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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (4 page)

Ahora, en cambio, a la vista de que sus propios hijos podían morir de hambre, preocuparse por satisfacer el apetito de las deidades no les parecía algo muy importante.

Erixitl y Halloran descendieron lentamente de la cresta a través de un campo que, hasta el día anterior, había estado sembrado de maíz.

—¡Hermana! ¡Hermana de la Pluma! —gritó una voz, y varias más se sumaron al coro a medida que las mujeres reconocían a Erixitl. Se apresuraron a rodearla, acercando a sus hijos para que la joven pudiera tocarlos. Con mucho cariño, Erix acarició las negras y lacias cabelleras de los pequeños.

—¿Habéis visto su capa? —dijo una de las mujeres, que contemplaba embobada la prenda de Erixitl—. ¡Es la señal! ¡Qotal no tardará en regresar y todos volveremos a disfrutar de la felicidad!

Erixitl sintió que se le hacía un nudo en la garganta, y les volvió la espalda para seguir a Halloran.

Un bosquecillo de cedros achaparrados, un regalo poco frecuente en la Casa de Tezca, indicaba que el valle siempre había tenido un mínimo de humedad, la suficiente para permitir el crecimiento de estos árboles. Ahora, gracias al aumento de la provisión de agua, los cedros habían reverdecido y servían de refugio al grupo de personas que se encargaban de dirigir y proteger la marcha.

Era un grupo heterogéneo, formado por la catástrofe y unido por la necesidad, cuyos integrantes se esforzaban por cooperar, conscientes de que era su única esperanza de salvación. Entre ellos había Caballeros Águilas y Jaguares, clérigos de Qotal y de Calor Azul, y varios oficiales de la Legión Dorada.

A medida que Erixitl se acercaba a ellos, su capa se extendió y los colores de las
plumas
ganaron en intensidad. Como una aureola, los tonos brillantes enmarcaron a la mujer, y los demás miembros del grupo se apartaron en señal de respeto. Sobre ella reposaba la bendición de Qotal, y la gente buscaba en Erixitl de Palul el liderazgo, la esperanza y el consuelo.

Erix los contempló, desolada. ¿Qué sabía ella de dar órdenes? ¿Por qué la miraban? La respuesta, desde luego, era la capa que llevaba sobre los hombros: la hermosa y mágica Capa de una Sola Pluma que representaba la bendición de Qotal, el dios Plumífero. La muchacha maldijo para sus adentros la bendición del dios, porque su fe en los dioses había sufrido un serio revés. ¿Qué clase de dioses podían castigar a sus fieles con un cataclismo tan terrible como el de la Noche del Lamento?

—Salud, Gultec —dijo Erix, sin alzar la voz, a un guerrero moreno y lampiño vestido con la piel manchada de los Caballeros Jaguares. Este hombre les había informado de la existencia de comida y agua en el desierto a la mañana siguiente a la destrucción de Nexal, lo que había permitido salvar a miles de personas.

Él, junto a Halloran, formaban la fuerza y el escudo de Erix en este viaje infernal. Gultec se había convertido para ella en un amigo tan estimado como lo había sido Poshtli. Se le partía el alma cuando recordaba al Caballero Águila, que los había ayudado en su intento desesperado por evitar la catástrofe.

Ahora, mientras desesperaba de su capacidad para dirigir a estas gentes, habría dado cualquier cosa por tener a Poshtli a su lado. El gran señor y guerrero, el mejor amigo con que contaban ella y Halloran, había estado con ellos en la cumbre del volcán, en el momento de la erupción. La capa mágica había bastado para protegerla a ella y a su marido; Poshtli, en cambio, no había tenido ninguna protección. Desde el punto de vista racional, como Halloran había intentado convencerla con mucha dulzura, no existía ninguna esperanza de que Poshtli hubiera sobrevivido. No obstante, en el fondo de su corazón Erix sabía que no podía haber muerto.

Los sacerdotes de Qotal, vestidos de blanco, que habían conseguido huir del caos de Nexal, permanecieron detrás de la pareja, ansiosos por consultar a Erix. No podía faltar mucho para el regreso del dios Plumífero, porque se habían cumplido todas las profecías, y ahora predicaban con renovados bríos. Todos eran clérigos jóvenes, que no habían hecho todavía su voto de silencio. Al patriarca de la orden, Coton, lo daban por muerto en Nexal.

Un guerrero corrió hacia ellos desde su puesto de guardia en el perímetro del campamento. Llegó al grupo reunido entre los cedros, y se echó al suelo delante de Erix.

—¡Mi señora, regresan los extranjeros!

Unos momentos más tarde, tres caballos cruzaron el campamento al trote. Uno de los jinetes, el jefe, desmontó; los otros dos se mantuvieron apartados de la orgullosa figura de Erix.

—¿Qué noticias traéis, general? —preguntó la joven, mientras el jinete barbudo hacía una reverencia.

—Los monstruos han salido de Nexal —informó Cordell—. Mis exploradores han visto largas columnas de orcos, al mando de ogros; los trolls vigilan los flancos. Vienen hacia el sur, siguiendo nuestro rastro.

El comandante utilizaba la lengua común de los Reinos, y Halloran se encargaba de hacer la traducción al nexala. Un murmullo de preocupación recorrió a los presentes hasta que Erixitl levantó una mano.

—¿A qué distancia se encuentran? —preguntó.

—A unos cuatro o cinco días —contestó el capitán general—. Pero avanzan a buen paso. Sus columnas se extienden al este y al oeste, para impedir nuestra fuga por esas direcciones.

—¡Ha llegado el momento de plantarles cara! —afirmó Totoq, un fiero Caballero Jaguar. Un coro de asentimiento secundó su propuesta.

—Esperad. —Gultec, vestido con la piel manchada de los Caballeros Jaguares, alzó una mano para pedir calma. Si bien no pertenecía a la tribu de los nexalas, su valor, demostrado en la larga marcha, le había granjeado el respeto de todos.

—¿Qué pasa? ¿Es que no hemos esperado ya bastante? —preguntó Kilti, un joven Caballero Águila.

—Gultec habla con sensatez —opinó Halloran—. Prácticamente, hemos agotado los alimentos de este lugar. Es muy cierto que podemos establecer una buena defensa en estos cuatro días de margen, pero ¿qué comeríamos antes y después de la batalla?

—Debemos marchar hacia el sur —afirmó Erix, con un tono que puso punto final a la discusión.

—Es la voluntad de Qotal —añadió Caknol, uno de los sacerdotes del dios Plumífero.

Erixitl, envuelta en su resplandeciente capa, los sorprendió a todos al volverse con una expresión furiosa hacia el clérigo.

—¿La voluntad de Qotal? —exclamó—. ¿Por qué tenemos que preocuparnos ahora de su voluntad, después de haberse olvidado de todos nosotros? Nos envió sus heraldos, el
coatl
, que murió en su valiente lucha contra los Muy Ancianos, y la Capa de una Sola Pluma, que cubre mis hombros, pero ¿con qué fin? ¡Hasta el Verano Helado, que nos permitió escapar de Nexal en el momento de la destrucción, no ha servido para otra cosa que para prolongar nuestra miseria!

—¡Pero su misericordia...! —tartamudeó el clérigo, sorprendido por la furia de la mujer.

—¡Su misericordia! —Erixitl casi escupió las palabras—. ¿Qué clase de misericordia es ésta? —Señaló los miles de refugiados que los rodeaban, y le volvió la espalda al sacerdote con enfado.

Entonces, sin previo aviso, cayó al suelo, desmayada.

La lava se extendía como un mar inmenso; se lanzaba contra las orillas rocosas con una fuerza infernal y se elevaba para cubrir las piedras abrasadas con nuevas capas de granito fundido. Los techos de las cuevas, aplastados por la parte superior y sacudidos por las convulsiones, reflejaban el terrible calor. Grandes trozos de roca se desprendían en el interior de las cuevas, para caer en el líquido rojo como la sangre, o estallaban por efecto combinado de la presión y la temperatura.

Hasta el último rincón de este mundo recibía el tremendo castigo del fuego en medio de la más profunda oscuridad, porque se trataba del mundo subterráneo, y las monstruosas deformaciones que sufría sólo se apreciaban como temblores en la superficie.

Era un mundo sin vida, sin sol, agua o cielo. La única luz la suministraban el resplandor de la lava burbujeante y los súbitos estallidos de gas ardiente. Cada explosión consumía una parte del escaso oxígeno, por lo que el interior de las cuevas estaba lleno de vapores venenosos y humo asfixiante.

Dentro de este mundo se movía una fila de bestias repulsivas parecidas a las arañas. Guiados por una de cuerpo blanco níveo, varias docenas de los monstruos corrompidos por la diosa araña Lolth marchaban lenta y cuidadosamente entre las rocas de las orillas abrasadas por el fuego, en busca de una salida que les permitiera escapar de la cólera de su diosa.

Las drarañas exhibían un aspecto horripilante y no tenían más metas que la destrucción. Cada una caminaba sostenida por ocho patas peludas, dotadas con púas venenosas. Sus cuerpos, hinchados y ovoides como el abdomen de las arañas, colgaban entre las patas.

Sólo sus torsos y cabezas conservaban rastros de su aspecto anterior. La piel negra cubría los rostros torturados que, hasta unos días antes, habían sido orgullosos y bien parecidos. Sus manos, dotadas de dedos largos y diestros, empuñaban espadas de acero negro o arcos de gran tamaño.

Pero sus facciones nobles aunque crueles estaban laceradas por el fuego y deformadas por la corrupción. Sus ojos casi blancos habían perdido todo poder. Ahora miraban aterrorizados el fuego que amenazaba quemarlos vivos, buscando escapar. Hasta su guía, aquella que era blanca en vez de oscura como todas las demás, no pensaba en otra cosa que en huir.

¡Huir! En ese momento, librarse de la pesadilla volcánica era más importante que cualquier otra cosa. La venganza de Lolth había herido sus cuerpos y sumido sus mentes en el pánico, y, al igual que cualquier otra criatura mortal, se afanaban en encontrar un refugio donde la ira de la diosa no los pudiera alcanzar. No sabían que Lolth había dado por cumplida su venganza, y que les tenía reservada una tarea
maca
bra.

Sin embargo, la naturaleza de las drarañas era demasiado odiosa, demasiado vil para contentarse mucho tiempo con vivir dedicadas a la fuga. En esta ocasión, la draraña albina demostró su capacidad de mando. Levantó un puño en carne viva en un gesto de amenaza contra los incendios que tenía delante; maldijo el nombre de su dios, el de todos los dioses, y el odio creció en ella como una llama ponzoñosa.

Sus pensamientos se centraron en la venganza, y sus compañeros no tardaron en hacer lo mismo.

Las paredes del angosto cañón estaban llenas de cuevas a nivel del suelo. Por encima de estas viviendas naturales había muchas casas de adobe, con puertas redondas y pequeñas ventanas enrejadas, que ocupaban las laderas amarillentas y castigadas por los vientos. Parecían estar a punto de desplomarse en cualquier momento, y sólo se podía acceder a ellas por medio de escaleras, cosa que permitía defenderlas fácilmente de cualquier ataque desde abajo.

A lo largo de sus trescientos años de existencia, la Casa del Sol no había sido atacada jamás. El pueblo de los enanos del desierto únicamente debía soportar el sol implacable y los vientos ardientes que, si bien hacían muy dura la vida de sus pobladores, los proveía de seguridad ante cualquier amenaza externa.

Pero ahora Luskag tenía sus dudas acerca de la inexpugnabilidad de la aldea. Se encontraba en la boca del cañón, para recibir a los jefes y caciques de las otras comunidades de enanos del desierto, que venían a la Casa del Sol para la conferencia, y ya no consideraba a su pueblo como una isla segura frente a las tormentas de la guerra.

—Menudo viaje hemos tenido que hacer —gruñó el jefe Pullog, cuyo pueblo quedaba muy al sur, en los límites de la Casa de Tezca. Como la Casa del Sol estaba precisamente en el extremo septentrional, Pullog había tenido que cruzar la enorme extensión del desierto.

—Ten por seguro que ha valido la pena —respondió Luskag—. Me alegro de que hayas llegado con bien, primo. Ven, nos esperan para cenar. Después comenzará el consejo.

Los demás jefes, una veintena en total, se encontraban reunidos en la cueva de Luskag, atendidos por sus hijas y calentados por un buen fuego. La conversación discurrió plácidamente mientras disfrutaban de una cena de carne de serpiente, cactos y agua. El tema obligado eran los cambios producidos en el desierto durante el verano pasado y lo que llevaban de otoño. En cuanto acabaron de cenar, Pullog, siempre impaciente, se dirigió a Luskag.

—Ahora, primo, ¿querrías explicarnos por qué tus hijos han venido a nuestras aldeas, sin aliento y espantados, para pedirnos que abandonáramos a nuestras esposas e hiciéramos el viaje hasta la Casa del Sol? ¿Es para avisarnos que hay agua en el desierto? ¿O comida?

Luskag soltó una carcajada, pero, de inmediato, su expresión se volvió severa. En respuesta a las preguntas de su primo, metió las manos debajo de una manta, sacó un objeto blanco muy grande, y lo arrojó sobre la tela. El cráneo del ogro rodó hasta detenerse delante de Pullog, con las órbitas vacías contemplando al cacique sureño.

—Por todos los dioses, ¿qué es esto? —preguntó Pullog, palideciendo por debajo de su piel requemada por el sol.

—Una señal —respondió Luskag—. Es la prueba de que en Maztica se han producido más cambios que la fertilidad del desierto. —Con pocas palabras describió el tamaño y la ferocidad del ogro—. Mientras luchaba, se apoderó de mí un furor asesino. La abominable criatura me había despertado un odio visceral, y sólo deseaba acabar con ella. —Luskag se estremeció al recordar su furia incontrolable, y los demás, después de estudiar el enorme cráneo, lo miraron con asombro y respeto.

»Envié a mis hijos al norte —añadió—. Han traído noticias de que Nexal está llena de bestias como ésta... o, mejor dicho, estaba llena de bestias, porque han formado un ejército y marchan por el desierto.

Les habló de los humanos, unos cien mil o más, que huían hacia el sur, en etapas de un pozo de agua a otro, perseguidos por las legiones de monstruos.

—Es evidente que nuestro mundo se enfrenta a un peligro gravísimo —comentó Traj, jefe del pueblo más cercano a la Casa del Sol—. Quizá lo más sensato sería hacernos fuertes en nuestros poblados y esperar a que pase el riesgo.

—Este es el motivo por el cual he convocado al consejo —contestó Luskag—. Es verdad que, desde que la Roca de Fuego nos separó del mundo conocido, hemos vivido en paz. No tenemos enemigos conocidos, y la tierra nos ha dado lo suficiente para sustentarnos.

—Así es —asintieron varios de los jefes.

La historia de su pueblo sólo se remontaba a unos pocos siglos atrás, y la mayoría conocía los relatos de los enanos más viejos acerca de la gran guerra contra los drows, que había concluido con la caída de la Roca de Fuego. Si bien aquel cisma, terrible en su magnitud y violencia, había separado para siempre a los enanos del desierto de sus compatriotas en otras partes de los Reinos, también había liquidado a sus enemigos más odiados: los drows. A lo largo de los siglos, la gente de la tribu de Luskag había aceptado esta solución como el mal menor.

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