¿Qué era esto? ¿Un geiser de papel surgía de un mundo demoníaco para derramarse hirviente sobre ellos? Oelita no creía una palabra de todo aquello... pero cuando lo creía, aunque fuese por un momento, quedaba paralizada por el horror ante tamaña inmoralidad.
¿Cómo podía ser que ochenta mil personas fuesen comidas en cuarenta días? Los cuerpos se pudrían; el cuero, sin curtir, se deshacía al sol. Asesinar a un hombre ya era bastante horrible, pero asesinar a alguien con toda su familia, de modo que no pudiese haber Banquete Funerario, ¡eso era inimaginable!
Con el corazón latiendo fuera de sí, observó a diez Cantores que entraban en el salón con sus capas oscuras, las máscaras que amplificaban la voz, sus grandes narices y los ojos saltones.
—Máscaras de cloro de la Gran Guerra —dijo el lingüista que la había estado ayudando.
Los Salmos comenzaron. Con su ritmo atronador y sinusoidal, relataron la historia del Dios de los Cielos, que rescató a los Getaneses de un misterio demasiado aterrador para ser pronunciado. Los instrumentos de madera se unieron a la melodía; las cuerdas comenzaron a hablar de guerreros y fuego, mientras Hitler y Stalin batían sus tambores y las trompetas gemían. De pronto, los sonidos se redujeron a una sola voz que seguía una delicada melodía. Entonces, aparentemente de la nada, surgieron las Liethe desnudas. Al saltar, sus cuerpos suaves parecían no tener huesos.
Las jóvenes se atacaron unas a otras. Se movían en círculos, arremetían, se apartaban y saltaban por el aire como si alguien hubiese hecho malabarismos con sus cuerpos. Mágicamente aparecieron seis dagas en sus manos, mientras atacaban enemigos, pactaban alianzas y se traicionaban entre ellas con rápidos movimientos. Las trompetas comenzaron a sonar como gritos. Cada toque de las dagas hacía surgir una cascada de seda roja como la sangre que se posaba sobre los hombros, las caderas o los tobillos, envolviendo sus cuerpos danzantes.
La seda roja perdió fuerza y se fue deslizando lentamente hacia el suelo. Los tres cuerpos ensangrentados mostraban máscaras plateadas con la imagen de la calavera. Un espasmo. Un tambaleo. Una batalla final para herir a los que ya agonizaban, para emplear las pocas fuerzas que quedaban en pos de la destrucción. Entonces los acordes sonaron como estertores de muerte. La audiencia apenas si alcanzó a ver a las Liethe que se marchaban, abandonando sus trajes en un torbellino que flotó unos instantes en el aire para luego posarse sobre la escalera en un despojo rojo y vacío.
Aesoe golpeaba el suelo con los pies. Los Kaiel lo imitaron y todo el edificio se sacudió hasta que las jóvenes desnudas, todavía con sus calaveras de metal plateado, aparecieron corriendo por donde habían salido, hicieron una reverencia y volvieron a salir.
Oelita apartó su atención del espectáculo. La presión aumentaba en su interior. Por más vueltas que le daba no lograba encontrar una explicación a aquellas palabras imposibles. ¿Un fraude? ¿Los Kaiel estarían creando una mentira sobre la Muerte para justificar una inminente conquista de Geta?
Pero era
su
cristal.
¿Quién era capaz de escribir con letra tan pequeña, en tinta invisible? ¿Quién concebiría historias semejantes, donde la violencia era el único medio para transferir el poder? Se podían inventar historias, ¿pero tantas? ¿Dónde estaba el getanés que contaba historias de asesinatos en masa, sin que las mismas acabasen con un Banquete voraz? Impotente, se abrió paso entre los convulsionados Kaiel mientras buscaba a Joesai, que estaba observando las imágenes de un argentógrafo.
Joesai le enseñó una hoja con dos imágenes. A la derecha había un niño envuelto en llamas. Corría por un camino junto a una aldea incendiada. El título era
Vietnam.
A la izquierda había otro niño envuelto en llamas. Detrás de él había una montaña con una aldea llamada
Afganistán.
El título general era
Las superpotencias y el Tercer Mundo.
Oelita recordó a sus mellizos asándose al fuego.
—¿No has encontrado nada de amor entre todo esto? —le preguntó a Joesai.
Sin decir nada, él le enseñó otro argentógrafo. Una mujer era violentamente estirada por una máquina.
Los dominicos salvan el alma de una hereje.
—¿O prefieres la historia del clan cristiano exterminando al clan albigense en nombre del amor? —Se echó a reír y le ofreció un puñado de abejas secas para comer—. Mientras tratas de armar el rompecabezas, piensa en por qué puedes comer abejas crudas mientras que cualquier otro insecto te enfermaría hasta matarte.
—Tú crees que la única explicación está en Dios, ¿verdad?
—Estoy dispuesto a escuchar una mejor.
Ella cambió de tema.
—¿Qué es eso?
—El texto de abajo dice que es un escarabajo de acero, lo bastante grande para llevar a cinco hombres a través del desierto. Su función es arrojar piedras metálicas a los hombres.
—¡Qué horrible!
—Se me ocurren algunas ideas.
—¡Joesai!
—Ésta es una que me gusta especialmente: una gigantesca vela inteligente que viaja, impulsada por su llama, desde una ciudad hasta el otro lado del mundo. Allí es lo bastante ingeniosa para encontrar otra ciudad, y la extingue de un soplo conjurando un estallido de fuego solar.
—¡Joesai!
Él le sonrió, feliz de compartir su propio horror con alguien capaz de comprenderlo.
—No siempre se me ocurren pensamientos de Muerte. Cualquier cosa con patas tan fuertes podría saltar hasta Dios y hablar con Él. Tengo algunas preguntas que formular.
—¿Tú caerías sobre una ciudad y matarías a más personas de las que puedes comer? —le preguntó ella.
—Eso sería apestoso. El kalothi puede ser abatido. ¿Para qué serviría?
—Estoy confundida. Ya no sé qué significan las cosas.
—Es obvio lo que significan.
—Para un simplón como tú, todo es obvio. Tú invocas a Dios. ¡Lo utilizas para explicar cualquier cosa! —Oelita estaba pálida.
—¿No comprendes lo que significa? —le preguntó Joesai con suavidad—. ¡Este Riethe es el mundo del que provenimos! ¿No nos dicen los Salmos que Dios nos trajo a través de Su Cielo para salvarnos? Es de esto que nos estaba salvando.
—Ni siquiera conoces tus Salmos. —Oelita se mostraba despectiva—. Los Salmos mencionan Riethe, pero dicen que caímos de la estrella Yarieun.
—No hay unanimidad en eso. Los mismos Salmos varían de un clan a otro y de un lugar a otro. El Salmo de Las Fases que yo conozco menciona Yarieun, a la cual nosotros llamamos Yarmieu, lugar de descanso final.
—¿Cómo puede ser que la Raza sea salvada de ella misma viajando por un cielo? —Oelita mostraba un absoluto desprecio—. Si estoy envenenada y vivo en Congoja, ¿me mudaré a Kaiel-hontokae dejando atrás el veneno? Si le tengo miedo a mi ombligo, ¿me servirá de algo cambiar de casa? Si me como las uñas, ¿trasladarme al lado oscuro de Geta me proporcionará uñas largas? ¡No puedes escapar de
aquí,
porque
aquí
siempre es el lugar donde estás!
Sin esperar la respuesta de Joesai, Oelita se perdió entre el gentío y salió del Palacio. Con la mente llena de dudas se detuvo bajo los ovoides. ¿Quiénes eran los Riethe y su Culto de Muerte? Su teoría de la evolución humana a partir del maelot ya no tenía sentido.
Había un Dios.
Su mundo se tambaleó. Era una locura. Dios no existía, pero Dios se había revelado a Sí Mismo. Desesperada, Oelita dio la espalda al gran portal del Palacio. Joesai se encontraba allí. Joesai era Dios, y Dios era la Muerte, y la Muerte la había hallado... le sonreía.
Oelita retrocedió.
—¡No te me acerques! —Él avanzó un paso y ella dio dos hacia atrás. Estaba embarazada de Hoemei, y había estado a punto de crear la sangre que se llevaría al niño. Pero ahora Joesai venía a buscarlo con muerte, y ella no estaba segura de querer entregar a ese hijo. No otra vez. Nunca más—. Vete —le dijo. El se acercó aún más, y no había ninguna otra persona en la calle—. ¡Te mataré! —le gritó.
Él se detuvo. Oelita estaba confundida. ¿Cómo matar a Dios? Cuando Él se sumía en el mar con un último destello, sólo era para volver a emerger de las montañas reclamando Su Cielo. Oelita apretó los puños.
—¡Vete! —Él se marchó y ella comenzó a correr. En algún momento resbaló en el lodo y se dio de bruces contra una cuneta sucia.
Oelita pensó en su desafío y en las personas a quienes había apartado de Dios, fomentando la rebelión. Pensó en los horrores de los que Dios los había apartado, algo que había llevado consigo toda su vida, desde que era una niña.
—Oh Dios, perdóname, he blasfemado. Te conocía y te repudié, y mi corazón está lleno de congoja. —Se restregó el rostro contra el polvo—. Oh, Dios del Cielo, las Estrellas y las Travesías, gracias por traernos aquí salvándonos de tantas miserias. Te lo agradezco una y otra vez. Sus lágrimas cayeron en el lodo, sus ojos se aferraron a las piedras—. Perdóname.
Ningún hombre puede vivir en el futuro, pero aquellos que no se dejan atrapar en la lucha por algún futuro se encuentran con sorpresas mortales en el presente.
Inscripción sobre el arco de los Archivos Kaiel
Así como una moneda de oro, penosamente ganada, puede deslizarse por el agujero de un bolsillo, de esta manera, Oelita se desvaneció.
Vestido sólo con sus sandalias y una toalla colgada al cuello, Aesoe bramó y se paseó incansablemente por su estudio, con los genitales sacudiéndose al ritmo de su ira. Con sus gestos parecía desollar a un adversario invisible. Su Liethe, cualquiera que hubiese dormido con él —y Hoemei aún no era capaz de distinguirlas—, permanecía tendida sobre los cojines de la cama, con una sábana entre las piernas, y sufría una fuerte jaqueca producida por el whisky de la noche anterior. Alrededor del cuello llevaba un pequeño amuleto colgado de una delicada cadena de oro.
Sin haber dormido y todavía vestido con la ropa de la fiesta, Hoemei no movía un músculo. Traía una nota de la Dulce Hereje, lo único que habían podido encontrar de ella. La misiva decía: «Perdonadme por haberme equivocado. Por favor cuidad de mi gente.» Nada más.
Aesoe se enfureció aún más.
—Ocúpate de que Joesai sea desterrado de Kaiel-hontokae para el primer atardecer de la Parca. ¡En caso contrario yo mismo presidiré los servicios de su Suicidio Ritual en el Templo del Destino Humano! No es más que un fastidio, ¡estropea los mejores planes de un genio para calmar su corazón misógino! ¡Y tú también te entrometes! Por todas partes se nota la presencia de tu mano solapada. Te lo dije antes y te lo repito ahora: esa mujer es vital. ¡Encuéntrala! ¿Tendré que usar tu pellejo para cubrir las ruedas de las carretas? ¿Tendré que usar tu quijada como sujetapapeles?
El maran-Kaiel ya la había buscado toda la noche, por supuesto, pero no había podido encontrarla. ¿Cómo se encontraba a una mujer que, de niña, había vagado por las planicies desérticas con un astuto padre-maestro que vivía recorriendo el mundo? Teenae todavía estaba entre los Ivieth, preguntando si alguien la había visto. La tarea era imposible.
Hoemei estaba muy disgustado con lo ocurrido. Había llegado a sentir afecto por Oelita. Su energía y su inteligencia le agradaban, e incluso había comenzado a pensar seriamente en aceptarla como sustituta de Kathein. La familia no estaba tan convencida de que fuese conveniente, pero él notaba que empezaban a congeniar con ella, incluso Joesai, a pesar de su grosería. Gaet se encariñaba fácilmente con una mujer, sin necesidad de reflexionarlo demasiado. Teenae siempre fue afectuosa, desde un principio, pero en el fondo se sentía amenazada por la presencia de otra mujer hasta que llegaba a conocerla bien. Noé sólo exigía que la nueva mujer fuese amable, cariñosa, que no presentase problemas en la convivencia... y que fuese incuestionablemente leal a la familia.
Ahora Hoemei veía cómo sus planes se demoraban. Era como haber determinado el camino para escalar una escarpada montaña, y de pronto descubrir que él mismo había quedado inmovilizado por una avalancha. Gaet tendría que viajar a Congoja antes de lo previsto. ¿Quién más lograría convencer a la gente de Oelita de que ella no había sido asesinada por algún pacto traidor? Sería una misión delicada.
Cambios y más cambios. Rápidamente, tendría que encontrar a alguien que hiciese el trabajo de Gaet en la ciudad. Todo esto lo fastidiaba. Maldijo a Joesai por haber presionado tanto a Oelita, pero entonces suspiró. Ese era el precio que pagaba un Profeta. El futuro no ocurría. La gente lo creaba a cada momento con sus actos y sus decisiones, y siempre había que adaptarse a lo inesperado. Existían varios caminos que conducían a la misma cumbre.
Hoemei hizo una reverencia y se dejó caer sobre una rodilla. Ya había transmitido su desagradable mensaje. La criatura Liethe se estiró en la cama y le sonrió asomada tras las caderas desnudas de Aesoe. Él reconoció de inmediato la dulzura especial de Miel. ¡Era
ella!
Con un escalofrío más temible que la furia de Aesoe, Hoemei observó la extraña suavidad de su espalda fundiéndose con las colinas estivales de sus nalgas.
—Ven aquí —dijo ella.
Hoemei no se atrevió a moverse por miedo a provocar aún más a Aesoe. Tampoco supo qué decir.
Ella se sentó en la cama perezosamente. Era consciente de que hasta el Primer Profeta había quedado paralizado. La cadena con el pequeño amuleto colgaba entre sus senos.
—Mi amante le teme a mi amante. —La joven los observaba a ambos, por lo que ninguno de los dos supo a quién se refería—. Ven aquí.
Hoemei permaneció petrificado.
Los ojos de la Liethe, azules como el Deleite de la Asesina, siguieron clavados en él.
—Aesoe, dile que no te molesta que me toque y que puede acercarse a mí.
—Por las Pelotas de Dios, Hoemei —bramó Aesoe—, ¡no te quedes ahí de rodillas! ¡Vete a cagar! —Con impaciencia lo empujó con un pie, y Hoemei cayó tendido en el suelo—. ¡Me envían las sobras de las guarderías! ¡Yo necesito hombres! ¡Hombres! —rugió.
—Mi hombre tierno —dijo la Liethe llamada Miel, que de pronto estuvo al lado de Hoemei—, no volveré a verte antes del primer atardecer de la Parca, así que debes entregarle esto a Joesai. —Se quitó la cadena que pendía de su cuello y colocó la pequeña forma eurítmica en la palma de la mano de Hoemei—. Me sentí muy complacida de servir a tu esposo y hermano. Dile que se ponga esto. Un hombre que usa el amuleto de una Liethe no puede sufrir daño alguno. —Se puso de pie con gracia, frente a Aesoe, mientras Hoemei recuperaba la dignidad en silencio—. ¿Lo ves? —dijo con inocencia—. Protejo a tu hombre en su misión. Yo participo de tu Concilio. Los poderes de las Liethe lo ampararán.