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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

¿Qué es el cine? (12 page)

BOOK: ¿Qué es el cine?
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Si los plagios evidentes (similares al pillaje sin rebozo hecho por Hollywood de las técnicas y de los actores del
music-hall
anglosajón) de lo que todavía quedaba en Francia de un teatro popular en las ferias o en los bulevares no ha provocado protestas de los estetas ha sido fundamentalmente porque no existía aún una crítica cinematográfica. También porque los avatares de estas formas de arte, llamadas inferiores, no escandalizan a nadie. Nadie se preocupa de su defensa, a no ser los interesados que tenían más conocimiento de su oficio que de los prejuicios filmológicos.

Cuando el cine se ha lanzado realmente en pos del teatro, ha enlazado —prescindiendo de uno o dos siglos de evolución— con categorías dramáticas casi abandonadas. Los mismos doctos historiadores que lo saben todo acerca de la farsa en el siglo XVI, ¿son conscientes de su vitalidad entre 1910 y 1914 en los estudios de Pathé y Gaumont y bajo la férula de Mack Sennett?

No sería muy difícil hacer la misma demostración con la novela. El film de episodios, que adapta la técnica popular del folletín, redescubre sus viejas estructuras. Yo lo he sentido personalmente, volviendo a ver
Les vampires
, de Feuillade, en una de las sesiones organizadas por Henri Langlois, el simpático director de la cinemateca francesa. Aquella tarde, sólo funcionaba una de las dos máquinas de proyección. Además, la copia presentada no tenía subtítulos y yo pienso que ni el mismo Feuillade hubiera localizado a sus asesinos. Se hacían apuestas para adivinar quiénes eran los buenos y los malos. A quien se tomaba por un bandido, resultaba una de las víctimas en la bobina siguiente. Además, la luz que volvía a iluminar la sala cada diez minutos para hacer el cambio de rollo multiplicaba los episodios. Presentada de esta manera, la obra maestra de Feuillade descubría de manera deslumbrante el principio estético de su encanto. Cada interrupción levantaba un «ah» de decepción y cada comienzo un suspiro de alivio. Esta historia, de la que el público no entendía nada, se imponía a su atención y a su deseo por la sola y pura exigencia del relato. No se trataba de una acción preexistente, arbitrariamente dividida en entreactos, sino de una creación indebidamente interrumpida, una fuente inagotable cuyo chorro hubiera detenido una mano misteriosa.

De ahí el insoportable malestar provocado por el «continuará en el próximo número» y la espera ansiosa, no sólo de los próximos acontecimientos, sino del desarrollo del relato, de la continuidad de una creación interrumpida. El mismo Feuillade no procedía de otra manera para hacer sus films. Ignorando siempre lo que sucedería después, rodaba sobre la marcha, de acuerdo con la inspiración matutina, el episodio siguiente. El autor y el espectador estaban en la misma situación: la del rey y Scherezade; la renovada oscuridad en la sala de cine era la misma de
Las mil y una noches
. El «continuará» del verdadero folletín, como del viejo film en episodios, no era por consiguiente una servidumbre exterior a la historia. Si Scherezade lo hubiera contado todo de una vez, el rey, tan cruel como el público, la hubiera hecho ejecutar al amanecer. Tanto el uno como el otro tienen necesidad de sentir el poder del encantamiento gracias a su interrupción, de saborear la deliciosa espera del cuento; así la vida cotidiana no es más que la solución de continuidad del ensueño.

Puede verse por tanto que la pretendida pureza original de los primitivos del cine apenas resiste el análisis. El sonoro no significa el umbral de un paraíso perdido más allá del cual la musa del séptimo arte, advirtiendo su desnudez, hubiera comenzado a vestirse con harapos robados. El cine no ha escapado a la ley común: la ha padecido a su manera, la única posible, en su coyuntura técnica y sociológica.

Pero también entendemos que no basta con haber probado que la mayor parte de los films primitivos no eran más que copias para justificar sin más las formas actuales de la adaptación. Descabalgado de su posición habitual, el defensor del «cine puro» podrá sostener todavía que el intercambio entre las artes es mucho mas fácil si se hace al nivel de las formas primitivas. Es posible que la farsa deba al cine una nueva juventud, pero es que su eficacia era sobre todo visual y ha sido además gracias a ella y después gracias al
music-hall
como se ha perpetuado la antiquísima tradición del mimo. Cuanto más se avanza en la historia y en la jerarquía de los géneros, más se acentúan las diferencias, como en la evolución animal los extremos de las ramificaciones que proceden de un tronco común. La polivalencia original ha desarrollado sus virtualidades y éstas se hallan ya ligadas a formas demasiado sutiles y complejas para que pueda atentarse contra ellas sin comprometer toda la obra. Giotto puede pintar en alto-relieve bajo la influencia directa de la escultura arquitectónica, pero Rafael y Vinci se oponen ya a Miguel Angel para hacer de la pintura un arte radicalmente autónomo.

No es seguro que esta objeción resistiera incólume una discusión detallada ni está claro que unas formas evolucionadas no continúen influyéndose mutuamente, pero es cierto que la Historia del Arte evoluciona en el sentido de la autonomía y de la especificidad. El concepto de arte puro (poesía pura, pintura pura, etc.) no carece de sentido; se refiere a una realidad estética tan difícil de definir como de rechazar. En todo caso, si una cierta mezcla de artes como de géneros sigue siendo posible, no se desprende de ahí que toda mezcla sea feliz. Hay cruces fecundos y que suman las cualidades de los progenitores; hay también híbridos seductores pero estériles y hay finalmente uniones monstruosas que no engendran más que quimeras. Renunciemos por tanto a invocar los precedentes del origen del cine, y volvamos al problema tal como parece que hoy se plantea.

Si la crítica lamenta con tanta frecuencia los plagios que el cine hace a la literatura, la existencia de una influencia inversa es aceptada como algo tan legítimo como evidente. Es casi un lugar común afirmar que la novela contemporánea y especialmente la americana ha padecido la influencia del cine. Dejemos a un lado los libros en los que la copia directa es voluntariamente visible y por tanto menos significativa, como
Loin de Rueil
, de Raymorid Queneau. El problema está en saber si el arte de Dos Passos, Caldwell, Hemingway o Malraux procede de la técnica cinematográfica. A decir verdad nos parece que no. Sin duda —no podría ser de otra manera— los nuevos modos de percepción impuestos por la pantalla, las maneras de ver, como el primer plano, las estructuras del relato, como el montaje, han ayudado al novelista a renovar sus accesorios técnicos. Pero en la misma medida en que se confiesan las referencias cinematográficas, como en Dos Passos, se hacen por ese mismo motivo rechazables: se añaden simplemente al repertorio de procedimientos con el que el escritor construye su universo particular. Incluso si se admite que el cine ha influido en la novela con el peso de su gravitación estética, la acción del nuevo arte no ha sobrepasado sin duda la que ha podido ejercer el teatro sobre la literatura en el último siglo, por ejemplo. Probablemente es una ley constante la de la influencia del arte más próximo. Es cierto que en un Graham Greene podría creerse en la existencia de semejanzas irrecusables. Pero mirándolo más de cerca se advierte que la pretendida técnica cinematográfica de Greene (no olvidemos que ha sido varios años crítico de cine) es en realidad la que el cine no emplea. Por esto es frecuente preguntarse, cuando se «visualiza» el estilo del novelista, por qué los cineastas se privan tontamente de una técnica que les vendría tan bien. La originalidad de un film como
L’espoir
, de Malraux, estriba en mostrarnos lo que sería el cine que se inspirara en novelas… «influidas» por el cine. ¿Qué podemos concluir? Que hace falta más bien invertir la proposición habitual e interrogarse sobre la influencia de la literatura moderna en los cineastas.

¿Qué se entiende en efecto por «cine» en el problema crítico que nos interesa? Si es un modo de expresión por representación realista, por simple registro de imágenes; una pura visión exterior oponiéndose a las posibilidades de introspección o de análisis novelesco clásico, entonces hay que señalar que los novelistas anglosajones habían encontrado ya en el «behaviourismo» las justificaciones psicológicas de una tal técnica. Pero en tal caso la crítica literaria prejuzga imprudentemente lo que es el cine a partir de una definición muy superficial de su realidad. Del hecho de que su materia prima sea la fotografía no se sigue que el séptimo arte esté esencialmente llamado a la dialéctica de las apariencias y a la psicología del comportamiento. Si bien es cierto que apenas puede aprehender su objeto como no sea desde el exterior, tiene mil maneras de actuar sobre su apariencia para eliminar todo equívoco y convertirla en signo de una única y sola realidad interior. A decir verdad, las imágenes de la pantalla están implícitamente conformes en su inmensa mayoría con la psicología de la novela de análisis o del teatro clásico. Suponen, de acuerdo con el sentido común, una relación de causalidad necesaria y sin ambigüedades entre los sentimientos y sus manifestaciones; postulan que todo reside en la conciencia y que la conciencia puede ser conocida.

Si se entiende, de una manera ya más sutil, por «cinema» las técnicas de narración emparentadas con el montaje y el cambio de plano, las mismas consideraciones siguen siendo válidas. Una novela de Dos Passos o de Malraux no se opone menos a los films a que estamos acostumbrados que a Fromentin o a Paul Bourget. En realidad, la época de la novela americana no es tanto la del cine como la de una cierta visión del mundo, visión informada sin duda por las relaciones del hombre con la civilización técnica, pero de la que el cine mismo, fruto de esta civilización, ha sufrido menos la influencia que la novela, a pesar de las justificaciones que el cineasta haya podido proporcionar al novelista.

Por lo demás, cuando ha recurrido a la novela, el cine no se ha inspirado frecuentemente, como parecería lógico, en las obras en las que algunos quieren ver su previa influencia, sino en la literatura de tipo Victoriano en Hollywood y en Francia, en la de Henry Bordeaux y Pierre Benoit. Más aún, cuando un cineasta americano elige por excepción una obra de Hemingway, como
Por quién doblan las campanas
, es para tratarla de hecho en un estilo convencional que serviría también para cualquier novela de aventuras.

Todo sucede como si el cine llevase un retraso de cincuenta años sobre la novela. Si se afirma una influencia del primero sobre la segunda, entonces hace falta suponer la referencia a una imagen virtual que sólo existe ante la lupa del crítico y con relación a su particular punto de vista. Sería la influencia de un cine que no existe, del cine ideal que haría el novelista… si fuera cineasta; de un arte imaginario que esperamos todavía.

Y, desde luego, esta hipótesis no es tan absurda. Retengámosla al menos como esos valores imaginarios que se eliminan en seguida de la ecuación que han ayudado a resolver. Si la influencia del cine sobre la novela moderna ha podido ilusionar a algunos buenos espíritus críticos, es porque en efecto el novelista utiliza hoy técnicas de narración, porque adopta una manera de valorizar los hechos cuyas afinidades con los medios de expresión del cine son ciertas (bien porque las hayan tomado directamente, bien, como nos parece más lógico, porque se trate de una especie de convergencia estética que polariza simultáneamente varias formas de expresión contemporáneas). Pero en este proceso de influencias o de correspondencias, es la novela la que ha ido más lejos en la lógica del estilo. Es ella quien ha sacado el partido más sutil de la técnica del montaje, por ejemplo, y del trastrocamiento de la cronología: ha sido sobre todo ella quien ha sabido levantar hasta una auténtica significación metafísica el efecto de un objetivismo inhumano y casi mineral. ¿Qué cámara ha permanecido tan exterior a su objeto como la conciencia del héroe de
El extranjero
, de Albert Camus? En realidad, no sabemos si
Manhattan Transfer
o
La condición humana
hubieran sido muy diferentes sin el cine, pero estamos seguros en cambio de que
Thomas Garner
y
Citizen Kane
no hubieran sido concebidos jamás sin James Joyce y Dos Passos. Asistimos, en la primera linea de la vanguardia cinematográfica, a la multiplicación de los films que tienen la audacia de inspirarse en un estilo novelesco, que podría calificarse de ultra-cinematográfico. En esta perspectiva la confesión del plagio no tiene más que una importancia secundaria. La mayor parte de los films que acuden ahora a nuestra memoria no son adaptaciones de novelas, pero ciertos episodios de
Paisa
deben más a Hemingway (los pantanos) o a Saroyan (Nápoles) que el
For whotn the bells tolls
, de Sam Wood, al original. En cambio, el film de Malraux es el equivalente riguroso de algunos episodios de
L’espoir
y los mejores films ingleses recientes son adaptaciones de Graham Greene. La más satisfactoria es, a nuestro juicio, esa película, rodada modestamente según
Brighton, parque de atracciones
y que ha pasado casi inadvertida, mientras que John Ford perpetraba una suntuosa traición de
El poder y la gloria
. Sepamos ver por tanto lo que los mejores films contemporáneos deben a los novelistas modernos incluida, sería fácil demostrarlo,
Ladrón de bicicletas
. Por tanto, lejos de nosotros el escandalizarnos de las adaptaciones; sepamos ver si no una garantía absoluta, al menos un posible factor del progreso del cine.

Quizá se objete que esto puede aceptarse en el caso de las novelas modernas, y si es que el cine recobra centuplicado el bien que les ha hecho; pero, ¿cómo puede aplicarse este razonamiento al cineasta que pretende inspirarse en Gide o Stendhal? ¿Por qué no en Proust o en Mme. de La Fayette?

¿Y por qué no, en efecto? Jacques Bourgeois ha analizado brillantemente en un artículo de la
Revue du Cinema
las afinidades de
En busca del tiempo perdido
con los medios de expresión cinematográficos. En realidad, los verdaderos obstáculos a superar en la hipótesis de tales adaptaciones no son de orden estético; no se refieren al cine como arte, sino como hecho sociológico y como industria. El drama de la adaptación es el de la vulgarización. En un cartel publicitario de provincia se leía esta definición del film
La Chartreuse de Parme
: «Según la célebre novela de capa y espada». La verdad brota a veces de la boca de industriales del cine que no han leído a Stendhal. ¿Habrá que condenar por eso el film de Christian Jaque? Sí, en la medida en que ha traicionado lo esencial de la obra y aunque creamos que esta traición no ha sido fatal. No, si consideramos antes que esta adaptación es de una calidad superior al nivel medio de la producción y que además, a fin de cuentas, constituye una introducción seductora a la obra de Stendhal, a la que sin duda habrá proporcionado nuevos lectores. Es absurdo indignarse por las degradaciones sufridas por las obras maestras en la pantalla, al menos en nombre de la literatura. Porque, por muy aproximativas que sean las adaptaciones, no pueden dañar al original en la estimación de la minoría que lo conoce y aprecia; en cuanto a los ignorantes, una de dos: o bien se contentan con el film, que vale ciertamente lo que cualquier otro, o tendrán deseos de conocer el modelo, y eso se habrá ganado para la literatura. Este razonamiento está confirmado por todas las estadísticas editoriales, que acusan una subida vertiginosa en la venta de las obras literarias tras su adaptación al cine. No; realmente, la cultura en general y la literatura en particular no tienen nada que perder en esta aventura.

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