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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (6 page)

A: Detective Mercedes Barren

De: Teniente Ted March

Merce: era la marca de una mordedura, pero estaba demasiado desgarrada para fabricar un molde nítido, y por lo tanto no posee mucho valor como prueba. El análisis de la saliva de la muestra tomada en esa zona del cuerpo arroja valores enzimáticos normales, pero debido a los restos de alcohol ha resultado difícil, si no imposible, averiguar el grupo sanguíneo. El tipo debió de tomarse una o dos copas. De todas formas, he enviado toda la muestra nuevamente al laboratorio y les he dicho que la analicen otra vez. Los dos condones recuperados en la escena del crimen contenían diversas muestras de esperma. Ambos estaban considerablemente deteriorados. Aun así, uno era del grupo A positivo, el otro 0 positivo. Están haciendo más análisis. De momento no hay huellas válidas en nada, pero van a probar con el evaluador por láser en las latas de refresco. Ya te mantendré al tanto. De momento parece ser que no hay nada, pero vamos a seguir intentando.

A: Detective Mercedes Barren

De: Ayudante del Forense Arthur Vaughn

Detective: La causa de la muerte de la fallecida, una mujer blanca de dieciocho años de edad, identificada como Susan Lewis, de Bryn Mawr, Pensilvania, es un trauma masivo en la zona posterior derecha del hueso occipital, unido a asfixia por estrangulamiento con una ligadura de nylon alrededor del cuello. (En el protocolo de la autopsia encontrará una descripción más detallada.) Las muestras tomadas en los genitales han dado negativo. El test de fosfatasas ácidas ha dado negativo.

Detective: debido al golpe en la cabeza, la víctima se hallaba inconsciente cuando sufrió la agresión sexual. Probablemente no llegó a recuperar el conocimiento cuando el asesino la estranguló. Sin embargo, el acto sexual fue pre mortem. Pero no se han encontrado signos de eyaculación. Tal vez se deba al uso del preservativo.

Siento muchísimo todo esto. El protocolo de la autopsia responderá a cualquier pregunta que tenga, pero si no fuera así, no dude en llamarme.

La detective Barren se guardó los dos informes en la agenda de bolsillo. Echó un vistazo al protocolo de la autopsia, con su diagrama esquemático y sus varias páginas de descripción del cuerpo de su sobrina, transcrita de la grabadora del forense. Altura. Peso. Cerebro: 1.220 gramos. Corazón: 230 gramos. Estadounidense post-adolescente bien desarrollada. No se han hallado anomalías físicas. La vida reducida a tantos datos y cifras. Ninguna forma de medir la juventud, el entusiasmo ni el futuro. La detective Barren sintió el estómago revuelto y agradeció que el forense, en su compulsiva meticulosidad, hubiera olvidado enviar las diapositivas de la autopsia.

Aquella noche, de camino a casa, la detective Barren se detuvo en una pequeña librería. El dependiente era un hombre de ojos pequeños y brillantes que se frotaba las manos con frecuencia, puntuando lo que decía con movimientos corporales. La detective Barren se dijo que era la perfecta reencarnación del roquero Uriah Heep.

—¿Algo para evadirse? Una novela, supongo, una aventura, o quizás, una historia gótica de terror. Un romance, una de misterio. ¿Qué va a ser?

—La auténtica evasión —dijo la detective Barren— se logra sustituyendo una realidad por otra.

El dependiente reflexionó unos instantes. —A usted le gusta la no ficción, ¿a que sí? —No. Puede ser. Es que en este momento no me siento romántica. Pero sí quiero algo que me distraiga.

Salió con dos libros: una historia de la campaña británica en las Malvinas y una nueva traducción de la
Orestiada
de Esquilo. Calle abajo había una tienda del gourmet, y se dio el capricho de comprarse una ensalada de pasta y una botella de lo que el dependiente le aseguró que era un excelente
chardonnay
de California. Iba a cenar bien, pensó, y después leería un poco. Aquella noche había en televisión un partido de fútbol americano, que podría ver hasta quedarse dormida. Aquélla era una pasión secreta. Sonrió para sí; ante sus compañeros de trabajo no dejaba ver su entusiasmo. Ya se sentían bastante amenazados por la competencia femenina que ejercía ella. Si además intentara usurparles su deporte… Así que lo disfrutaba en privado, comprando entradas para ella sola, sentándose en las gradas al fondo del estadio, o bien quedándose en casa y tumbándose a solas delante del televisor. A lo mejor su única concesión a su condición femenina era el vino blanco servido en una copa de cristal tallado y de pie largo, en lugar de la lata de cerveza. Pero eso sí, se vestía para la ocasión. Si jugaban los Dolphins, se ponía la camiseta anaranjada y azul y veía el partido con las manos sudorosas, como cualquier macho entusiasta. Admitía cierto grado de estupidez en su comportamiento, pero se dijo que con ello no hacía daño a nadie y que así se sentía cómoda. Pensó en Susan, que vino de visita un domingo, el año anterior, y se quedó casi boquiabierta de asombro al ver a su tía la detective Barren maldiciendo de cuando en cuando, incapaz de quedarse quieta en su asiento, paseando angustiada por el salón de su apartamento, encontrando alivio tan sólo cuando los Dolphins marcaron un gol de cuarenta y nueve metros en los últimos segundos del partido. La detective Barren sonrió al recordarlo.

—Si ellos supieran… —dijo Susan en aquella ocasión.

—¡Chist! Es un secreto —replicó su tía—. No se lo digas a nadie.

—Oh, tía Merce —dijo Susan por fin—, ¿por qué nunca sé qué pensar de ti? —Entonces se abrazaron—. Pero ¿por qué el fútbol? ¿Por qué los deportes? —persistió su sobrina.

—Porque todos necesitamos tener victorias en nuestra vida —contestó la detective Barren.

3

Varias veces a lo largo de los días siguientes Mercedes Barren luchó contra el impulso de telefonear a los detectives de Homicidios del condado. Mientras se dedicaba a sus propias tareas: procesar otros delitos, trabajar con las pruebas, reprodujo mentalmente lo que estaba ocurriendo. Vio a la persona que seguía al asesino, actuando como una silenciosa sombra de todos sus movimientos mientras otros detectives intentaban dar con su paradero y empezaban a enseñar su foto a diversos testigos, juntando todas las piezas de un caso criminal.

Unos diez días después del asesinato de Susan, la detective Barren se encontraba en la silla de los testigos de un tribunal, por un caso de homicidio; a partir de los casquillos de bala hallados en el interior de la casa en la que habían sido acribillados un traficante de drogas y su novia, la detective había reconstruido el delito en su totalidad. Su testimonio era importante, pero no crucial; a consecuencia de ello, su examen por parte del carísimo abogado del asesino era más un acoso que una crítica feroz. Sabía que no podían debilitarla en cuanto a los datos; no obstante, estaba esforzándose mucho para no permitir que el abogado confundiera al jurado de tal manera que lo que ella dijese perdiera efecto.

Oyó al abogado formular cansinamente otra pregunta más: —Así que, debido a que los casquillos de bala fueron hallados aquí, usted llegó a la conclusión de que el asesino estaba… ¿dónde?

—Si observa el diagrama, marcado por el Estado como la prueba número doce, verá que los casquillos se encontraron a unos sesenta centímetros de la puerta del dormitorio. Una Browning de nueve milímetros lanza los casquillos a intervalos constantes. Por lo tanto, se puede precisar con bastante certeza científica el lugar en el que se hallaba la persona que efectuó los disparos.

—¿No pudieron rodar?

—La alfombra que hay en esa parte de la habitación tiene un grosor de cinco centímetros, abogado.

—¿La midió usted?

—Sí.

El abogado consultó sus notas. La detective Barren clavó los ojos en el acusado. Éste era un inmigrante colombiano, de baja estatura y con mucho pelo, carente de estudios salvo en métodos y modos de matar. Sería condenado, pensó, y dentro de treinta segundos llegaría otro en el próximo vuelo de Avianca para ocupar su lugar. Los asesinos eran los pañuelos de usar y tirar de la industria de las drogas; se utilizaban unas cuantas veces y después se arrojaban a un lado sin contemplaciones.

Su mirada continuó más allá del acusado y se posó en el teniente Burns, que en ese momento entraba por el fondo de la sala. Por un instante lo relacionó con el asesino que estaba siendo juzgado, pero entonces lo vio hacer disimuladamente el gesto de pulgares arriba.

Y su imaginación dio un vuelco.

Observó cómo el teniente se acercaba caminando por el pasillo central de la sala y se inclinaba sobre la barrera para susurrar unas palabras al oído del fiscal, un individuo con expresión aburrida que de pronto se enderezó, se giró y a continuación se puso de pie.

La detective Barren miró al teniente, el cual le sonrió; pero fue sólo una expresión leve, un ligerísimo gesto de la comisura de los labios.

—Señoría —dijo el joven fiscal—, ¿podemos acercarnos al estrado?

—¿Es importante? —preguntó el juez.

—Pienso que sí —contestó el fiscal.

El abogado defensor, la estenógrafa del tribunal y el fiscal rodearon el estrado y se situaron al lado de juez para que el jurado no pudiera oírlos. Conversaron unos momentos y luego regresaron a sus asientos. El juez se volvió hacia el jurado.

—Vamos a hacer un breve receso, y después continuaremos con otro testigo. —Miró a la detective Barren—. Detective, por lo visto requieren sus servicios en otra parte. Podrá ser llamada de nuevo, así que no olvide que aún se encuentra bajo juramento. —La detective Barren asintió y tragó saliva; el juez frunció el ceño—.

Detective, la estenógrafa no puede registrar por escrito un gesto de asentimiento.

—Sí, señoría. Continúo bajo juramento. Lo he entendido.

La detective Barren y el teniente se apresuraron a salir de la sala. Tras atravesar una puerta de salida y pasar por un detector de metales, el teniente dijo:

—Hace aproximadamente noventa minutos han cazado a ese cabrón. Está en Homicidios, siendo interrogado. Ahora están registrando la casa y el coche. La orden judicial se ha emitido por fin esta mañana. Hasta es posible que tú misma te hayas topado con ella al venir hacia el juzgado. Hemos intentado dar contigo, pero estabas declarando. Así que he decidido venir a buscarte en persona.

La detective Barren afirmó con la cabeza.

Ambos corrieron al exterior del edificio. Era otoño en Florida, una sutil disminución del calor opresivo del verano. Una brisa suave hacía ondear las banderas de la fachada de los juzgados.

—¿Por qué lo han detenido? —quiso saber la detective.

—El tipo que lo seguía lo vio anoche en una tienda de veinticuatro horas, comprando dos pares de medias de mujer. Las guardó en una taquilla de la Universidad de Miami, junto con un martillo de bola.

—¿Quién es?

—Un tipo raro, y además extranjero. Es una especie de árabe. Como un estudiante profesional, me han dicho. Ha hecho cursos por todas partes. Y también se ha inscrito con un puñado de nombres distintos. Pronto sabremos más. —El teniente hizo una pausa junto a la portezuela de un monovolumen sin marcas—. ¿Deseas presenciar el interrogatorio o el registro de la casa?

Ella reflexionó unos instantes.

—Vamos a pasarnos por la casa, y después vamos a Homicidios.

—Como prefieras.

La ciudad fue pasando por el parabrisas mientras se dirigían en el coche a la vivienda del sospechoso. El teniente condujo deprisa, sin hablar. La detective Barren intentó hacerse una imagen del sospechoso en la cabeza, pero no pudo. Se reprendió a sí misma; el trabajo policial requería sacar sospechas y conclusiones basándose en hechos. Ella no sabía nada de aquel hombre, se dijo. «Espera. Absorbe. Recopila. Así es como llegarás a conocerlo.» El teniente aminoró la velocidad y tomó una salida en dirección al aeropuerto.

A unas cuantas manzanas del mismo, giró y se metió por una calle de aspecto anodino. Era un área de viviendas pequeñas y de color ceniciento, en las que vivían sobre todo familias latinas y de raza negra. Muchas casas estaban rodeadas por vallas metálicas y protegidas por grandes perros tras ellas. Aquello era cosa normal en la ciudad. Los canes más grandes vivían en las zonas del extrarradio, las barriadas obreras tan vulnerables a los robos, en las que el marido y la mujer tenían que salir a trabajar. Las viviendas estaban ligeramente retiradas de la calle, pero sin setos. La calle estaba desprovista de árboles, incluso de las palmeras que parecía haber por todas partes. A la detective Barren le resultó un lugar singular por lo poco acogedor; seguramente en verano el calor convertía la calle entera en un único espacio abrasador e insistentemente polvoriento en el que las tensiones y la cólera sin duda proliferaban con la misma intensidad que las bacterias.

Al final de la calle vio varios coches de policía alineados alrededor de la última de aquellas viviendas de color pardo. Había una camioneta de la brigada canina. El teniente la señaló con la mano.

—Parece ser que ese tipo tenía un fiel doberman. Uno de los de las brigadas especiales ha tenido que pegarle un tiro.

En ese momento les dio un susto de muerte un avión que pasó por encima de ellos con los alerones y el tren de aterrizaje bajados, ahogando en su ruidoso estruendo todo lo que el teniente se disponía a añadir. La detective Barren se dijo que si ella tuviera que oír aquel ruido frecuentemente, también se habría convertido en una asesina.

Aparcaron el coche y se abrieron paso por entre un reducido grupo de curiosos que contemplaban en silencio la escena. La detective Barren vio a un par de policías de Homicidios conocidos trabajando con los vecinos, cerciorándose de obtener cualquier pista viable antes de que se les echara encima la prensa. Saludó con la cabeza al jefe del equipo que estaba registrando la casa; era un ex policía de tráfico, no muy distinto de lo que era ella, que ya había trabajado con una identidad falsa en demasiadas ocasiones. En uno de sus últimos casos había habido un problema más bien singular acerca de un dinero procedente de la droga que se había confiscado en una redada. Cien mil dólares en billetes de veinte y de cien, además de un kilo de cocaína. Los acusados eran dos estudiantes universitarios del Nordeste; cuando tuvo lugar la redada habían dicho a asuntos internos que tenían más de un cuarto de millón en efectivo, lo cual dejaba unos ciento cincuenta mil dólares sin justificar. Una difícil situación que acabó con el traslado del policía y la imposición de condenas notablemente rebajadas a los dos estudiantes. El dinero no se recuperó jamás. La detective Barren se había negado rotundamente a extraer la conclusión obvia y prefirió creer que alguien había mentido y esperaba que no fuera el policía. Aun así, al acercarse a él pensó que era un detective sumamente competente, y se sintió extrañamente aliviada en cierto modo.

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