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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

¿Qué es el cine? (3 page)

BOOK: ¿Qué es el cine?
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De ahí que el conflicto entre el estilo y la semejanza sea un fenómeno relativamente moderno y del que apenas se encuentran indicios antes de la invención de la placa sensible. Vemos con claridad que la fascinante objetividad de Chardin no es en absoluto la del fotógrafo. Es en el siglo XIX cuando comienza verdaderamente la crisis del realismo, cuyo mito es actualmente Picasso y que pondrá en entredicho tanto las condiciones de la existencia misma de las artes plásticas como sus fundamentos sociológicos. Liberado del complejo del «parecido», el pintor moderno abandona el realismo a la masa
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que en lo sucesivo lo identifica por una parte con la fotografía y por otra con la pintura que sigue ocupándose de él.

La originalidad de la fotografía con relación a la pintura reside por tanto en su esencial objetividad. Tanto es así que el conjunto de lentes que en la cámara sustituye al ojo humano recibe precisamente el nombre de «objetivo». Por vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto. Por vez primera una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin intervención creadora por parte del hombre, según un determinismo riguroso. La personalidad del fotógrafo sólo entra en juego en lo que se refiere a la elección, orientación y pedagogía del fenómeno; por muy patente que aparezca al término de la obra, no lo hace con el mismo título que el pintor. Todas las artes están fundadas en la presencia del hombre; tan sólo en la fotografía gozamos de su ausencia. La fotografía obra sobre nosotros como fenómeno «natural», como una flor o un cristal de nieve en donde la belleza es inseparable del origen vegetal o telúrico.

Esta génesis automática ha trastrocado radicalmente la psicología de la imagen. La objetividad de la fotografía le da una potencia de credibilidad ausente de toda obra pictórica. Sean cuales fueren las objeciones de nuestro espíritu crítico nos vemos obligados a creer en la existencia del objeto representado, re-presentado efectivamente, es decir, hecho presente en el tiempo y en el espacio. La fotografía se beneficia con una transfusión de realidad de la cosa a su reproducción
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. Un dibujo absolutamente fiel podrá quizá darnos más indicaciones acerca del modelo, pero no poseerá jamás, a pesar de nuestro espíritu crítico, el poder irracional de la fotografía que nos obliga a creer en ella.

La pintura se convierte así en una técnica inferior en lo que a semejanza se refiere. Tan sólo el objetivo satisface plenamente nuestros deseos inconscientes; en lugar de un calco aproximado nos da el objeto mismo, pero liberado de las contingencias temporales. La imagen puede ser borrosa, estar deformada, descolorida, no tener valor documental; sin embargo, procede siempre por su génesis de la ontología del modelo. De ahí el encanto de las fotografías de los álbumes familiares. Esas sombras grises o de color sepia, fantasmagóricas, casi ilegibles, no son ya los tradicionales retratos de familia, sino la presencia turbadora de vidas detenidas en su duración, liberadas de su destino, no por el prestigio del arte, sino en virtud de una mecánica impasible; porque la fotografía no crea —como el arte— la eternidad, sino que embalsama el tiempo; se limita a sustraerlo a su propia corrupción.

En esta perspectiva, el cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica. El film no se limita a conservarnos el objeto detenido en un instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insectos de una era remota, sino que libera el arte barroco de su catalepsia convulsiva. Por vez primera, la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momificación del cambio.

Las categorías
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de la semejanza que especifican la imagen fotográfica determinan también su estética con relación a la pintura. Las virtualidades estéticas de la fotografía residen en su poder de revelarnos lo real. No depende ya de mí el distinguir en el tejido del mundo exterior el reflejo en una acera mojada, el gesto de un niño; sólo la impasibilidad del objetivo, despojando al objeto de hábitos y prejuicios, de toda la mugre espiritual que le añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de mi amor. En la fotografía, imagen natural de un mundo que no conocíamos o no podíamos ver, la naturaleza hace algo más que imitar el arte: imita al artista.

Puede incluso sobrepasarle en su poder creador. El universo estético del pintor es siempre heterogéneo con relación al universo que le rodea. El cuadro encierra un microcosmos sustancial y esencialmente diferente. La existencia del objeto fotográfico participa por el contrario de la existencia del modelo como una huella digital. Por ello se une realmente a la creación natural en lugar de sustituirla por otra distinta.

El surrealismo lo había intuido cuando utilizó la gelatina de la placa sensible para engendrar su tetratología plástica. Y es que para el surrealismo el fin estético es inseparable de la eficacia mecánica de la imagen sobre nuestro espíritu. La distinción lógica entre lo imaginario y lo real tiende a desaparecer. Toda imagen debe ser sentida como objeto y todo objeto como imagen. La fotografía representaba por tanto una técnica privilegiada de la creación surrealista, ya que da origen a una imagen que participa de la naturaleza: crea una alucinación verdadera. La utilización de la ilusión óptica y la precisión meticulosa de los detalles en la pintura surrealista vienen a confirmarlo.

La fotografía se nos aparece así como el acontecimiento más importante de la historia de las artes plásticas. Siendo a la vez una liberación y una culminación, ha permitido a la pintura occidental liberarse definitivamente de la obsesión realista y recobrar su autonomía estética. El realismo impresionista, a pesar de sus coartadas científicas, es lo más opuesto al afán de reproducir las apariencias. El color tan sólo podía devorar la forma si ésta había dejado de tener importancia imitativa. Y cuando, con Cézanne, la forma toma nuevamente posesión de la tela, no lo hará ya atendiendo a la geometría ilusionista de la perspectiva. La imagen mecánica, haciéndole una competencia que, más allá del parecido barroco, iba hasta la identidad con el modelo, obligó a la pintura a convertirse en objeto.

Desde ahora el juicio condenatorio de Pascal pierde su razón de ser, ya que la fotografía nos permite admirar en su reproducción el original que nuestros ojos no habrían sabido amar; y la pintura ha pasado a ser un puro objeto cuya razón de existir no es ya la referencia a la naturaleza.

Por otra parte, el cine es un lenguaje.

II. EL MITO DEL CINE TOTAL
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Lo que paradójicamente pone de manifiesto la lectura del admirable libro de Georges Sadoul
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sobre los orígenes del cine —a pesar del punto de vista marxista del autor— es el sentimiento de una relación inversa entre la evolución económica y técnica y la imaginación de los creadores. Todo parece suceder como si hubiera que trastrocar la causalidad histórica que va desde la infraestructura económica hasta las superestructuras ideológicas y considerar los descubrimientos técnicos fundamentales como felices y favorables accidentes, pero esencialmente secundarios con relación al proyecto de los inventores. El cine es un fenómeno idealista. La idea que los hombres se habían hecho existía ya totalmente definida en su cerebro, como en el cielo platónico; y lo que nos sorprende es más la tenaz resistencia de la materia ante la idea que las sugerencias de la técnica a la imaginación del creador.

De la misma manera, el cine no debe casi nada al espíritu científico. Sus padres no han sido sabios (si se exceptúa a Marey, aunque es significativo que Marey se interesase por el análisis del movimiento y no por el proceso inverso que permitía reconstruirlo). Incluso Edison no es más que un gran habilidoso, un gigante de los concursos Lépine. Niepcc, Muybridge, Leroy, Joly, Demcny, Louis Lumière incluso, no son más que monomaniacos, habilidosos o, en el mejor de los casos, industriales ingeniosos. En cuanto al maravilloso, al sublime E. Reynaud, ¿quién no advierte que sus dibujos animados son el resultado de perseguir tenazmente una idea fija? Sería un error dar cuenta del descubrimiento del cine partiendo de los hallazgos técnicos que lo han permitido. Por el contrario, se produce siempre una realización aproximativa y complicada de la idea que precede casi siempre al descubrimiento industrial que permite la aplicación práctica. Así, por ejemplo, si hoy nos parece evidente que el cine, en su forma incluso más elemental, tiene necesidad de emplear un soporte transparente, flexible y resistente y una emulsión sensible, seca, capaz de fijar una imagen instantánea (ya que el resto no es más que un conjunto de mecanismos bastante menos complicado que un reloj del siglo XVIII), advertimos en seguida que todas las etapas decisivas de la invención del cine se han realizado antes de que se hubieran conseguido estas condiciones. Muybridge, gracias a la dispendiosa fantasía de un aficionado a los caballos, llegó a realizar en 1877 y en 1880 un inmenso complejo que le permitió impresionar, con la imagen de un caballo al galope, la primera serie cinematográfica. Y tuvo que contentarse para ello con el colodión húmedo sobre una placa de vidrio (es decir, con una sola de las tres condiciones esenciales: instantaneidad, emulsión seca, soporte flexible). Después del descubrimiento en 1880 del gelatino-bromuro de plata, pero antes de la aparición en el comercio de las primeras bandas de celuloide, Marey construyó con su fusil fotográfico una verdadera cámara con placas de vidrio. Finalmente, el mismo Lumière, después de la existencia comercial del film en celuloide, intentará emplear un film de papel.

Y estamos considerando sólo la forma completa y definitiva del cine fotográfico. La síntesis de movimientos elementales, científicamente estudiada por vez primera por Plateau, no necesitaba en absoluto del desarrollo económico e industrial del siglo XIX. Como G. Sadoul hace notar justamente, nada se oponía desde la antigüedad a la realización de un fenaquistiscopio o de un zoótropo. Es cierto que en este caso han sido los trabajos de un auténtico sabio, Plateau, el origen de múltiples invenciones mecánicas que permitieron un uso popular de su descubrimiento. Pero así como podemos asombrarnos de que el descubrimiento preceda en cierta forma a las condiciones técnicas indispensables para su realización, habría también que explicar aquí, por el contrario, cómo, dándose todas las condiciones desde tiempo atrás (la persistencia retiniana era un fenómeno conocido desde antiguo), la invención haya tardado tanto tiempo en eclosionar. No será quizá inútil el anotar que, sin ninguna relación científica entre ellos, los trabajos de Plateau son casi contemporáneos de los de Nicéforo Niepce; parece como si la atención de los inventores hubiera esperado durante siglos para interesarse por la síntesis del movimiento, que —de una manera por completo independiente de la óptica— interesaba por su parte a la química por la fijación automática de la imagen.
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Quiero insistir sobre el hecho de que esta coincidencia histórica no parece poder explicarse en absoluto por la evolución científica, económica o industrial. El cine fotográfico hubiera podido crearse perfectamente hacia 1890 sobre un fenaquistiscopio imaginado desde el siglo XVI. El retraso en la invención de éste resulta tan extraño como la existencia de los precursores de aquél.

Pero si examinamos ahora más de cerca sus trabajos, si consideramos el sentido de su búsqueda, que se transparenta en sus mismos aparatos y más aún en los escritos y en los comentarios que los acompañan, podemos constatar que estos precursores eran sobre todo profetas. Quemando etapas, de las que la primera les resultaba materialmente infranqueable, vemos cómo apuntan hacia una cumbre. Su imaginación identifica la idea cinematográfica con una representación íntegra y total de la realidad; están interesadas en la restitución de una ilusión perfecta del mundo exterior con el sonido, el color y el relieve.

En cuanto a esto último, un historiador del cinema, P. Potoniée, ha sostenido incluso que «no fue el descubrimiento de la fotografía sino el de la estereoscopia (introducida en el comercio poco antes de los primeros ensayos de fotografía animada en 1851) lo que abrió los ojos a los inventores. Advirtiendo los personajes inmóviles en el espacio, los fotógrafos comprendieron que les faltaba el movimiento para ser imagen de la vida y copia fiel de la naturaleza». En todo caso, no hay apenas inventor que no busque el conjugar el sonido o el relieve con la animación de la imagen. Ya se trate de Edison, cuyo quinetoscopio individual tenía que estar acoplado a un fonógrafo; o Demeny y sus retratos parlantes; o incluso Nadar.

La ilusión óptica no ha hecho avanzar la óptica ni la química fotográficas, sino que se limitaba, me atrevería a decir, a imitarlas anticipadamente.

Por lo demás, como la misma palabra lo indica, la estética de la ilusión óptica en el siglo xvm reside más en la imaginación que en la realidad; más en la mentira que en la verdad. Una estatua pintada sobre un muro debe parecer apoyada sobre un pedestal en el espacio. En cierta medida también hacia esto se orientó el cine en sus principios, pero esta función de superchería cedió pronto el sitio a un realismo ontogenético (cfr. Ontología de la imagen fotográfica), que, poco antes de realizar el primer reportaje fotográfico sobre Chevreul, escribía: «Mi sueño sería que la fotografía registrara las actitudes y los gestos de un orador al mismo tiempo que un fonógrafo graba sus palabras» (febrero de 1887). Y si el color no ha sido todavía evocado es porque las primeras experiencias de tricromía son más tardías. Pero E. Reynaud pintaba desde el principio sus pequeños figurines y los primeros films de Méliés estaban coloreados a mano. Abundan los textos —más o menos delirantes— en los que los inventores evocan nada menos que ese cine integral capaz de dar la completa ilusión de la vida y del que hoy día estamos todavía lejos, y es conocida esa página de
L’Eve future
y donde Villiers de l'Isle-Adam, dos años antes de que Edison emprenda sus primeros ensayos sobre la fotografía animada, le otorga esta fantástica realización: «… la visión, carne transparente milagrosamente fotografiada en colores, danzaba con un traje bordado una especie de baile popular mejicano. Los movimientos se acusaban fundiéndose con la vida misma, gracias al procedimiento de la fotografía sucesiva que puede recoger diez minutos de movimiento sobre cristales microscópicos reflejados inmediatamente por una potente linterna mágica… Repentinamente una voz chata y como aprisionada, una voz dura y sin matices, se dejó oír. La danzarina cantaba el “arsa y olé” de su fandango».

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