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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (69 page)

Y mire usted lo que pasó. Un caricaturista misterioso hizo la siguiente caricatura: Belikov, con chanclos, los pantalones remangados y el paraguas en la mano, se pasaba del brazo de la señorita Kovalenko; debajo había una leyenda que decía: «Antropos, enamorado». Era un dibujo muy bien hecho, y el retrato de Belikov había salido admirablemente. El caricaturista envió a todos los profesores del colegio y del Liceo de señoritas y a no pocos empleados del Estado sendos ejemplares de su obra, para la que debió de trabajar muchas noches.

Naturalmente, Belikov recibió también un ejemplar. La caricatura le produjo malísima impresión.

Era el día 1º de mayo, y domingo. Habíamos organizado una excursión de todo el colegio al bosque vecino. Estábamos todos citados a la puerta del centro docente. Salí de casa en compañía de Belikov, que estaba lívido, abatido, sombrío, como una nube de otoño.

—¡Qué gente más mala hay! —me dijo.

Sus labios temblaban de cólera. Lo miré y me dio lástima.

Seguimos nuestro camino y vimos de pronto aparecer, montados en bicicleta, a Kovalenko y a su hermana. Varenka avanzaba risueña, la faz enrojecida.

—¡Nos dirigimos directamente al bosque! —nos gritó—. ¡Qué hermoso día!, ¿eh? ¡Qué delicia!

Momentos después se habían perdido de vista.

Belikov se había puesto como un tomate y parecía petrificado de asombro. Se había detenido y me miraba fijamente.

—¿Qué significa esto? —me preguntó—. ¿Acaso los ojos me han engañado? ¿Es propio de un profesor y de una mujer pasearse en bicicleta?

—¿Por qué no? —le dije—. Si les gusta…

—¡Cómo! —gritó asombrado de mi tranquilidad—. ¿Qué dice usted?

Estaba tan dolorosamente sorprendido, que no quiso tomar parte en la excursión y se volvió a su casa.

Al día siguiente no hacía más que frotarse las manos nerviosamente y temblar. Se advertía que no estaba bueno. Se fue del colegio sin acabar de dar sus lecciones, cosa que no había hecho en su vida.

Ni siquiera comió aquel día. Al atardecer se vistió muy de invierno, aunque hacía buen tiempo, y se fue a casa de Kovalenko.

Varenka no estaba en casa, y lo recibió el hermano.

—Siéntese usted —lo invitó Kovalenko, frunciendo las cejas.

Acababa de levantarse de dormir la siesta, y estaba de mal humor.

Belikov se sentó. Durante diez minutos uno y otro guardaron silencio. Al cabo, Belikov se decidió a hablar:

—Vengo a verlos a ustedes —dijo—, para desahogar un poco mi corazón. Sufro mucho. Un señor sin decoro acaba de hacer una caricatura contra mí y contra una persona que nos interesa a ambos. Le aseguro a usted que yo no he hecho nada que justifique esa abominable caricatura. Me he conducido siempre, por el contrario, como debe conducirse un hombre bien educado…

Kovalenko no respondía. Seguía malhumorado, y no manifestaba el menor deseo de sostener la conversación.

Tras una corta pausa continuó Belikov, con voz débil y triste:

—Quiero, además, decirle a usted otra cosa… Yo hace tiempo que estoy al servicio del Estado como pedagogo, mientras que usted acaba de empezar su servicio. Y creo de mi deber, en calidad de colega más viejo, hacerle a usted una advertencia: usted se pasea en bicicleta, y eso no es nada propio de un educador de la juventud…

—¿Por qué razón?

—¿Acaso hacen falta razones? Me parece que es una cosa harto comprensible. Si un profesor se pasea en bicicleta, ¿qué no podrán hacer los discípulos? ¡Podrán andar cabeza abajo! Además, puesto que no está permitido por las circulares, no se debe hacer… Ayer me horroricé al verle a usted en bicicleta…, y, sobre todo, al ver a su hermana de usted. Una mujer o una muchacha, en bicicleta, es un horror, un verdadero horror…

—Bueno, ¿y qué quiere usted?

—Sólo quiero advertirle. Es usted joven todavía y debe pensar en su porvenir. Debe usted conducirse con suma prudencia, y, sin embargo, hace usted cosas… Lleva usted camisa bordada en vez de plastrón, se le ve siempre por la calle cargado de libros… Ahora esa bicicleta… El señor director se enterará de que usted y su señora hermana se pasean en bicicleta, y después se sabrá, de seguro, en el ministerio… Son de temer consecuencias muy enojosas…

—¡El que yo y mi hermana nos paseemos en bicicleta no le importa a nadie más que a nosotros! —dijo Kovalenko, rojo de cólera—. ¡Y si alguien se permite intervenir en nuestros asuntos, lo enviaré a todos los diablos! ¿Ha comprendido usted?

Belikov palideció y se levantó.

—Si me habla usted en ese tono, no puedo continuar la conversación —dijo—. Además, le suplico que no hable así nunca, en mi presencia, de las autoridades. ¡Debe usted respetar a las autoridades!

—¡Pero si no he dicho una palabra de ellas! —exclamó Kovalenko—. ¡Déjeme usted en paz! Soy un hombre honrado y me molesta hablar con un señor como usted. Detesto a los espías.

Belikov empezó, con mano nerviosa, a abotonarse. En su faz se pintaba el horror. Era la primera vez que se le decían cosas semejantes.

—Puede usted decir lo que le dé la gana —contestó, saliendo—. Pero debo prevenirle: alguien puede haber oído nuestra conversación, y para que no la interprete mal y no haya consecuencias enojosas que lamentar, creo mi deber contárselo todo al señor director.

—¿Quieres denunciarme, canalla? ¡Muy bien, largo!

Hablando así, Kovalenko asió a Belikov por la nuca, y lo empujó con tanta fuerza, que lo hizo caer y rodar por las escaleras. Como eran altas y muy pinas, el pobre profesor de Griego llegó abajo molido. Lo primero que hizo al levantarse fue echarse mano a las narices para convencerse de que no se le habían roto las gafas. Luego, de pronto, vio al pie de la escalera a Varenka con otras dos damas; lo habían visto rodar, lo cual era para él lo más terrible: hubiera preferido descalabrarse o romperse ambas piernas a la perspectiva de ser objeto de las zumbas de toda la ciudad. ¡Todo el mundo se enteraría de que Kovalenko lo había tirado por las escaleras! Todos lo sabrían: el director, las autoridades. Se le haría otra caricatura, la gente se burlaría de él. Aquello acabaría muy mal: se vería obligado a dimitir. ¡Qué desgracia, Señor!

Varenka, viéndolo mohíno, la ropa en desorden, lo miraba sin comprender lo que había sucedido. Creyendo que su caída había obedecido a un traspiés, prorrumpió en carcajadas alegres y sonoras:

—¡Ja, ja, ja!

Aquella hilaridad ruidosa fue el remate de todo: de los proyectos matrimoniales de Belikov y de la propia existencia del profesor.

Belikov ya no oyó ni vio nada.

Llegó a su casa, quitó de encima de la mesa el retrato de Varenka, se acostó y no volvió a levantarse.

Tres días después vino a mi casa su criado Afanasy y me dijo que era necesario ir a buscar un médico pues su amo parecía gravemente enfermo.

Fui a ver a Belikov. Estaba acostado bajo el baldaquino, tapado con la colcha, y guardaba silencio. Todos mis intentos de hacerle hablar fueron vanos: sólo contestaba con síes o noes. Afanasy, junto a la cama, suspiraba sin cesar y exhalaba un fuerte olor a vodka.

Un mes después Belikov falleció.

Le hicimos un entierro solemne. Formaban el cortejo fúnebre escolares de todas las escuelas de la ciudad. En el ataúd, la expresión de su faz era suave, casi alegre: diríase que le complacía verse, al cabo, metido en un estuche del que ya no saldría nunca. ¡Había realizado su ideal!

Como para halagarle, el tiempo, el día del entierro, fue sombrío, lluvioso, y llevábamos todos chanclos y paraguas.

Varenka asistió al entierro; cuando se colocó el ataúd en la tumba vertió algunas lágrimas. Mirándola, me percaté de que las mujeres ucranias, o ríen como locas, o lloran: su humor nunca es tranquilo, sereno.

Confieso que enterrar a gente como Belikov constituye un gran placer. Aunque al volver del cementerio se pintaba en nuestros semblantes la tristeza, como es de rigor en ocasiones semejantes, aquello era una máscara que ocultaba nuestro contento; todos nos sentíamos muy felices, como en nuestra infancia, cuando las personas mayores se ausentaban y nos dejaban por algunas horas o por algunos días en plena libertad. ¡Ah, la libertad! ¡Qué tesoro! Sólo una ligera alusión a la libertad, la vaga esperanza de ser libres, da alas a nuestra alma.

Sí; volvimos del cementerio de muy buen humor, esforzándonos en ocultarlo.

Los días se deslizaron. La vida siguió su curso habitual: aquella vida severa, fatigosa, estúpida, entorpecida por toda suerte de prohibiciones, privada de libertad. La muerte de Belikov no la hizo más fácil; Belikov había muerto; pero ¡cuántos hombres enfundados existían aún sobre la Tierra y habían de existir durante mucho tiempo!

—Es verdad —dijo Iván Ivanovich—. Sobre todo, entre nosotros no faltan.

—¡Y no será fácil desembarazarse de ellos!

Burkin salió de la porchada. Era un hombrecillo grueso, completamente calvo, con una gran barba negra que le llegaba hasta cerca de la cintura. Dos perros de caza salieron tras él.

—¡Qué Luna! —dijo mirando al cielo.

Era ya media noche. A la derecha, bajo la blancura lunar, se extendía la aldea; la calle, de cerca de cinco kilómetros, se perdía en la distancia. Todo estaba sumido en un sueño dulce y profundo. Nada se movía, no se oía el menor ruido. Parecía increíble que un silencio tal pudiera existir en la Naturaleza.

Cuando en una noche de luna se contempla la ancha calle aldeana con sus casas y sus montones de trigo, una gran serenidad envuelve el alma. En su reposo, hundida en la noche, la aldea, olvidadas sus penas, cuidados y dolores, se reviste de un suave encanto melancólico; las estrellas la miran con cariño; diríase, en tales momentos, que no existe el mal sobre la tierra, que todo es en ella bienandanza.

A la izquierda, al extremo de la aldea, comenzaba el campo, cuya amplitud se dilataba hasta el horizonte. Y todo aquel enorme espacio, inundado de luna, yacía también en silencio, tranquilo, sumido en un sueño profundo.

—Sí, el pobre Belikov —dijo Iván Ivanovich— era un hombre enfundado… Pero nosotros, que vivimos en esa abominable ciudad, en sucias y estrechas casas, entre papeles inútiles y, con frecuencia, estúpidos, que jugamos a las cartas, ¿no estamos también enfundados? Nosotros, que pasamos la vida entre gandules y parásitos, entre gentes ruines y mujeres ociosas y necias, ¿estamos más al aire libre?… Si quiere usted, le contaré una historia muy interesante a este respecto…

—No, es hora de dormir —contestó Burkin—. ¡Hasta mañana!

Entraron en el porche y se acostaron sobre el heno.

—¡No es nada feliz nuestra vida! —suspiró Iván Ivanovich, volviéndole la espalda a Burkin—. Sólo vemos en torno nuestro embusteros e hipócritas, y hay que soportar todo eso; no hay bastante valor para decirle a un idiota que lo es ni para decirle que miente a un embustero; no nos atrevemos a declarar abiertamente que toda nuestra simpatía la merecen los hombres honrados y libres, que, a pesar de todo, en alguna parte han de existir. Mentimos, nos humillamos, sonreímos, cuando de buena gana maldeciríamos, y todo por tener un pedazo de pan, una vivienda, lo que se llama, en fin, una posición. ¡Verdaderamente esta vida es una porquería!

—Eso es ya alta filosofía —repuso, Burkin—. Más vale dormir…

Momentos después roncaba.

Iván Ivanovich no podía dormir. Habiendo intentado en vano conciliar el sueño, se levantó, salió de la porchada y, sentándose en el umbral de la puerta, encendió la pipa.

Un hombre irascible

Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros». Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.

Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros».

Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de…»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:

«Te acuerdas de este cantar apasionado».

Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:

—Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera…

Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra «b» y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.

—Nicolás Andreievitch —añade—, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.

¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Narinka o Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a una señora o a una señorita siéntome como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o Varinka tiene un temperamento apasionado —entre paréntesis, su abuelo era un armenio—. Ella sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por delante de la casa de los Karenin veo al perro y me acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.

—¿Por qué suspira usted? —me pregunta Narinka o Varinka. Y ella a su vez suspira.

Aquí debo dar una explicación: Narinka o Varinka —de repente me doy cuenta de que se llama Masdinka— figúrase que yo estoy enamorado de ella, y se le antoja un deber de humanidad compadecerme y curar la herida de mi corazón.

—Escuche —me dice—, yo sé por qué suspira usted. Usted ama, ¿no es verdad? Le prevengo que la joven por usted amada tiene por usted un profundo respeto. Ella no puede corresponderle con su amor; mas no es suya la culpa, porque su corazón pertenece a otro, tiempo ha.

La nariz de Masdinka se enrojece y se hincha; las lágrimas afluyen a sus ojos. Ella espera que yo le conteste; pero, felizmente, hemos llegado. En la terraza se encuentra la mamá de Masdinka, una persona excelente, aunque llena de supersticiones. La dama contempla el rostro de su hija; y luego se fija en mí, detenidamente, suspirando, como si quisiera exclamar:

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