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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

¿Qué es el cine? (8 page)

Considerar los films de Lamorisse como obras de pura ficción comparándolos, por ejemplo, con
Le rideau cramois
, sería, muy probablemente, traicionarlos. Su credibilidad está indudablemente ligada a su valor documental. Los sucesos que presenta son parcialmente verdaderos. En
Crin blanca
, el paisaje de Camargue, la vida de los domadores y de los pescadores, las costumbres de las manadas, constituyen la base de la fábula, el punto de apoyo sólido e irrefutable del mito. Pero sobre esta realidad se funde precisamente una dialéctica de lo imaginario del que el desdoblamiento de «Crin blanca» es el símbolo más interesante. Así «Crin blanca» es a la vez el verdadero caballo que mordisquea todavía la hierba salada de Camargue y el animal fantástico que nada eternamente en compañía del pequeño Folco. Su realidad cinematográfica no podía prescindir de la realidad documental, pero para que ésta llegara a ser también verdad ante nuestra imaginación hacía falta que se destruyera y renaciera de la misma realidad.

Seguramente para realizar el film han sido necesarias muchas proezas. El niño escogido por Lamorisse nunca se había acercado a un caballo. Hizo falta, sin embargo, que aprendiera a montar a pelo. Más de una escena, entre las más espectaculares, ha sido rodada casi sin trucos y, siempre, con desprecio de peligros ciertos. Sin embargo, basta reflexionar para comprender que si lo que se muestra en la pantalla tuviera que ser verdadero y hubiera sido efectivamente realizado delante de la cámara, la película dejaría de existir, porque instantáneamente dejaría de ser un mito. Ése es el límite del trucaje, el margen de subterfugio necesario a la lógica de la narración, que permite a lo imaginario el integrarse con la realidad y sustituirla a la vez. Si no hubiera más que un solo caballo salvaje, penosamente sometido a las exigencias de la toma de vistas, el film no sería más que una prueba de destreza, un número casi de circo, como el caballo blanco de Tom Mix; no es difícil entender que se saldría perdiendo. Lo que hace falta, para la plenitud estética de la empresa, es que podamos creer en la realidad de los acontecimientos, sabiéndolos trucados. Al espectador no le hace ninguna falta, ciertamente, saber expresamente que se han utilizado tres o cuatro caballos
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o que había que tirar del hocico del animal con un hilo de nylon para hacerle volver la cabeza cuando hacía falta. Lo que importa es que la materia prima del film es auténtica y a la vez, y sin embargo, «aquello es cine». Entonces la pantalla reproduce el flujo y reflujo de nuestra imaginación que se alimenta de la realidad, sustituyéndola; la fábula nace de la experiencia que la imaginación trasciende.

Pero, recíprocamente, hace falta que lo imaginario tenga sobre la pantalla la densidad espacial de lo real. El montaje no puede utilizarse más que dentro de límites precisos, bajo pena de atentar contra la ontología misma de la fábula cinematográfica. Por ejemplo, no le está permitido al realizador escamotear mediante el campo-contracampo la dificultad de hacer ver dos aspectos simultáneos de una acción. Albert Lamorisse lo ha entendido perfectamente en la secuencia del conejo, en la que permanecen simultáneamente en campo el caballo, el niño y el animal perseguido; pero no está lejos de cometer una falta en la escena de la captura de «Crin blanca» cuando el niño se hace arrastrar por el caballo al galope. No importa entonces que el animal que vemos desde lejos arrastrar al pequeño Folco sea el falso «Crin blanca», como tampoco el que para esta peligrosa operación Lamorisse haya doblado incluso él mismo al niño; pero sí me molesta el que al final de la secuencia, la cámara no me muestre irrefutablemente la proximidad física del caballo y del niño. Hubiera bastado una panorámica o un travelling hacia atrás. Esta simple precaución hubiera autentificado retrospectivamente todos los planos anteriores, mientras que los dos planos sucesivos de Folco y del caballo, escamoteando una dificultad que en ese momento ha dejado ya de tener importancia, rompe la bella fluidez espacial de la acción.
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Si nos esforzamos ahora en definir la dificultad, me parece que se podría plantear como ley estética el siguiente principio: «Cuando lo esencial de un suceso depende de la presencia simultánea de dos o más factores de la acción, el montaje está prohibido». Y vuelve a recuperar sus derechos cada vez que el sentido de la acción no depende de la contigüidad física, aunque esté implicada. Por ejemplo, Lamorisse podía mostrar, como lo ha hecho, en primer plano la cabeza del caballo volviéndose hacia el niño como para manifestarle sumisión, pero debería haber ligado dentro del mismo cuadro a los dos protagonistas en el plano precedente.

No se trata en absoluto de volver obligatoriamente al plano secuencia ni de renunciar a los recursos expresivos ni a las facilidades que eventualmente proporciona un cambio de plano. Estas anotaciones actuales no se refieren a la forma sino a la naturaleza del relato o más aún a ciertas interdependencias entre la naturaleza y la forma. Cuando Orson Welles trata ciertas escenas de
El cuarto mandamiento
en plano único y cuando fragmenta por el contrario extraordinariamente el montaje de Mr. Arkadin, no se trata más que de un cambio de estilo que no modifica esencialmente el asunto. Diría incluso que
The rope
(La soga), de Hitchcock, podría indistintamente estar realizada de la manera clásica, cualquiera que sea la importancia artística que se puede legítimamente conceder al procedimiento empleado. Por el contrario, sería inconcebible que la famosa escena de la caza de la foca de Nanouk no nos mostrara en el mismo plano, primero el cazador y el agujero y más tarde la foca. Después ya no importa que el resto de la secuencia esté planificado a gusto del director. Tan sólo hace falta que la unidad espacial del suceso sea respetada en el momento en que su ruptura transformaría la realidad en su simple representación imaginaria. Es esto algo que generalmente Flaherty ha comprendido, excepto en algunos lugares en los que el film pierde buena parte de su consistencia. Si la imagen de Nanouk acechando su presa en el borde del agujero hecho en el hielo es uno de los más bellos momentos del cine, la pesca del cocodrilo en
Louisiana Story
, realizada a base del montaje, carece de fuerza. Por el contrario, en el mismo film, el plano secuencia del cocodrilo atrapando una garza, filmado en una sola panorámica, es simplemente admirable. Pero la recíproca es verdadera. Es decir, para que la narración reencuentre la realidad, basta con que uno solo de sus planos, convenientemente escogido, reúna los elementos previamente separados por el montaje.

Es sin duda difícil definir a priori los géneros o incluso las circunstancias en las que hay que aplicar esta ley. Para ser prudente, no me arriesgaré a dar más que algunas indicaciones. Ante todo, es naturalmente válida para todos los films documentales cuyo objeto es hacer un reportaje de hechos que pierden todo su interés si el suceso no ha tenido realmente lugar delante de la cámara; es decir, el documental emparentado con el reportaje. En último término, también las actualidades. El hecho de que la noción de «actualidades reconstruidas» haya podido ser admitida en los primeros tiempos del cine, demuestra con claridad la evolución del público. La regla no es necesaria en los documentales exclusivamente didácticos, en los que el propósito no es la representación sino la explicación de un acontecimiento. Naturalmente, estos últimos pueden tener alguna secuencia o algún plano que pertenezcan a la primera categoría. Sería ése el caso, por ejemplo, de un documental sobre la prestidigitación. Si su finalidad es mostrarnos las extraordinarias proezas de un célebre virtuoso, será esencial el procedimiento del plano único, pero si el film debe después explicar uno de sus números, la fragmentación de la escena se hace necesaria. La cosa está clara.

Mucho más interesante es, evidentemente, el caso del film de ficción que tiende a la fábula, como
Crin blanca
, o el del documental apenas novelado, como
Nanouk
. Se trata entonces, como lo hemos dicho antes, de una ficción que tan sólo cobra su sentido o, más aún, que no tiene valor más que en cuanto la realidad se integra con lo imaginario. La planificación viene entonces exigida por los aspectos de esta realidad.

Finalmente, en los films de pura narración, equivalentes de la novela o de la obra de teatro, es también probable que ciertos tipos de acción requieran la desaparición del montaje (es algo que ilustran muy bien
Citizen Kane
y
El cuarto mandamiento
). Pero sobre todo, algunas situaciones sólo existen cinematográficamente cuando su unidad espacial es puesta en evidencia, de manera muy particular las situaciones cómicas fundadas sobre las relaciones del hombre con los objetos. En estos casos, como en
El globo rojo
, todos los trucos están entonces permitidos, pero no las comodidades del montaje. Los burlescos primitivos (especialmente Keaton) y los films de Charlot están a este respecto llenos de enseñanzas. Si el género burlesco ha triunfado antes de Griffith y del montaje, es porque la mayor parte de los gags ponían de manifiesto una comicidad del espacio, de la relación del hombre con los objetos y el mundo exterior. Chaplin, en
El circo
, se halla efectivamente en la jaula del león y los dos están encerrados juntos en el cuadro de la pantalla.

El globo rojo
, de Lamorisse.

VII. LA EVOLUCIÓN DEL LENGUAJE CINEMATOGRÁFICO
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En 1928 el cine mudo estaba en su apogeo. La desesperación de los mejores entre los que asistieron al desmantelamiento de esta perfecta ciudad de la imagen se explica aunque no se justifica. Dentro de la vía estética por la que se había introducido, les parecía que el cine había llegado a ser un arte supremamente adaptado a la «exquisita tortura» del silencio y que por tanto el realismo sonoro no podía traer más que el caos.

De hecho, ahora que el uso del sonido ha demostrado suficientemente que no venía a destruir el antiguo testamento cinematográfico sino a completarle, habría que preguntarse si la revolución técnica introducida por la banda sonora corresponde verdaderamente a una revolución estética, o en otros términos, si los años 1928-30 son efectivamente los del nacimiento de un nuevo cine. Considerándolo desde el punto de vista de la planificación, la historia del cine no pone de manifiesto una solución de continuidad tan evidente como podría creerse entre el cine mudo y el sonoro. Pueden además descubrirse parentescos entre algunos realizadores de los años 25 y otros de 1935 y sobre todo del período 1940-50. Por ejemplo, entre Eric von Stroheim y Jean Renoir u Orson Welles, Carl Theodor Dreyer y Robert Bresson. Estas afinidades más o menos marcadas prueban, por de pronto, que puede arrojarse un puente por encima del hueco de los años 30, y que ciertos valores del cine mudo persisten en el sonoro; pero sobre todo que se trata menos de oponer el «mudo» y el «sonoro» que de precisar la existencia en uno y otro de algunos grupos con un estilo y unas concepciones de la expresión cinematográfica fundamentalmente diferentes.

Sin ignorar la relatividad de la simplificación crítica que me imponen las dimensiones de este estudio y manteniéndola menos como realidad objetiva que como hipótesis de trabajo, distinguiría en el cine, desde 1920 a 1940, dos grandes tendencias opuestas; los directores que creen en la imagen y los que creen en la realidad.

Por «imagen» entiendo de manera amplia todo lo que puede añadir a la cosa presentada su
representación
en la pantalla. Esta aportación es algo compleja, pero se puede reducir esencialmente a dos grupos de hechos: la plástica de la imagen y los recursos del montaje (que no es otra cosa que la organización de las imágenes en el tiempo). En la plástica hay que incluir el estilo del decorado y del maquillaje, y también —en una cierta manera— el estilo de la interpretación; la iluminación, naturalmente, y, por fin, el encuadre cerrando la composición. Del montaje, que como es sabido proviene principalmente de las obras maestras de Griffith, André Malraux escribía en la
Psychologie du cinéma
que constituía el nacimiento del film como arte; lo que le distinguía verdaderamente de la simple fotografía animada convirtiéndolo en un lenguaje.

La utilización del montaje puede ser «invisible», como sucedía muy frecuentemente en el film americano clásico de la anteguerra. El fraccionamiento de los planos no tiene otro objeto que analizar el suceso según la lógica material o dramática de la escena. Es precisamente su lógica lo que determina que este análisis pase inadvertido, ya que el espíritu del espectador se identifica con los puntos de vista que le propone el director porque están justificados por la geografía de la acción o el desplazamiento del interés dramático.

Pero la neutralidad de esta planificación «invisible» no pone de manifiesto todas las posibilidades del montaje. Estas se captan en cambio perfectamente en los tres procedimientos conocidos generalmente con el nombre de «montaje paralelo», «montaje acelerado» y «montaje de atracciones». Gracias al montaje paralelo Griffith llegaba a sugerir la simultaneidad de dos acciones, alejadas en el espacio, por una sucesión de planos de una y otra. En
La rueda
, Abel Gance nos da la ilusión de la aceleración de una locomotora sin recurrir a verdaderas imágenes de velocidad (porque después de todo las ruedas podrían dar vueltas sin moverse del sitio), tan sólo con la multiplicación de planos cada vez más cortos. Finalmente el montaje de atracciones, creado por Sergio M. Eisenstein y cuya descripción es menos sencilla, podría definirse aproximadamente como el refuerzo del sentido de una imagen por la yuxtaposición de otra imagen que no pertenece necesariamente al mismo acontecimiento: los fuegos artificiales, en
La línea general
, suceden a la imagen del toro. Bajo esta forma extrema el montaje de atracción ha sido pocas veces utilizado, incluso por su creador, pero puede considerarse como muy próxima en su principio la práctica mucho más general de la elipsis, de la comparación o de la metáfora: son las medias echadas sobre la silla al pie de la cama, o también la leche que se sale (En legítima defensa, de H. G. Clouzot). Naturalmente, pueden hacerse diversas combinaciones con estos tres procedimientos.

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