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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (65 page)

—¡Todo es posible, todo es posible!

Si en el libro que le leía mi hermana se contaba alguna falsedad, alguna cosa poco honrada, parecía sentir una malévola alegría, y, señalando al libro con un dedo, decía con aire de triunfo:

—¡He aquí a lo que lleva la mentira, la hipocresía, la falsedad humana!

Los dramas le agradaban grandemente por su contenido, su estructura complicada, su acción palpitante. Sentía grande admiración por él, es decir, por el autor, a quien no nombraba jamás por su nombre.

—¡Qué bien ha desentrañado las cosas! —exclamaba casi siempre con entusiasmo, cuando en el momento crítico los personajes salían triunfantes de todas las dificultades.

Esta vez mi hermana le leyó sólo una página; su voz desfallecía. Nabo le cogió una mano y le dijo con voz emocionada:

—En el hombre justo, el alma es tan blanca y limpia como la tiza, y la del pecador es negra como el hollín de la chimenea. Es preciso vivir conforme a los santos: libres, trabajando, y rechazar los vanos placeres de la vida. Aquel que vive engañando y sin trabajar será castigado por Dios Todopoderoso. ¡Desgraciados los ricos, los injustos, los usureros! Ellos no entrarán jamás en el reino de los cielos. Porque la herrumbre destruye el hierro…

—¡Y la mentira destruye el alma! —terminó riendo, mi hermana, la frase favorita de Nabó…

Volví a leer la carta de Macha, y una sensación de dolor intenso invadió mi alma, como si yo presintiera algo fatal, inevitable y terriblemente triste.

En este instante entra en la cocina el soldado que nos llevaba siempre, dos veces por semana, de parte de un desconocido, pan blanco, té, azúcar y perdices olientes a perfumes finos. La persona caritativa que nos enviaba todo aquello sabía probablemente que yo no tenía trabajo y que vivíamos en una gran miseria.

Oí a mi hermana hablar con el soldado, riendo alegremente. Después se volvió a acostar, con un trozo de pan blanco en la mano y me dijo:

—Desde que tú te hiciste obrero, yo y Ana Blagovo sabíamos muy bien que tenías razón, pero no nos atrevíamos a decirlo en voz alta. Di, ¿qué fuerza nos impide decir francamente aquello que pensamos? Ana Blagovo, por ejemplo, te ama, te adora, sabe perfectamente que tienes razón; yo también; ella me quiere mucho y sabe que también tengo razón, y, sin embargo, algo le impide venir a nuestra casa, nos rehúye, temerosa de encontrarse con nosotros.

Mi hermana calló un instante y agregó con vehemencia:

—¡Si supieras cómo te ama! Sólo a mí me ha confesado su amor, y eso en la oscuridad, para que no pudiera ver su rostro. Me conducía a una alameda oscura del jardín y me hablaba, susurrando, de su gran amor por ti. Estoy segura que no se casará jamás, porque eres tú su solo amor. ¿No es verdad que da lástima?

—Sí.

—Es ella quien nos manda comida. ¡Es graciosa! ¿Por qué se oculta? Yo también me ocultaba, tenía miedo de decir lo que pensaba; pero ahora todo ha terminado: ya no tengo miedo de nada; diré cuanto quiera, y me siento dichosa. Cuando vivía en casa, no sabía aún lo que constituía la dicha, mientras que ahora no me cambiaría por una reina.

El doctor Blagovo vivía en nuestra ciudad, en casa de su padre. Se disponía a regresar a Petersburgo. Trabajaba mucho, se ocupaba en estudios científicos y había decidido marchar al extranjero para prepararse al profesorado. Dejó su servicio del regimiento, y en lugar del uniforme militar llevaba amplio gabán, anchos pantalones y bellas corbatas. Venía con frecuencia a visitarnos.

Mi hermana estaba encantada de sus trajes, de sus corbatas y alfileres y de un pañuelo pequeño encarnado que llevaba en el bolsillito de su gabán.

En una ocasión, para distraernos, mi hermana y yo nos pusimos a enumerar sus trajes y contamos una decena.

Era evidente que seguía enamorado de mi hermana, y, sin embargo, jamás le había prometido, ni por galantería, llevarla con él a Petersburgo o al extranjero. Yo no podía imaginar qué sería de ella ni del niño que iba a nacer.

Ella no se daba exacta cuenta de su situación. No pensaba seriamente en el porvenir; decía que Vladimiro podía ir donde quisiera, incluso abandonarla, con tal que fuera dichoso; ella se contentaba con la felicidad que el doctor le había dado ya.

De ordinario, cuando él venía a nuestra casa, la examinaba detenidamente desde el punto de vista médico, y le hacía beber leche caliente con unas gotas medicinales.

Aquel día hizo igual. La reconoció y la obligó a beber una cosa.

—¡Bravo, estoy contento de ti! —le dijo cogiendo el vaso vacío—. No es preciso que hables tanto. Desde hace poco tiempo charlas como una urraca. ¡Cállate, te lo ruego!

Ella se echó a reír.

Luego, el doctor entró en el cuarto de Nabó, cerca del que me encontraba, dándome cariñosamente en el hombro.

—Bueno, muchacho, ¿cómo va? —preguntó, inclinándose sobre el enfermo.

—¡Todos estamos en la mano de Dios, señor doctor! Todos hemos de morir el día menos pensado. Y permítame usted que le diga, señor doctor: usted no entrará en el reino de los cielos; el infierno estaría vacío. Es preciso que haya pecadores también…

Minutos después, el doctor y yo nos hallábamos en la calle.

—¡Es doloroso, muy doloroso! —me dijo.

Observé que estaba muy acongojado y que las lágrimas asomaban a sus ojos.

—Está alegre, gozosa —continuó—; ríe, espera, y, sin embargo no quiero ocultárselo, su situación es desesperada, amigo mío. Sí, desesperada. Nabó me odia y me ha hecho comprender que yo obré respecto a su hermana de un modo poco honrado. Desde su punto de vista, tal vez tenga razón; pero yo tengo un concepto propio del bien y del mal y no me arrepiento de nada que haya hecho. Cada uno tiene derecho al amor, ¿no es cierto? Sin el amor, la vida sería imposible, y sólo los esclavos y los pobres de espíritu pueden temer y huir del amor.

Comenzó a hablar de otras cosas: de la ciencia, de sus esperanzas en lo concerniente a su carrera. Hablaba con énfasis, y se veía bien claro que no se acordaba ya de mi hermana, de su situación desesperada ni de su propio dolor. La vida le atraía, le llamaba, le arrebataba con sus posibilidades, con sus extensos horizontes. Macha tenía sus sueños, sus grandes esperanzas y ambiciones; él mismo estaba poseído de su carrera científica, y sólo yo y mi hermana quedábamos allí, pobres, desgraciados, sin ningún porvenir, sin sueños ni esperanzas.

El doctor estrechó mi mano y se marchó. Quedé solo en la calle. Me aproximé a un mechero de gas encendido, y una vez más leí la carta de Macha. Los recuerdos de mi reciente dicha se apoderaron de mi cerebro. Recordé cómo una mañana de primavera fue a verme al molino, se acostó y cubrióse con mi pelliza para mejor parecer una simple campesina. Otra vez, cuando echábamos el anzuelo a los peces del río, estaba casi toda mojada y esto le causaba tal placer que rió durante todo el tiempo.

Sin darme cuenta, me encontré en la calle de la Nobleza, ante la casa de mi padre. Estaba sumida en la oscuridad.

Salté por encima del muro que la separaba de la calle y pasé, por la puerta de detrás, a la cocina. No había nadie. La tetera hervía, probablemente preparada para mi padre. «Sí, le servirán ahora el té» pensé.

Tomé una luz y me dirigí a la casita del patio donde yo habité en otro tiempo. Allí me arreglé, con viejos periódicos, una cama, y me acosté. La casita, débilmente alumbrada por la tenue luz de la lámpara, se llenó de sombras movientes. Hacía frío. Me figuraba que al momento entraría mi hermana llevándome de comer; pero inmediatamente me acordé que se hallaba ahora enferma en casa de Nabó. Mi consciencia se había oscurecido, y sufría múltiples pesadillas.

Bien pronto escuché una campanilla. Desde mi infancia conocía su sonido breve y lastimero.

Era mi padre, que volvía del club.

Me levanté y volví a la cocina.

La cocinera, Asksinia, al advertir mi presencia, hizo un ademán de sorpresa y comenzó a llorar.

—¡Ah, querido! —sollozó—. ¡Dios mío, Dios mío, a lo que has llegado!…

Su emoción era tan grande que comenzó a estrujar su delantal entre las manos.

Sobre la ventana había una gran botella de «vodka». Me serví una copa y la bebí ávidamente, pues estaba sediento. Los bancos y las mesas estaban limpios; se respiraba un olor agradable, que me gustaba mucho en mi niñez. Mi hermana y yo le teníamos mucho cariño a la cocina, donde pasábamos, durante las ausencias de mi padre, horas enteras escuchando los cuentos fantásticos de la cocinera, o jugando al rey y la reina.

—Y Cleopatra, ¿dónde está? —me preguntó Askinia, en voz baja, reteniendo la respiración—. ¿Y tu mujer? He oído decir que marchó a Petersburgo.

Servía ya en nuestra casa cuando mi madre vivía, y nos bañaba a Cleopatra y a mí. Ahora también continuaba considerándonos como niños que es preciso vigilar porque hacen tonterías.

Durante un cuarto de hora me habló de sus opiniones sobre mí, sobre mi hermana, sobre nuestra situación. Se veía que tenía vagar suficiente para entregarse a estas reflexiones.

—Se puede obligar al doctor a casarse con Cleopatra —dijo—. Basta que ella dirija una petición al arzobispo para que éste anule su primer matrimonio. Si el doctor rehúsa casarse, se podrán tomar medidas respecto de él.

En cuanto a mí, encontró también una solución: yo podía vender, sin que mi mujer lo supiera, Dubechnia, y poner el dinero en un Banco a mi nombre. Además —decía la cocinera—, si mi hermana y yo hubiésemos caído de rodillas ante mi padre, nos habría tal vez perdonado. Por de pronto era preciso mandar decir una misa.

En aquel momento se oyó la tos de mi padre.

—Vaya, pequeño mío, háblale —dijo Askinia—, salúdale humildemente. No te pasará nada por eso.

Entré en el gabinete de mi padre. Estaba ya sentado ante la mesa y delineaba el proyecto de una casa de campo de ventanas góticas y una gran torre parecida a la del cuartel de bomberos, algo, en suma, muy feo, trivial, insignificante. Desde el sitio donde yo me había detenido pude ver muy bien el dibujo.

Cuando hube visto el rostro flaco de mi padre y su cuello amoratado, sentí por un momento el deseo de echarme ante él suplicándole perdón, como me lo había recomendado Askinia; pero la vista de aquella pobre casa de campo con su torre repugnante me contuvo.

—¡Buenas noches! —dije.

Me miró un momento; pero bajó en seguida los ojos al dibujo.

—¿Qué necesitas? —preguntó, después de un breve silencio.

—He venido para decir a usted que mi hermana está muy enferma…

Esperé un instante, y continué:

—Está en trance de muerte.

—¡Bueno, qué le vamos a hacer! —suspiró mi padre, quitándose los lentes y dejándolos sobre la mesa—. Se recoge aquello que se siembra.

Se levantó, dio algunos pasos por la habitación, y repitió:

—Sí, se recoge aquello que se siembra. Acuérdate cómo hace dos años, cuando viniste a verme, te supliqué, en este mismo lugar, renunciases a tus locas ideas; recuerda mis súplicas encaminadas a que no olvidaras tus deberes y velaras por el honor de nuestra familia y las gloriosas tradiciones legadas por nuestros antepasados. Nuestro deber es guardar esas tradiciones, y, sin embargo, las has pisoteado. No has querido seguir mis consejos. Nada quisiste escuchar, y sigues con tus locas ideas. No contento con esto, has lanzado sobre el mismo camino peligroso a tu pobre hermana. Gracias a ti ha perdido toda idea de moralidad y de honestidad. Ahora llegó el castigo. Ambos os encontráis en peligrosa situación. ¡Qué le vamos a hacer! Se recoge aquello que se siembra.

Mientras hablaba seguía paseando con paso lento a través del gabinete. Creía, sin duda, que yo había ido para pedirle perdón por mi hermana y por mí, reconociendo que habíamos cometido faltas. Esperaba ruegos, súplicas.

Yo sentía frío, y temblaba de pies a cabeza, como si sufriera fiebre. Con voz débil y serena le contesté:

—Yo también le ruego recuerde que aquí mismo, en este lugar, le supliqué me comprendiera, que comprendiera mis ideas y proyectos, porque, nosotros podíamos decidir juntos el modo de ordenar la vida. Por toda respuesta, usted comenzó a hablar de nuestros antepasados, de su abuelo el poeta, etc. Ahora, cuando le anuncio que su hija única está gravemente enferma, en situación desesperada, usted vuelve a hablar de sus antepasados, de las gloriosas tradiciones. Es inconcebible esa ligereza en un hombre ya viejo.

—¿Por qué has venido? —me preguntó colérico, probablemente herido por el reproche de ligereza.

—No lo sé. Yo le quiero. Lamento hondamente que estemos tan distantes el uno del otro. Le quiero todavía; pero mi hermana ha roto todos los lazos que le unían a usted. No le perdona ni le perdonará jamás. Sólo el oír su nombre de usted remueve en ella el odio por su pasado, por la vida que llevó a su lado.

—¿De quién es la culpa? —gritó mi padre—. ¡Eres tú, el culpable, el canalla, tú lo eres!

—Admitamos que sea yo el culpable —dije—. Confieso que tal vez he cometido muchas faltas; pero dígame usted, ¿por qué su vida, que nos cree obligados a imitar, que usted nos presenta como una vida modelo, por qué es tan sin espíritu, tan monótona, tan aburrida? ¿Por qué en todas las casas que usted construye aquí desde hace treinta años no hay un solo hombre que pueda enseñarnos de qué manera es preciso vivir? ¡No hay un solo hombre honrado en la ciudad! Las casas de usted son nidos malditos, en los cuales se martiriza a las madres, a las hijas, se mata moralmente a los niños.

Callé un instante para tomar aliento, y continué:

—¡Mi infeliz hermana! ¡Mi desgraciada hermana! Es preciso estar ciego, necesario insensibilizar el espíritu por el «vodka», los naipes, las charlas insulsas, o bien dedicar toda la vida a esos pobres dibujos de casas con apariencia abominable, para no ver todos los horrores que se ocultan en esas casas. La ciudad cuenta ya doscientos años de existencia, y no ha dado a la patria ni un solo hombre útil. ¡Ni uno solo! Todos ustedes han matado el germen, cuidadosamente, cuanto había aquí, vital, capaz. Es ésta una ciudad de tenderos, de hosteleros, de escritorzuelos, de cobardes y de devotos: una ciudad que pudiera desaparecer el día menos pensado sin que se advirtiese su desaparición y sin que nadie llorase su pérdida.

—No quiero oírte más, ¡canalla! —gritó mi padre asiendo la regla que había sobre la mesa. ¡Cállate! Estás borracho. ¿Cómo te atreves a presentarte ante mí en tal estado? Yo te declaro por última vez y díselo también a tu hermana, que ha perdido toda honestidad, yo os declaro que no recibiréis nada mío. Por consiguiente, no seréis mis herederos. He arrancado de mi corazón los malos hijos, y si sufren las consecuencias de su indocilidad y de su obstinación, tanto peor para ellos. ¡No tengo piedad para vosotros! ¡Piensa en marcharte! Dios misericordioso ha querido castigarme dándome hijos perversos, y yo me someto, humilde, a esta prueba. Como el Job bíblico, halló consuelo en los sufrimientos y en el trabajo.

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