimos al bar. El siguiente paso implicaba un retroceso, había que volver al joyero colaborador y pedirle que centrara más el tiro. De todos los talleres susceptibles de trabajar con rodio ¿cuántos se dedicaban más a relojes que a joyas en general? La respuesta no descartaría los restantes, cualquier orfebre pudo colocar las púas alrededor de un reloj sin ser su especialidad, pero quizá por el método de preferencias lográramos pasar algunos nombres a la cabeza de la lista y ganar tiempo.
—Esto va chutando —dijo Garzón.
—Tiene usted mucha fe.
Pero yo, aun sin tenerla, había variado mi actitud. Me había metido completamente en la investigación, ya no era algo externo y opinable, sino nuestro caso, un caso que, aunque nos costara la vida, íbamos a resolver.
El frío amainó. La noche era clara. Dejé el coche aparcado en la calle y cuando iba a entrar en casa, alguien surgió de la sombra y me llamó. Estaba junto a la pared y no podía ver nada pero, tras un instante, una mujer se acercó a la luz del farol.
—Inspectora Delicado, concédame un momento.
—¿Quién es usted?
—Ana Lozano, ¿me recuerda?
—No. —Mentí.
—Soy la directora del programa
La vida complicada.
¿Puedo pasar?
Hubiera debido imaginar que el ave carroñera lo intentaría de nuevo. Un atavismo educacional me hizo invitarla a entrar en mi casa. Se quitó el abrigo tan campante y, sin que yo se lo indicara, buscó acomodo en uno de los sillones. Se demoró hurgando en su gran bolso. De pronto comprendí que yo era policía y que en ningún caso resultaba prudente franquearle el paso a una extraña. Pero ya era un poco tarde para extremar la prudencia, sólo podía procurar que se largara pronto. Me ofreció tabaco mientras miraba los paquetes de libros.
—¿Acaba de mudarse?
—Sí.
—Una casa muy mona.
Me invadió un mal humor repentino.
—Usted dirá en qué puedo ayudarla.
Sonrió displicentemente, investida de una autoridad moral de la que estaba convencida.
—Usted cumple su obligación, ¿verdad, Petra? El de policía es un oficio sagrado para la sociedad. Pero me gustaría que comprendiera que el de periodista también lo es. Gracias a nosotros suceden las cosas para la gente, hasta que nosotros no abrimos las compuertas al público, los hechos no existen para la mayoría. En nuestras manos se forja no sólo la opinión sino incluso la realidad.
—Son ustedes como Dios.
—Algo así.
Se quedó mirándome como si yo fuera una indígena de tierras vírgenes y tuviera que convencerme de la existencia de inventos tan obvios como la luz eléctrica.
—Tomaría una copa.
Ése hubiera sido el momento de hacer estallar la dignidad y convertir aquella escena de comedia en un drama español. Pero, siguiendo en mi inercia civilizada, le serví un whisky con agua.
—Mire, Petra, tampoco es para tanto. Usted no está hecha de mejor pasta que los demás. Todos los policías colaboran con nosotros: inspectores, subordinados, incluso sus propios superiores. Es el signo de los tiempos. Es más, si usted lo quiere, podría no trascender la fuente informativa.
Yo sonreía como una imbécil, sin saber dónde iban a desembocar sus proposiciones.
—Oiga Ana, no se trata de una cuestión estrictamente moral, lo que ocurre es que no me gusta su programa.
—¿Porque la hemos tratado con dureza?
—No, porque es un conglomerado de basura.
En ningún caso iba a darse por ofendida.
—Lo comprendo, si se observa con una mentalidad estética puede dar esa impresión, pero debe comprender que se trata de un servicio a la comunidad y la comunidad es mayoritariamente como es. No está en nuestra mano cambiarla. Además, tampoco parece necesario que nos revele secretos de Estado, bastaría con adelantarnos un poco cuál es en cada momento la línea de la investigación, a veces confirmar o negar algún extremo... Por ejemplo, la casa que ha visitado hoy era la de la última víctima, ¿no?
Me rozó un cable de alta tensión:
—¿Ha estado siguiéndome?
Puso cara de aburrimiento:
—¡Vamos, no sea teatral!, lo dice como si eso fuera algo delictivo, pero no lo es, nosotros también estamos realizando nuestras pesquisas y si usted no colabora...
—¿Está segura de que eso es legal?
—¡Por supuesto que es legal! Y si llegamos a un acuerdo incluso podemos compensarla económicamente por las molestias.
—¿El soborno también es legal?
—Para un periodista todo es legal.
—Márchese, por favor, y no cuenten conmigo para nada.
Se levantó de pésimo humor.
—¡Está bien!, gracias por el whisky. Lo dije en cuanto vi a quién le habían encargado este caso; «Tendremos problemas», pensé. Siempre ocurre eso cuando no se trata de auténticos profesionales sino de aficionados y advenedizos.
Metió los cigarrillos de un golpe en su bolso y salió sin decirme ni adiós. Le había hecho perder su tiempo, fastuosamente bien pagado con toda probabilidad. Me invadió un nivel desbocado de indignación a medida que iba cargándome de razones. Aquello era el desiderátum, el no va más. Es comprensible que un policía deba enfrentarse al hampa, al delito, al desequilibrio mental, a los ambientes más marginales. Incluso parece aceptable que en su labor se tope con roces entre grupos operativos, enfrentamientos con los superiores o el poder judicial, pero ¡Dios! ¿los periodistas también?, ¿era aquella la nueva conciencia de la sociedad? Parecía una cacería del zorro inglés: trompas, casacas coloreadas y cuatrocientos perros aullando a tu alrededor.