La detective Barren oyó a los reporteros tomando apuntes, intentando anotar todo lo que dijera el sospechoso. El juez interrumpió:
—Muy bien, me alegro de que sus creencias religiosas le sirvan de consuelo…
—Así es, señoría.
—Bien. Gracias.
El juez hizo un leve movimiento con la mano y el estudiante libanés se sentó. Luego el juez recorrió la abarrotada sala con la vista.
—¿Se encuentran aquí los familiares de las víctimas?
La sala guardó silencio. Entonces se puso de pie una pareja de ancianos sentados a la derecha de la detective Barren. Ella también se levantó. La sala continuó sumida en un frágil silencio, y la detective reparó en que a Sadegh Rhotzbadegh le temblaban los hombros. «Miedo», pensó. El libanés mantenía la vista al frente, con decisión.
—¿Alguno de ustedes desea decir algo?
Hubo unos instantes de confusión. El cerebro de la detective Barren se llenó de cosas que decir sobre Susan, sobre lo que era, sobre lo que habría llegado a ser. Pero la ahogó la emoción y volvió a sentarse. En cambio, una de las otras personas que se habían levantado, un hombre alto y delgado, de aspecto distinguido, vestido con un traje a rayas azul y de buen corte, dio un paso al frente. Tenía los ojos enrojecidos. Por un instante contempló fijamente la mesa de la defensa con una mirada que pareció absorber todo el calor de la sala. Luego se volvió hacia el juez.
—Señoría. Soy Morton Davies, padre de Ángela Davis, víctima…
Pensó un instante.
—Hemos aceptado este acuerdo porque comprendemos que el sistema preferiría estafarnos a nosotros, que hemos sufrido tan grave pérdida, antes que a este… —vaciló, buscando una palabra adecuada—… esta basura.
Hizo una pausa.
—Nuestra pérdida, señoría, nuestra pérdida…
Entonces se interrumpió.
Su última palabra quedó flotando en el aire de la sala, reverberando en el súbito silencio.
La detective Barren supo de forma instantánea por qué el hombre había dejado la frase sin terminar. Y todo el mundo lo supo igualmente, pensó. ¿Cómo se podía describir con palabras una pérdida? Sintió que también a ella se le cerraba la garganta, y por un instante experimentó tal sensación de pánico que creyó que no sería capaz de respirar mucho más, y desde luego nada en absoluto, si el hombre intentase continuar hablando.
Pero no fue así. El hombre giró sobre sus talones y atravesó la sala, traspuso las puertas del fondo de la misma y salió al pasillo. Hubo un repentino fogonazo de luz cuando los cámaras de televisión apiñados en el pasillo captaron su aflicción. La detective Barren volvió a girarse hacia el frente. Sadegh Rhotzbadegh se había puesto en pie, flanqueado por sus abogados; le estaban tomando las huellas dactilares y el juez estaba entonando la sentencia, leyendo los cargos y declarando la condena máxima. Los años iban sumándose rápidamente, y de pronto el juez concluyó y los dos abogados defensores se hicieron a un lado y fueron reemplazados por dos inmensos guardias de prisiones que, con firmeza y decisión, procedieron a llevarse a Sadehg Rhotzbadegh de la sala. Oyó al juez declarar un receso y desaparecer, con su toga negra ondeando, por una puerta lateral. Los reporteros estaban todos de pie alrededor de ella, llenando el aire de preguntas y respuestas. Una familia se abrió paso a su lado, moviendo la cabeza en un gesto negativo. Otra se detuvo para lanzar invectivas contra el sistema. La detective Barren vio que los fiscales estrechaban la maño al sonriente detective Perry. Entonces se adelantó y observó al estudiante libanés. Estaba casi en la puerta de salida de los presos, cuando de pronto se detuvo y giró la cabeza, buscando con la mirada. Se topó con la de la detective Barren, y los dos se observaron el uno al otro por espacio de unos instantes. Era la primera vez que los ojos del libanés no mostraban una expresión asustada, sino de profunda tristeza. Ambos se miraron. Él sacudió la cabeza enérgicamente, como si intentase insistir, como si intentase transmitirle la negación de algo importante. Ella vio que formaba con los labios una palabra o dos, pero no estuvo segura de cuáles.
Y entonces el libanés desapareció. Engullido. Oyó el golpe de la puerta y la llave en la cerradura.
Y entonces se apoderó de ella un completo vacío.
Al principio lo hizo todo en exceso. Acostumbrada a correr por las mañanas unos tres kilómetros a ritmo tranquilo, aumentó hasta ocho kilómetros en cuarenta y cinco minutos, tras lo cual quedaba dolorida y jadeando sin resuello. En el trabajo, repasaba dos o tres veces todos los aspectos de cada uno de sus casos, pues la precisión y la exactitud se convirtieron en un consuelo para ella. También empezó a beber más, ya que el sueño le resultaba esquivo a no ser que contara con un poco de ayuda. Una amiga le ofreció Valium, pero ella hizo uso de lo que tristemente consideró que eran los restos de su sentido común para rechazar los fármacos. Reconocía que estaba exhibiendo una conducta extraña, desesperada, y también sabía que tenía problemas. Sus sueños, cuando conseguía dormir, eran agitados, llenos de la presencia del estudiante libanés o de Susan o de su esposo muerto. A veces veía la cara del hombre que le había disparado, a veces la de su padre, que la miraba con curiosidad y con expresión llorosa, como si estuviera entristecido, incluso en la muerte.
Odiaba la idea de que todo hubiera terminado.
Conocía el procedimiento. Sadegh Rhotzbadegh sería enviado al centro de clasificación que había en el centro de Florida, donde le harían una exploración física y mental. A continuación, a su debido tiempo, sería trasladado a la unidad de máxima seguridad de Railford para iniciar su vida en prisión, el lugar donde acabaría sus días.
El hecho de que siguiera vivo le producía consternación.
En su imaginación, reproducía mentalmente una y otra vez el leve gesto que le había dirigido él, intentando descifrar, en medio de la confusión, el terror y la locura, qué habría querido decir con aquel último movimiento de cabeza.
Por las noches permanecía acostada en la cama, pensando.
Intentaba ralentizar aquel gesto, igual que hacían las cámaras en televisión, tratando de separar cada movimiento para estudiarlo de forma independiente. El libanés había inclinado la cabeza primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda, después abrió la boca y formó unas palabras, pero éstas se evaporaron en medio del ruido.
Adoptó la costumbre de dedicar una parte del fin de semana a practicar en la galería de tiro. Le producía cierta satisfacción mejorar sus habilidades con la pistola del 38 habitual de la policía. La sensación del arma vibrando y sacudiéndose en su mano le resultaba sensual, relajante. Compró una Browning semiautomática de nueve milímetros, una pistola grande y violenta, y también aprendió a manejarla con destreza. Entonces fue a ver al teniente Burns y solicitó que la sacara de las tareas de analizar escenas del crimen y la devolviera a las calles.
—Me gustaría volver a patrullar.
—¿Qué?
—Con un horario fijo. Quizás haciendo la ronda.
—Ni hablar.
—Es una solicitud oficial.
—¿Y qué? ¿Tengo que permitirte que salgas a la calle a pegarle un tiro a un robabolsos? ¿Crees que estoy loco? Solicitud denegada. Si quieres pasar por encima de mí, de acuerdo. Si quieres acudir al sindicato, vale. Pero el resultado va a seguir siendo el mismo.
—Quiero salir.
—No es verdad. Tú quieres tener paz. Eso no puedo dártelo. Sólo te la dará el tiempo.
Pero ella sabía que no.
Llamó al detective Perry.
—Mira, Merce, al final estuvimos muy cerca de conseguir que lo condenaran por el asesinato de Susan. Teníamos los recortes de periódicos que encontramos en su casa, y cuando apareció su foto en la prensa fue reconocido por dos alumnas que estaban en el bar con Susan la noche del asesinato. Hubieran testificado que lo vieron allí aquella noche. El problema era que no lo vieron con ella ni tampoco lo vieron seguirla, y una de las chicas recordaba con toda nitidez haber visto a ese cabrón después de que Susan hubiera desaparecido. Así que estuvimos cerca, pero…
—¿Puedes darme sus nombres?
—Claro.
La detective los anotó. Tenía intención de ir a verlas.
Pensaba a menudo en el estudiante libanés moviendo negativamente la cabeza. Qué sería, pensaba una y otra vez; ¿qué sería lo que estaba diciéndole?
Estaba tendida en la cama, rodeada por la oscuridad. Habían transcurrido varias semanas desde que se dictó la sentencia; la primavera del trópico, con su arrollado) impulso de crecimiento y lozanía, había envuelto la ciudad entera. Hasta la oscuridad parecía haber surgido de nuevo a la vida. «Supongamos que el libanés intentaba decir que no, que él no había matado a Susan. No seas ridícula. El te odiaba», pensó. Estaba más loco que una cabra. Alá esto, Alá aquello, estaba buscando una especie de perdón. ¿De ella? Tenía demasiado miedo y era demasiado arrogante, una combinación imposible. Entonces, ¿qué estaba diciendo? Negó con la cabeza, eso fue todo. Olvídalo. ¿Cómo?
Entonces la invadió un miedo extraño, inquietante, como si hubiera algo muy obvio que se le había olvidado. Por un momento le dio vueltas la cabeza, y encendió la luz. Perforó la noche. Cruzó descalza la habitación y fue hasta una mesa pequeña en la que guardaba todas las copias de informes, pruebas y notas de la investigación y la resolución del asesinato de Susan. Las fue extendiendo lentamente a su alrededor; acto seguido, con cuidado, pensando para sus adentros: «Sé una buena detective, deja de actuar como un cachorrillo afligido», comenzó a examinarlos. «Mira bien —se dijo a sí misma—; encuéntralo, sea lo que sea. Ahí hay algo.»
Y en efecto lo había. Un algo pequeño.
Se encontraba en el informe de su jefe sobre la disposición de las pruebas.
Trazas de alcohol.
Leyó: «… El individuo debió de tomar una o dos copas. El alcohol siempre lo echa todo a perder…»
—Oh, Dios —dijo en voz alta sin dirigirse a nadie.
Corrió hasta una librería del cuarto de estar, tomó un diccionario y buscó «musulmán chií», pero no le fue de mucha ayuda. Descubrió un catálogo de asignaturas de la universidad que Susan había desechado en cierta ocasión. Lo cogió y lo abrió a toda prisa. Encontró Estudios sobre Oriente Próximo en la página 154. Subrayó el nombre del jefe de dicho departamento y tomó una agenda telefónica. El tipo figuraba en ella.
Consultó el reloj. Las tres de la madrugada.
Permaneció tres horas sentada sin moverse, intentando apartar a un lado el miedo.
«Lo siento», pensó cuando el reloj señaló las seis. Y marcó el número.
—Con Harley Trench, por favor.
—Vaya —dijo una voz soñolienta—. Soy yo. Nada de extensiones, ya se lo he dicho a todos en clase.
—Profesor Trench, soy la detective Mercedes Barren, de la policía de Miami. Se trata de un asunto policial.
—Oh, Dios, perdone. Suelen llamarme mis alumnos. Saben que suelo madrugar, y se aprovechan de mí…
La detective oyó que recobraba la compostura.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el profesor.
—Tenemos un sospechoso de un caso importante cuya extracción es de Oriente Próximo. Afirma ser musulmán chií.
—Ah, igual que ese horrible individuo que mató a esas jóvenes.
—Muy parecido.
—En fin, sí, continúe.
—Necesitamos saber, bueno, podemos excluirlo como sospechoso de un caso si podemos demostrar que bebió una copa.
—Se refiere usted a alguna bebida alcohólica.
—Exacto.
—¿Una cerveza, o una copa de vino, o un combinado más fuerte?
—Eso es.
—Bueno, es una pregunta sencilla, detective. Si es un chií sincero, como dijo que era ese pobre loco, de ninguna manera.
—¿Cómo dice?
—Es un pecado mortal, detective. Nada de alcohol. Ni tocarlo, en ningún momento. Es una norma bastante generalizada de los musulmanes fanáticos y de los reformistas. Un musulmán auténticamente observante no tocaría ni una gota. Seguramente piensan que el ayatolá en persona va a ir a por ellos. Claro que en este caso no estamos hablando de un Saudita o de un musulmán del norte de África. Pero ¿un chií auténtico, de los que ponen los ojos en blanco y secuestran rehenes? Ni hablar. ¿Responde eso a su pregunta, detective? —La detective Barren guardó silencio—. ¿Detective?
—Sí. Perdone, estaba pensando. Gracias, sí, responde a mi pregunta.
«Trazas de alcohol», pensó.
Se sintió mareada.
Colgó el teléfono y miró largamente las palabras que tenía ante sí. Trazas de alcohol.
«Oh, Dios», pensó.
Vio la cabeza del libanés como a cámara lenta, sacudiéndose de un lado al otro, insistente.
Corrió al dormitorio y hojeó los papeles hasta dar con un inventario de todo lo que había en el interior de la casa de Sadegh Rhotzbadegh. De alcohol, nada.
«Pero sí que estuvo en el bar —pensó—. Lo vieron.»
«Pero ¿lo vieron beber?»
«Oh, Dios», pensó nuevamente.
Se puso de pie y fue al cuarto de baño. Por un instante se contempló a sí misma en el espejo. Vio sus ojos, abiertos por el miedo y el horror. Entonces le sobrevino una náusea, se inclinó sobre el retrete y vomitó con violencia. Se limpió y volvió a mirarse en el espejo.
—Oh, Dios —le dijo a su propia imagen reflejada—. Sigue por ahí suelto. Estoy segura de que sigue suelto. Quizás, quizás, oh, Dios, quizás. Oh, Susan, oh Dios mío, lo siento, pero es posible que ese hombre ande por ahí todavía. Oh, Susan, cuánto lo siento. Oh, Susan.
Y entonces, por primera vez desde aquella primera llamada telefónica meses atrás, dio rienda suelta a su pena y claudicó frente a todas las resonancias de su corazón que había suprimido con éxito para de pronto entregarse, de forma completa y sin restricciones, al llanto.
El resplandor que despedía la autopista inundó el parabrisas del coche y lo cegó durante un solo segundo, y revivió el modo en que miró a su hermano, sentado al otro lado de la mesa, y su hermano le dijo: «Sabes, me habría gustado que hubiéramos tenido una relación más cercana, al hacernos mayores…»
Luego recordó su propia respuesta, rápida, concisa, pero precisa: «Oh, la tenemos más cercana de lo que crees. Mucho más.»
Douglas Jeffers conducía con rumbo sur pensando en la mortecina iluminación de la cafetería del hospital que se reflejaba en el rostro de su hermano y le hacía perder relieve. «La luz —pensó—, siempre me acuerdo de la luz.» Pisó el acelerador y contempló cómo los pinos bajos y los arbustos que bordeaban la autopista parecían ganar velocidad y venir raudos hacia él.