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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (64 page)

Dos días después fue a casa de Achoguin para tomar parte en el ensayo. Llevaba vestido negro, collar de corales al cuello con un gran broche pasado de moda; en las orejas, grandes pendientes con gruesos brillantes. Sentí angustia al mirarla: de tal manera su toilette carecía de gusto. ¡Qué desdichada idea la de ponerse joyas para ensayar! Los demás se fijaron en su toilette, de mal gusto e inoportuna; lo comprendí en las miradas y sonrisas.

—¡Cleopatra de Egipto! —dijo alguien a media voz, riendo.

Tenía en la mano un cuaderno con un papel.

Se esforzaba en parecer una señorita distinguida, bien educada, que sabía perfectamente presentarse en sociedad, pero no lo lograba; al contrario, su aspecto era amanerado y ridículo. No había ya en ella la sencillez y gentileza natural que le eran habituales.

—Le he dicho a papá que venía al ensayo —comenzó a decirme— y me ha gritado que me niega su bendición paternal, y tenía también la intención de pegarme.

Miró un momento su cuaderno y agregó:

—Figúrate, no sé mi papel. Seguramente tendré muchas equivocaciones en escena. Pero, en fin, ¡la suerte está echada! Sí, la suerte está echada; estoy decidida…

Me parecía que todo el mundo la miraba, y me asusté de la grave determinación que acababa de tomar. Estaba convencida de que esperaban de ella algo extraordinario. Habría sido inútil tratar de persuadirla de que nadie se ocupaba de gente tan humilde y poco interesante como ella y yo.

Antes del tercer acto no tenía nada que hacer. En este acto representaba el papel de una comadre de provincias, que debía permanecer un instante tras la puerta para escuchar, y luego entrar en escena y decir un breve monólogo.

Antes de salir a escena, durante más de hora y media, en tanto que el ensayo de los dos primeros actos seguía su curso, ella siguió a mi lado, musitando sin cesar su papel y apretando con mano nerviosa el cuaderno. Pensaba que la atención de todo el mundo estaba fija en ella y que todos esperaban con impaciencia su salida a escena. Con mano temblorosa alisaba sus cabellos y decía:

—Ya verás, no recordaré el papel. Tengo un presentimiento… mi corazón late con violencia. Si lo oyeses… Tengo tanto miedo como si me fueran a ahorcar…

Al fin llegó el momento:

—¡Cleopatra Alexeyevna, prevenida! —le dijo el segundo apunte.

Salió hasta mitad de la escena. En su rostro se pintaba el terror. En aquel momento estaba fea, torpe.

Durante un minuto permaneció inmóvil, como paralizada y sólo sus pendientes se balanceaban.

—Por la primera vez es permitido leer el cuaderno —le dijo alguien.

Yo la veía temblar de pies a cabeza, de tal modo que no podía abrir el cuaderno. Iba a aproximarme a ella para sacarla de escena y calmarla; pero en aquel momento cayó de improviso de rodillas y comenzó a llorar como una loca.

Todos estaban confusos, emocionados, llenos de agitación. Mi hermana fue rodeada por todos lados. Sólo yo permanecí como clavado en mi sitio junto a los bastidores, lleno de espanto, sin comprender nada de lo que acababa de pasar ni saber qué debía hacer.

La levantaron y se la llevaron de la escena. Ana Blagovo se aproximó a mí. Yo no la había visto antes, y surgió ante mí como si brotase de la tierra. Llevaba sombrero y un velo sobre la cara y, como siempre, su actitud era la de una persona que sólo iba allí por unos instantes.

—Le recomendé que no aceptara el papel —dijo con voz alterada, ruborizándose ligeramente—. Ha sido una locura, que usted ha debido impedir…

En aquel momento se acercó a nosotros, con paso rápido y agitado, la señora Achoguin, con una blusita de mangas cortas, manchada de ceniza, delgada y derecha como una tabla.

—¡Es horrible, amigo mío! —me dijo retorciéndose las manos y mirándome, según su costumbre, a los ojos—. ¡Es terrible! Su hermana está en una situación… ¡Está embarazada! ¡Llévesela, se lo ruego!

Estaba tan turbada, que casi se ahogaba.

Algo separadas, permanecían sus tres hijas, delgadas y rectas como ella, apretadas una con otra, pintado en sus rostros el terror. Diríase que acababan de detener en su casa a un terrible criminal y que su casa estaba deshonrada para toda la vida.

¡Y pensar que esta familia había luchado toda su vida contra los prejuicios! Estos infelices creían candorosamente que todos los prejuicios y errores de la humanidad sólo consisten en las tres bujías, en la fecha 13 y en el martes…

—¡Le ruego a usted, le suplico! —repetía sin cesar la señora Achoguin, mirándome con la expresión de una mujer agobiada por horrible desgracia—. ¡Le suplico se lleve de aquí a su hermana!…

XVIII

Minutos después, mi hermana y yo caminábamos por la calle. Yo la cubría con un extremo de mi gabán para protegerla mejor contra el frío.

Caminábamos muy de prisa, eligiendo las callejuelas oscuras, esquivando a las gentes que venían a nuestro encuentro. Nuestra marcha parecía huida.

Ella no lloraba ya, y sus ojos secos miraban tristemente. Hasta el arrabal Makarija, donde ya la llevaba, sólo había veinte minutos de camino a pie; pero durante este corto trayecto hablamos de todo, evocamos los recuerdos de nuestro pasado, deliberamos y tomamos decisiones en lo concerniente a nuestra situación actual.

Decidimos que no podíamos permanecer más en la ciudad y que en cuanto yo obtuviera algún dinero marcharíamos a otro sitio cualquiera.

En la mayor parte de las casas se dormía ya, y las luces estaban apagadas; en otras se jugaba a la baraja. Todas aquellas casas nos inspiraban pena y temor; hablábamos del salvajismo, de la grosería y de la ruindad de aquellas gentes, de aquellos aficionados al arte dramático a quienes acabábamos de asustar de tal manera. Yo me preguntaba en qué eran superiores aquellas gentes estúpidas, crueles, perezosas, deshonestas, que vivían como parásitos, a los «mujicks» de Kurilovka, borrachos y supersticiosos, o a los animales que se espantan ante todo lo que turba la monotonía de su vida limitada por los instintos de bestias.

Me imaginaba los sufrimientos que habría padecido mi hermana de seguir en casa de mi padre. ¡Qué larga serie de martirios y humillaciones por parte de mi padre, de los conocidos, del primero que pasara! ¡Eran muy crueles en la ciudad! No se conocía la piedad. Recuerdo gentes que hacían, con cierto deleite, sufrir a los suyos: maridos que torturaban a sus mujeres, chicuelos que martirizaban los perros y arrancaban una a una las plumas a los gorriones vivos, que después echaban al agua. Sí, eran muy crueles nuestros paisanos. Desde mi infancia tuve ocasión de observar numerosos sufrimientos inútiles causados por la maldad de las gentes. No podía comprender cuál era la base moral de la vida de aquellos sesenta mil habitantes; me preguntaba para qué leerían el
Evangelio
, rezaban, frecuentaban la iglesia, leían periódicos y libros. ¿Qué influencia había tenido en ellos todo lo que había producido la cultura? ¡Ninguna! Vivían en la misma oscuridad de alma, de la misma manera casi bárbara que hace cien o trescientos años. De generación en generación se les hablaba de la verdad, de la misericordia, de la libertad; pero esto no les impedía mentir hasta la muerte, desde la mañana a la noche, martirizarse los unos a los otros y odiar la libertad con tanta furia como si fuese su peor enemigo.

—¡Mi suerte, pues, está decidida! —dijo mi hermana cuando ya nos hallábamos en mí casa—. Después de lo que acaba de pasar, yo no puedo volver allá. ¡Dios mío, me siento tan dichosa! Me siento tan aliviada como si me hubieran quitado de encima un gran peso.

Se acostó. Las lágrimas brillaban en sus ojos; pero su rostro conservaba la expresión de felicidad. Se durmió, y su sueño fue profundo y se adivinaba que sentía, en efecto, un gran consuelo. Hacía mucho tiempo que no tenía un sueño tan tranquilo.

A partir de este día vivimos juntos. Mi hermana estaba alegre, gozosa, cantaba a todas horas y aseguraba que se encontraba bien. Los libros que yo llevaba de la biblioteca no los leía; empleaba el tiempo en soñar y hablar del porvenir. Arreglando mi ropa o ayudando a nuestra vieja nodriza a hacer la cocina, hablaba sin cesar de Vladimiro, de su inteligencia, de su extraordinaria erudición. Yo fingía compartir su opinión sobre el doctor; pero, en el fondo de mi corazón, no le amaba.

Ella decía que quería trabajar, crearse una posición económica independiente. Había decidido, cuando su salud se lo permitiera, hacerse maestra de escuela o enfermera.

Amaba apasionadamente al hijo que esperaba. Aún no había nacido; pero ella sabía ya qué ojos, qué manos tendría y cómo se reiría. Le gustaba hablar de su educación: y como Vladimiro era para ella el mejor de los hombres, sólo tenía un deseo: que su hijo fuese el vivo retrato de su padre. De este asunto hablaba sin cesar, y sus conversaciones la animaban, la llenaban de alegría. Escuchándola, también yo me regocijaba sin saber por qué.

El estado de su espíritu soñador se me contagiaba. No leía nada y pasaba el tiempo soñando. Las noches, a pesar de la fatiga natural después del día de trabajo, me paseaba por la habitación, metidas las manos en los bolsillos, y hablaba de Macha.

—¿Qué opinas tú? —pregunté a mi hermana—. ¿Cuándo regresará de Petersburgo? Me parece que volverá para las fiestas de Navidad, a más tardar. Nada tiene que hacer allí.

—Sí, volverá pronto; la prueba es que no ha escrito más.

—¡Es verdad! —contesté, aunque en el fondo de mi corazón sabía que Macha nada tenía que hacer en la ciudad.

La echaba mucho de menos y me aburría terriblemente.

Cuando mi hermana me aseguraba que Macha volvería pronto, me confortaba con una ilusión agradable y yo hacía esfuerzos por creerlo.

Cleopatra esperaba a su Vladimiro; yo a mi Macha, y los dos hablábamos sin cesar de él y de ella, hacíamos proyectos sobre nuestra próxima dicha, paseábamos agitados por la habitación, reíamos. No advertíamos que por nuestra culpa la vieja Karpovna no podía dormir. Permanecía echada sobre la hornilla y balbuceaba con voz apagada:

—La cafetera hace esta noche un ruido terrible. Esto es un mal presagio… presiento alguna desgracia… ¡Ah, Dios mío, Dios mío!

Nadie nos visitaba, aparte el cartero que traía a mi hermana las cartas de Vladimiro. Alguna vez entraba por la noche en nuestra habitación el hijo adoptivo de Karpovna, Prokofy. Estaba unos minutos y se marchaba sin haber pronunciado una sola palabra. Pero luego le oía yo en la cocina decir a Karpovna:

—Cada hombre debe permanecer en la clase social donde ha nacido. Desgraciado de aquel que quiere rebasar los límites que le han sido designados al nacer.

Una vez, a finales de diciembre, cuando yo pasaba por delante de la carnicería, me invitó a entrar unos instantes. Sin tenderme la mano, me declaró que iba a hablarme de un asunto importante. Estaba amoratado del frío y del «vodka» que acababa de beber. Cerca de él estaba el dependiente Nikolka, con cara de bandido y con un cuchillo cubierto de sangre en las manos.

—Desea exponer a usted una idea —dijo Prokofy en tono solemne—. Esta situación no puede prolongarse. Usted comprenderá que podemos tener disgustos. Naturalmente, mamá no se atreve a decírselo a usted; pero yo es preciso que se lo declare de una manera formal: su hermana, en el estado en que está, no puede continuar en nuestra casa. Es preciso que se marche. Tal como usted me ve, yo no puedo aprobar la conducta de su hermana.

Salí de la carnicería.

El mismo día, mi hermana y yo nos instalarnos en casa de Nabó. Como no teníamos dinero para tomar un coche, marchamos a pie. Yo llevaba un paquete con diferentes objetos; mi hermana caminaba con las manos vacías; pero, a pesar de esto, el viaje la fatigó y sufría, preguntando con frecuencia si tardaríamos mucho en llegar.

XIX

Al fin, recibí una carta de Macha.

He aquí su contenido:

«Mi querido, mi buen amigo: parto con mi padre hacia América, para la exposición. ¡Adiós! Durante muchos días contemplaré el océano… Está tan lejos de Dubechnia que, a nada que pienso en ello, siento una impresión de espanto. Es tan lejano, tan inmenso como el cielo, y estoy deseando hallarme en medio de este enorme espacio, respirar el aire marino. Esta idea me embriaga, me vuelve loca de alegría, a tal punto que no puedo por menos de escribir a usted tranquilamente.

»Mi querido, mi buen amigo: ¡devuélvame usted lo más pronto posible mi libertad! Rompa usted el hilo que todavía nos une. Sería para mí una gran dicha encontrarle de nuevo; sería para mí un rayo de sol que esclarecería la triste noche de mi vida en vuestra ciudad. El que yo haya llegado a ser su esposa de usted ha sido un error. Usted mismo lo comprende, ¿no es verdad? Es preciso reparar este error lo antes posible, y yo le suplico, mi generoso y noble amigo, le suplico de rodillas me telegrafíe inmediatamente, antes de mi marcha a América, que está usted dispuesto a reparar este error que hemos cometido los dos, para librarme de esa única piedra que pesa sobre mis alas. Mi padre se encargará del resto y me ha prometido no exigir a usted otras formalidades.

»¡Bien pronto seré tan libre como el pájaro ante el cual se extiende todo el espacio! Sea usted dichoso, que Dios le bendiga, y perdóneme el gran pesar que le causo.

»Me encuentro en excelente estado de salud, gasto sin medida, hago muchas tonterías, y a cada instante doy gracias a Dios de no haber tenido hijos: una mala mujer como yo no es digna de tenerlos.

»Canto en los conciertos y soy acogida con entusiasmo. Es mi vocación, mi destino, mi camino, y yo lo sigo. El rey David tenía un anillo con la inscripción: “Todo pasa”. Cuando se está triste, estas palabras consuelan; cuando se está alegre, producen melancolía. Yo también me he mandado hacer una sortija parecida, con una inscripción judaica, y ella no me permite extralimitarme ni en las alegrías ni en las tristezas. Sí, todo pasará; la vida misma acabará, ¿por qué entonces atribuir tanta importancia a nuestras pequeñas alegrías y dolores? Lo único que importa es ser libre, porque, entonces solamente, el hombre no tiene necesidad de nada, absolutamente de nada.

»Rompa usted, por lo tanto, el hilo que todavía nos une. Le abrazo estrechamente, igual que si fuera su hermana. Perdóneme usted, y olvídese de su M…».

Mi hermana estaba acostada en una habitación; Nabó, en la otra; había estado otra vez enfermo, y de nuevo había triunfado de la muerte.

Al mismo tiempo que yo recibía la carta de Macha, mi hermana levantó quedamente de su cama, pasó al cuarto de Nabó, se sentó cerca del lecho y empezó a leer en alta voz. Se leía diariamente páginas de Gogol o de Ostrovsky. Él la escuchaba con aire grave, sin sonreírse, los ojos fijos en el techo. Solamente, de vez en cuando, decía:

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