—Di una sola palabra, vocea, grita, haz cualquier cosa, y te la romperé, y este invierno morirás en las calles.
El hombre huyó a toda prisa cuando Jeffers lo soltó. Momentos después, justo cuando estaba apurando lo que le quedaba del guiso con un pedazo de pan blanco y gomoso, Jeffers oyó sirenas, muchas, que se acercaban por la calle y se detenían a una manzana de distancia. Cogió la bolsa de las cámaras y se acercó a la escena del suceso, un incendio en un edificio de viviendas. Las familias estaban pasando a los niños desde la ventana a los bomberos, chillando presas del pánico, y Jeffers lo captó todo en imágenes. Pero la fotografía que vendió fue la de un bombero, con témpanos de hielo en el traje y en el casco, envolviendo en una manta a una niña de seis años aterrorizada y poniéndola a salvo. El director del
Plain Dealer
se mostró escéptico, pero permitió a Jeffers utilizar el cuarto de revelado. Había sido un día lento en noticias, y estaba deseoso de conseguir algo llamativo que poner en la página de sucesos locales. Jeffers recordó el esmero que puso, encerrado a solas en la habitación oscura, mezclando sus productos químicos con muchísima precaución, empapando despacio la foto hasta que comenzó a formarse la imagen. Fueron los ojos los que vendieron aquella foto, pensó Jeffers, aquella benévola mezcla de agotamiento y profunda emoción en la expresión del bombero, como contrapunto al terror acumulado que mostraba el rostro de la pequeña. Fue una foto con mucha fuerza, y el director la designó para la portada.
—Una foto genial —comentó el director—. Cincuenta pavos. ¿Adónde enviamos el cheque?
—Sólo estoy de paso.
—¿No tienes dirección?
—La YMCA.
—¿Adonde te diriges?
—A California.
—Todo el mundo quiere ir a la tierra de promisión. —Soltó un suspiro—. Libertad de expresión, amor libre, orgías y drogas. Haight-Ashbury y rock duro. —Rió—. Joder, la verdad es que no suena nada mal.
El director extrajo la cartera y le entregó dos billetes de veinte y otros dos de cinco.
—¿Por qué no te quedas un poco más por aquí a hacer unas cuantas fotos para nosotros? Te pagaré.
—¿Cuánto?
—Noventa a la semana.
«En Cleveland hace frío», pensó. Y así lo dijo:
—En Cleveland hace frío.
—Y también en Detroit y en Chicago. En Nueva York es terrible, y en Boston no digamos. Muchacho, si quieres que haga calor, vete a Miami o a Los Ángeles. Si lo que quieres es trabajar, prueba aquí mismo. Estamos en invierno. Voy a decirte una cosa: te daré noventa y cinco y te compraré un chaquetón y unos calzoncillos largos.
—¿Qué quiere que fotografíe?
—Nada de exposiciones florales ni reuniones en la Cámara de Comercio. Lo mismo que has fotografiado ya.
—Probaré —dijo Jeffers.
—Genial, muchacho. Pero hay una cosa.
—¿Cuál?
—Es una apuesta. Esta foto de hoy…, en fin, ha sido un golpe de suerte. Quiero decir que si no me traes más como ésta, te vuelves a California. ¿Lo pillas?
—Dicho de otro modo, me enseña la puerta.
—Lo has pillado. ¿Te sigue interesando?
—Claro. ¿Por qué no?
—Muchacho, con esa actitud llegarás lejos en este negocio. Ah, y otra cosa: Cleveland es una ciudad de clase trabajadora. Córtate el pelo.
Pasó once meses en Cleveland, con el pelo corto.
Recordó: Un joven que protestaba contra la guerra golpeado en la espalda por un reaccionario que portaba una gruesa estaca. Disparó una foto con teleobjetivo a 1/250 de velocidad, diafragma f-16, desde el edificio de al lado. El grano de la película acentuó la violencia. Un funeral de la mafia, con un guardaespaldas explotando de rabia frente al nutrido grupo de fotógrafos y cámaras. El pulsó el disparador deprisa, aprovechando hasta el último segundo, captando el puñetazo de aquel tipo musculoso y trajeado de negro que enseñaba los dientes, a 1/1000 y f-2.4, con película de alta velocidad. Otro funeral, éste con bandera, el de un aviador que había recibido demasiado fuego antiaéreo cuando sobrevolaba Haiphong y había regresado con su F-16 al portaaviones
Oriskany
con la intención de ponerse a salvo, sólo que durante la aproximación había perdido potencia y se había estrellado contra el agitado oleaje antes de que el equipo de rescate tuviera tiempo de acudir en su ayuda. «La familia parecía resignada —pensó Jeffers—, hubo pocas lágrimas.» Los captó en una instantánea alineados, contemplando la tumba, como si estuvieran desfilando, a 1/15 y f-22, y dejó la foto un poco más de tiempo en la cubeta para resaltar el gris del cielo. También recordó el cuerpo congelado y rígido de un drogadicto que, buscando el calor de una jeringa, se aventuró a dormir en la calle en una noche de febrero y simplemente se murió de frío. Ocurrió junto al muelle; la foto captó la luz del Cuyahoga reflejada en un mundo cubierto de hielo, a 1/500 y f-5.6. Pero, como siempre, cada vez que se acordaba de Cleveland pensaba en la chica.
Él se encontraba en el cuarto de revelado. En el rincón sonaba un pequeño transistor que había comprado con su primer cheque y que llenaba la habitación con las duras letras de las canciones de los Doors. Cada vez que encendía la radio se oía
Light My Fire
. Llevaba dos abrasadores días de verano saliendo a caminar por la mañana con uno de los últimos policías que patrullaban a pie por la ciudad. Las fotos se convirtieron en algo rutinario, demasiado blandas. El policía era extrovertido y hablador; allá donde iba era saludado, aplaudido, bienvenido. Jeffers se burló de las fotos. ¿Dónde estaba lo interesante? ¿Dónde estaba la tensión? Deseaba que alguien le disparara un tiro al policía, rezaba para que ocurriese, y decidió pasar un día más en la calle. Absorto en la música, en la oscuridad y en sus planes, casi no oyó la voz del director, que lo llamaba a gritos.
—¡Jeffers, pedazo de vago, sal de ahí!
Él dejó sus cosas con sumo cuidado, moviéndose despacio. Jim Morrison estaba cantando: «Sé que no sería sincero…» No había tardado en aprender que el director sólo existía en dos estados: el aburrimiento y el pánico.
—¿Qué? —preguntó al tiempo que salía de su cubículo.
—Un cadáver, Jeffers, cien por cien muerto, justo en mitad de los Heights. Una adolescente blanca de un barrio rico, completamente muerta. Date prisa. Allí te encontrarás con Buchanan. ¡Vamos!
Él paseó, nervioso, junto al perímetro establecido por la policía, manteniéndose apartado de los demás reporteros y cámaras de televisión que aguardaban todos apiñados, haciendo chistes, intentando enterarse de algo, pero sobre todo dispuestos a esperar hasta que viniese un portavoz o un detective a informarlos en masa. «¿Dónde está la foto?», se preguntó a sí mismo. Se desplazó a derecha y a izquierda, entró y salió de las sombras de primeras horas de la tarde, hasta que por fin, cuando nadie miraba, se subió a un árbol grande en el intento de tener una vista despejada. Estirado en una rama igual que un francotirador, acopló un teleobjetivo a la cámara y observó a los policías que trabajaban meticulosamente alrededor del cadáver de la joven. Tragó saliva al captar la primera imagen de una pierna desnuda lanzada de cualquier manera hacia un lado por el asesino. Jeffers se esforzó por ver mejor, enfebrecido, tomando una foto tras otra, enfocando la cámara de cerca sobre la víctima. Necesitaba verle los pechos, el pelo, la entrepierna; ajustó el ángulo y el enfoque y continuó accionando la cámara como si fuese una arma, girándola, manipulándola, acariciándola para acercarse más al cadáver. Se secó el sudor de la frente y una vez más apretó el disparador, lanzando un juramento cada vez que un detective irrumpía en su línea visual, haciendo zumbar el motor de la cámara cuando se le ofrecía una imagen nítida.
Aquellas fotos se las guardó para sí.
En el periódico se publicaron otras tres: una del personal de bomberos sacando el cadáver de la víctima en una camilla, metido en una bolsa de plástico; otra, con teleobjetivo, al nivel de suelo, de los detectives arrodillados junto al cuerpo, el cual quedaba oculto detrás de ellos salvo por un brazo delgado que sobresalía de forma llamativa, retirado del torso, sostenido con suavidad por uno de los agentes; y una imagen de un grupo de adolescentes temblorosas, a las que el miedo y la curiosidad habían empujado a acercarse a la escena del crimen, contemplando sorprendidas y con lágrimas en los ojos cómo sacaban el cadáver de entre los arbustos. La foto que más le gustó fue ésta; se aproximó con prudencia a las chicas para preguntarles cómo se llamaban y les sonsacó fácilmente la información hablándoles con dulzura. La foto, pensó, describía el efecto causado por el crimen. Los ojos de una de las jóvenes expresaban una fuerte impresión, mientras que la de al lado se había cubierto la cara con las manos y asomaba los ojos por encima de unos dedos rígidos por el terror. Una tercera chica tenía la boca muy abierta, mientras que una cuarta apartaba la vista de la escena. En opinión del director, aquella foto era la mejor de todas. Salió en la primera página. «Puede que haya una gratificación», dijo el director, pero Jeffers, aún embargado por la emoción, pensó que su auténtica gratificación seguía siendo el revelado en el cuarto oscuro, y en cuanto hubo visto las fotos escogidas y cómo quedaron, se apresuró a regresar a su soledad.
Sonrió.
Todavía conservaba aquellas fotos, casi veinte años después.
Siempre las conservaría.
Oyó unas risas y se volvió hacia un grupo de alumnos que estaban sentados no muy lejos. Estaban gastándole bromas a uno de ellos, que se lo tomaba todo con buen carácter. Jeffers captó sólo retazos de la conversación, pero hablaban de un trabajo que había entregado el compañero, nada de gran importancia, cosas típicas de estudiantes. Jeffers consultó su programa de clases y su plano y decidió que ya era hora de empezar.
Cruzó rápidamente el campus. Era casi la una de la tarde y quería estar en su asiento antes de que empezara la clase de «La conciencia social en la literatura del siglo XIX». Subió en cuatro brincos el corto tramo de escaleras que conducía al edificio de las aulas y se quitó las gafas de sol al entrar en el vestíbulo en penumbra. Luego se metió con decisión en el aula 101 uniéndose a la marea de alumnos, los cuales pasaban algunos de uno en uno, otros por parejas. El aula fue llenándose rápidamente; Jeffers encontró enseguida un asiento junto al pasillo, hacia el fondo. Sonrió a la joven que tenía a su lado, y ella le devolvió la sonrisa sin interrumpir la conversación con un muchacho. Jeffers lanzó una rápida ojeada a su alrededor; había como una docena de conversaciones similares a la que tenía lugar a su lado, el ruido suficiente para quebrar el silencio del aula. A su derecha espió a un alumno leyendo un periódico, a otro pasando las hojas de un libro. Otros ordenaban sus cuadernos. Él hizo lo mismo, intentando detectar algo en una conducta determinada, un leve movimiento que revelara una actitud indicativa de un candidato adecuado.
Descubrió a una muchacha, sentada sola al otro lado del pasillo y varias filas más abajo. Estaba leyendo a Ambrose Bierce, con la cabeza inclinada sobre
En mitad de la vida
. Jeffers enarcó las cejas y pensó que aquélla era una combinación extraordinaria: un escritor que podría haber vendido su alma a una joven de diecinueve años. Interesante, se dijo, y tomó la determinación de observar a la chica durante la clase.
Sentada unos cuantos asientos más allá se encontraba otra joven. Estaba dibujando ociosamente en un cuaderno. Jeffers distinguía a duras penas las formas que trazaba con el lápiz. Por un instante reflexionó, excitado, sobre la posibilidad que planteaba aquella artista, y se preguntó si sabría hacer lo mismo con las palabras. Una persona capaz de recrear la realidad en arte, pensó, quizá fuera un buen candidato. Y decidió vigilarla a ella también.
Justo a la una y un minuto entró el profesor.
Jeffers frunció el ceño. Aquel individuo tenía treinta y tantos años, aproximadamente la misma edad que él, y parecía tener mucha labia. Inició la clase con un chiste acerca de la narración que hacía David Copperfield de su propio nacimiento, como si ello fuera una rareza de Dickens, una estupidez arcaica. De pronto le entraron ganas de levantarse y chillar, pero en vez de eso continuó en su asiento explorando el auditorio en busca de alguien que no estuviera riéndose de las ingeniosidades del profesor.
Hubo una persona que llamó su atención.
Estaba sentada a su izquierda en línea recta. Alzó la mano.
—Sí, señorita…, esto…
—Hampton —terminó la joven.
—Señorita Hampton. ¿Tiene una pregunta?
—¿Está insinuando que debido a que Dickens escribía novelas por entregas adaptó sus ideas y su estilo para que se ajustaran al formato de las publicaciones semanales? ¿No cree usted que era más bien lo contrario, que Dickens entendía de manera implícita lo que pretendía decir y que, haciendo uso de su considerable habilidad, lo encajaba en segmentos manejables?
Jeffers notó que se le ralentizaba el corazón, que su mente se centraba.
—Bueno, señorita Hampton, sabemos que para Dickens la forma era muy importante…
—¿La forma, señor, por encima del contenido?
Jeffers escribió aquello en letras mayúsculas y lo subrayó: «¿La forma por encima del contenido?»
—Señorita Hampton, usted malinterpreta… Por supuesto, a Dickens le preocupaba el impacto político y social de sus obras, pero debido a las necesidades de la forma, ahora apreciamos limitaciones. ¿No se pregunta usted cómo habrían sido sus personajes y sus argumentos si no se hubiera visto obligado a desempeñar el papel de un escritor de panfletos?
—No, señor, la verdad es que no me lo he preguntado.
—Eso era lo que pretendía decir, señorita… Hampton.
«Pues no era gran cosa, además», pensó Jeffers.
Observó que la joven volvía a inclinar la cabeza sobre su cuaderno y escribía rápidamente unas palabras. Tenía un cabello rubio oscuro que le caía de forma descuidada sobre la cara ocultando lo que en opinión de Jeffers era una considerable belleza natural. Entonces se fijó en que la chica estaba flanqueada por dos asientos vacíos.
Sintió que su cuerpo se estremecía de forma involuntaria.
Aspiró profundamente y soltó el aire despacio.
Otra vez, pensó al tiempo que inhalaba una gran bocanada de aire y la exhalaba lentamente. A hurtadillas se llevó una mano al pecho e intentó tranquilizarse: no esperaba encontrar una biógrafa en la primera clase que visitara. Precaución, precaución. Simple precaución. La chica tenía potencial. Lo que debía hacer era esperar. Observar. Se obligó a sí mismo a estudiar a las otras dos jóvenes en que se había fijado antes. Tuvo una súbita imagen de sí misino como si fuera una fiera pequeña, oscura, agazapada, esperando, previendo, escondida en las sombras debajo de una piedra suelta en un sendero muy trillado. Sonrió y pensó para sí con placer: progresa.