La horrible multitud se reunió en las ruinas del centro de Nexal. Trolls verdes y negros montaban guardia alrededor del ejército, y sus oscuros y hundidos ojos miraban con recelo a todo el mundo mientras levantaban sus delgados miembros para amenazar al cielo con sus garras. Algunos llevaban garrotes, o rudimentarias
macas
de piedra; otros se habían provisto de escudos maltrechos, o de cualquier reliquia de procedencia humana. Los había incluso que iban totalmente desnudos, pero ninguno faltó a la cita.
Los ogros propinaban garrotazos y latigazos a las masas de orcos, y las criaturas más pequeñas se apresuraban a obedecer a sus brutales jefes. Los orcos formaban compañías armadas con lanzas, arcos y mazas, las armas que habían utilizado como guerreros de la Mano Viperina.
El horroroso ejército formó en columna detrás de su líder. Hoxitl gritó sus órdenes y se puso en marcha guiándolo a través de los puentes destruidos y los pantanos humeantes, para después dirigirse hacia el sur, con rumbo al desierto que se extendía más allá del monte Zatal.
Iban en busca de los humanos que habían escapado de la ciudad. Los encontrarían, y el sangriento Zaltec volvería a disfrutar de su terrible festín.
El águila penetró en la vaporosa masa de una nube, y planeó perezosa. Las grandes alas del pájaro aprovechaban cada una de las suaves corrientes ascendentes, que aumentaban la velocidad del vuelo al tiempo que mantenían su altitud. Durante un buen rato, la forma blanquinegra se deslizó con facilidad a través del vapor, hasta que por fin surgió a la soleada amplitud del cielo sureño.
Jamás Poshtli había volado antes tan al sur. El cuerpo del águila disfrutaba con la libertad que le permitía su dominio total del espacio, mientras los halcones, los buitres y las águilas más pequeñas —todas las demás águilas eran más pequeñas— se apartaban de la línea de vuelo del enorme pájaro.
No obstante, en el interior del poderoso cuerpo plumífero, la mente de un hombre observaba los cambios producidos en la tierra. Poshtli vio los campos verdes, los pozos de agua rodeados de maíz y de frutales, donde en otro tiempo sólo habían existido las arenas pardas de la Casa de Tezca.
Desde luego, el desierto no había desaparecido —todavía ocupaba gran parte del panorama—, pero las fértiles islas de alimentos y agua salpicaban el Mundo Verdadero hasta los confines del horizontes por el norte y el sur, como las marcas de las pisadas de un gigante que se alejaban de las ruinas de la capital de Maztica.
Con un sollozo humano, Poshtli recordó su hermosa ciudad, reducida ahora a cenizas, escombros y barro. El volcán, Zatal, había dejado de escupir lava más de un mes después de entrar en erupción. En aquel momento, el hermoso y fértil valle se había transformado en una tierra estéril.
¡Y las criaturas! Monstruos horribles, nacidos de las fuerzas del cataclismo desencadenado cuando el dios de la guerra reclamó a sus fieles y los convirtió a su imagen y semejanza. Los humanos marcados con la Mano Viperina, como siervos de Zaltec, se habían transformado en bestias de una especie que el águila no conocía y que la mente de los hombres no podía imaginar. En ningún momento de la larga historia del Mundo Verdadero se mencionaba que criaturas como éstas hubiesen pisado sus tierras, si bien el amigo de Poshtli, Halloran, le había dicho que las había en los Reinos.
Ahora estos seres se disponían a apropiarse de todo Nexal. Para colmo, las observaciones aéreas de Poshtli le habían mostrado que los engendros habían formado legiones, y que ya marchaban en pos de sus objetivos.
El águila sobrevoló los míseros campamentos de los refugiados; muchos miles de seres humanos escapaban de Nexal, siguiendo la línea trazada por las islas de verdor en dirección sur, a través del desierto. Los monstruos los perseguían, y los hombres no podían hacer otra cosa que huir. Cada oasis, y los fértiles campos de su alrededor, servían para alimentar a los fugitivos durante unos días. Después, agotadas las provisiones, la muchedumbre se veía obligada a reanudar la marcha siempre hacia el sur, alejándose de la amenaza de los colmillos y las garras de los perseguidores.
Poshtli contemplaba la lucha desde su posición de distanciamiento sublime, porque ya no pertenecía a los seres que no podían despegarse del suelo. Aun así, no podía dejar de lamentar lo que ocurría, porque durante muchos años había sido uno de los grandes líderes nexalas.
Por esta razón, volaba ahora hacia el sur; quería ver adonde conducía a su pueblo el camino trazado por las islas fértiles. Sus ojos, dotados de una visión mucho más aguda que la de cualquier hombre, exploraban el horizonte.
Por fin, llegó al punto donde terminaba el camino.
Apareció un pequeño montículo en el horizonte, que aumentaba de tamaño a medida que el águila se aproximaba. No se encontraba exactamente al final del camino, sino un poco hacia el este. Muy pronto, reconoció la forma que tenía, aunque no podía imaginar una explicación acerca de su presencia en el desierto. Se levantaba cada vez más alta hasta perderse en el cielo.
La estructura se erigía en una enorme extensión del desierto, y el águila pudo ver que en la zona había otras ruinas: edificios bajos, parcialmente cubiertos de arena, con las puertas abiertas como agujeros negros, y un patio formado por muchas filas de columnas paralelas. Había una pirámide más pequeña, con sus caras y cantos muy erosionados, y también divisó los cimientos de otras edificaciones que ya no existían.
Todos estos elementos quedaban empequeñecidos por la gigantesca pirámide, limpia, brillante y original en su extraordinaria belleza. Al acercarse, Poshtli vio que era mayor que cualquier otra cosa en el desierto, y que su altura superaba con creces el doble de la Gran Pirámide de Nexal.
Finalmente, dio una vuelta a la pirámide. En sus lados había una multitud de terrazas, con empinadas escaleras de centenares de escalones. Las caras se hallaban revestidas con mosaicos de colores vivos que no mostraban ninguna señal de ruina o abandono.
Se aproximó a la cumbre, y pasó por delante de la puerta abierta del templo consagrado al dios al cual se había dedicado la pirámide, pero en el edificio no había absolutamente nada.
Al parecer, había encontrado la pirámide más grande del mundo, aunque con un templo que todavía esperaba la llegada de su dios.
La Noche del Lamento era considerada por los habitantes del Mundo Verdadero como una monstruosa calamidad, un castigo enviado como venganza de los dioses. Los humanos que habían sido transformados por la tormenta de poderes arcanos —los miembros del culto de la Mano Viperina, convertidos ahora en orcos, ogros y trolls— maldecían y rechazaban su destino. Aquellos que habían sobrevivido a la violencia de la noche siniestra, y que aún seguían siendo humanos, huyeron presas del pánico, sin pensar en otra cosa que en su salvación.
¡Qué perspectiva tan diferente tenía aquella noche fatídica desde la posición de los propios dioses!
Zaltec había crecido de una forma descomunal, y el poder de la convulsión le había permitido insertar su presencia física en el plano primario. Dicha presencia se manifestaba en la estatua de piedra que ahora se alzaba entre las ruinas de Nexal. A sus servidores más fíeles, aquellos que habían hecho el juramento de la Mano Viperina, los había ligado a él para siempre transformándolos en criaturas de muerte y destrucción.
Qotal, el Dragón Emplumado, era una deidad poderosa que había sido apartada de Maztica por el aumento de poder de su hermano, Zaltec. Sereno y distante, se mantenía apartado del mundo de los humanos, y sólo le rendían culto unos pocos, porque la mayoría lo había olvidado. Pero la Noche del Lamento había abierto una grieta en la barrera formada por los fieles de Zaltec. Ahora Qotal se movía hacia el mundo, y la gente aterrorizada por el espectro de la destrucción de Zaltec, imploraba a gritos su regreso.
Helm, el dios de los legionarios, había sido expulsado de Maztica por la fuerza bruta de su adversario. Si bien todavía conservaba algunos fíeles en el Mundo Verdadero, entre los legionarios supervivientes, no disponía de ningún sacerdote para guiarlos. Por lo tanto, éstos deambulaban a ciegas, mientras el poder de Helm se retiraba al otro lado del mar, a los palacios y templos de la Costa de la Espada, al corazón de su fe. Pero el dios consideraba la retirada como un trastorno menor; no tardaría en llegar el momento en que la voluntad y la fe de sus seguidores lo llevaran de regreso a esas tierras.
Por último, había una cuarta deidad, una diosa oscura de una maldad infinita, que había intervenido movida por la venganza. Se trataba de Lolth, y su revancha se había dirigido, en primer lugar, a sus servidores, los elfos oscuros.
Lolth no había matado a los drows. En cambio, había transformado sus gráciles formas en bestias del caos y la corrupción, sin privarlos de su raciocinio para que pudieran comprender el terrible castigo y sufrir por él. El propósito de la diosa era enviar a la superficie a sus criaturas —las drarañas— para aniquilar a cuanto ser vivo encontraran a su paso.
Para hacerlo, necesitarían herramientas, y, en consecuencia, el poder de la diosa araña recorrió el mundo a la búsqueda de los materiales necesarios para elaborarlas. Revisó la oscuridad del espacio y las cavernas humeantes hundidas en la tierra, para encontrar lo que necesitaba.
Su búsqueda acabó muy lejos de Nexal. Halló unos insectos, millares de pequeñas hormigas rojas, y su poder penetró en el nido donde las criaturas se apiñaban para protegerse del caos exterior. El poder de Lolth las sujetó y se las llevó envueltas en un manto de humo.
El nido aumentó de tamaño y rápidamente se transformó en una enorme cueva subterránea. Las rocas se fundían y los desechos fluían como el agua, a medida que la excavación crecía sin cesar.
Sin embargo, las hormigas no tenían conciencia de ningún cambio, pues habían crecido al mismo ritmo del nido y se mantenían apretujadas y temerosas, igual que antes.
Pero, ahora, cada una medía casi dos metros.
De las crónicas de Coton:
Ahora ha pasado el Lamento y comienzo el relato del Despertar.
Abandoné Nexal la Noche del Lamento, igual que muchos otros: de hecho, todos aquellos que habían sobrevivido y seguían siendo humanos. Pero la fuerza de la convulsión me apartó de mi gente. Mientras la masa de los nexalas huía hacia el sur, mi camino me lleva hacia el noreste.
Mi voto de silencio, símbolo de obediencia como patriarca de Qotal, me mantiene atrapado y evita que hable con quienes encuentro a mi paso. Al mismo tiempo, mi túnica blanca me protege. Ahora que Zaltec se ha mostrado a sí mismo como el monstruo que es, destrozando el Mundo Verdadero, el culto de Qotal, el Padre Plumífero, florece una vez más entre la gente.
Es más allá de la ciudad donde recibo la primera señal de la bendición de mi dios, en la forma de una bestia negra que resuella.
No se trata de una bestia de la Mano Viperina, transformada por la venganza de los dioses en la noche de horror. Es una bestia de los extranjeros; vino con ellos a Maztica, y ahora está espantada. Los extranjeros la llaman «caballo».
Se acerca a mí, al parecer como una súplica, y deja que la monte. De esta forma, viajo mucho más rápido, mucho más que cualquier humano a pie, en dirección al este.
—Es hora de volver al campamento. Ya es de noche. —Erix se puso de pie lentamente, y Hal la siguió. No tenían más que volverse y mirar al otro lado del risco, para ver el escenario del que habían escapado por unos minutos.
El amplio y disperso campamento se extendía como una mancha fangosa, apenas visible a la luz de un millar de hogueras. No obstante, el barro era señal de buena fortuna; la bendición de los dioses, o de una naturaleza providencial. Un año antes, no habrían encontrado barro, porque no había agua.
Ahora el agua era un bien más o menos abundante en el desierto, y los humanos, que habían convertido las zonas vecinas a los pozos en fangales, podían vivir en estos sitios donde antes sólo los aguardaba la muerte. Pese a ello, la subsistencia resultaba tan dura que estas pobres gentes tenían poco tiempo para pensar en dar las gracias por su salvación.
Halloran y Erix no sabían cuánta gente participaba en este éxodo en dirección al sur, escapando de las ruinas de Nexal y de las bestias que habían tomado la ciudad como su hogar. Como una manga de langostas, los humanos agotaban los pozos de agua y acababan con las existencias de maíz y bayas de los campos vecinos. Ningún lugar los proveía de sustento más que por unos días, y la multitud reanudaba la marcha, porque era la única forma de conseguir más agua y alimentos.
Por ahora, el oasis donde se encontraban les prometía un poco de descanso. Incluso en la oscuridad, las mujeres recorrían los campos, ocupadas en la recolección de maíz, mientras los niños chapoteaban en las orillas del pozo para quitarse el polvo y el cansancio del largo día de marcha. El pequeño lago ocupaba el centro de un valle poco profundo; al otro lado de las colinas, no había más que dunas, kilómetros y kilómetros de terrenos pedregosos, y viento.
En el valle, en cambio, se había producido una transformación milagrosa. Los campos de maíz formaban un cinturón verde que ondulaba con el viento, hasta cubrir la totalidad de las laderas. En las orillas del lago, crecía el arroz salvaje, y en la franja entre estos dos cultivos se podían encontrar arbustos cargados de bayas grandes y dulces.
Los lugares donde no crecían plantas comestibles, o donde ya habían sido cosechadas, servían de alojamiento para los integrantes de la marcha. En su gran mayoría, eran nexalas procedentes de la ciudad destrozada, pero había un grupo pequeño que tenía otro origen. Estos últimos eran hombres barbudos, que llevaban corazas y armas de acero a diferencia de los mazticas, quienes utilizaban garrotes tachonados con puntas de obsidiana, arcos, lanzas, cuchillos de piedra y armaduras de algodón acolchado.
Los dos grupos vivían una tregua inquieta, impuesta por el miedo ante el enemigo común y mucho más peligroso, que los acechaba en la pesadilla de Nexal. La tregua no había dado paso a la camaradería, pero se veía facilitada por el hecho de que ya no había con ellos sacerdotes de sus respectivas religiones.
Los nexalas participantes en la marcha también habían abandonado la práctica de los sacrificios humanos. Los sacerdotes de Zaltec, convertidos en trolls durante la Noche del Lamento, no los acosaban a la búsqueda de víctimas. La catástrofe, que se había iniciado en el momento álgido de una orgía de sacrificios, había impulsado a muchos de ellos a cuestionar la doctrina que siempre habían aceptado al pie de la letra. ¿Quiénes eran ellos para oponerse a alimentar a los dioses?