El temor a ser profanado llevó a muchos burgueses y famosos de la época a invertir buenos dineros en la realización de sólidos panteones con tumbas hechas a gran profundidad. Valga de ejemplo la obsesión de algunos boxeadores escoceses por ser enterrados a más de cinco metros bajo tierra, imaginando que sus cuerpos, musculados por el riguroso entrenamiento, sería un bocado apetecible para entusiasmados estudiantes de medicina.
La histeria colectiva llegaba a tal punto que, familiares y amigos se turnaban para evitar que ningún depredador humano se acercase a las sepulturas donde reposaban sus allegados.
Burke y Hare desecharon la expoliación de cementerios, eran demasiado novatos y los recintos se encontraban muy protegidos o controlados por las mafias de resucitadores (así fueron conocidos popularmente). Quedaba como única salida obtener la mercancía por las calles. En consecuencia, decidieron avanzar por el camino más oscuro posible: si no podían robar cadáveres, lo más sencillo era crearlos ellos mismos. El dinero de Knox había embriagado de tal forma a los dos amigos que nada les pudo frenar en la carrera alocada y tenebrosa hacia el crimen.
Pocas fechas más tarde planearon su primer asesinato. Durante días buscaron por el vecindario la víctima más apropiada, finalmente, se fijaron en Joseph “el molinero”. Cumplía los requisitos exigidos: no tenía familia, contaba con pocos amigos que le echaran de menos, y para regocijo de sus asesinos, era alto y fornido, lo que mejoraría la sanguinaria pecunia. Una noche lo invitaron a tomar unos tragos en la posada de Margaret, una vez allí, y tras conversar alegremente al calor de algunos vasos de licor, Burke indicó a Hare que había llegado la hora de actuar.
Con rapidez, lo sujetaron mientras situaban un pesado almohadón contra su atónito rostro. Durante segundos el pobre Joseph intentó defenderse; a pesar de la resistencia, murió asfixiado sin que quedase ningún atisbo de violencia sobre su cuerpo. Burke y Hare, alborozados por el nuevo éxito, llevaron el cuerpo ante la puerta trasera de la academia médica donde les recibió, una vez más, el profesor Knox. En esta ocasión, las dimensiones de Joseph se valoraron en diez suculentas libras; tras el pago los dos rufianes chocaron sus manos prometiéndose no parar hasta conseguir una fortuna. En efecto, desde ese momento, Burke y Hare se convirtieron en auténticos asesinos en serie; no es posible calcular a cuántas personas eliminaron, se supone que la cifra oscilaría entre diecisiete y veintiocho. Sus víctimas provenían de diferentes ámbitos, siempre relacionados con la pobreza o el olvido social: cerilleras, mendigos, prostitutas o simples vagabundos fueron cayendo en las garras psicópatas de aquellos seres degenerados. No mataron niños porque, simplemente, su cotización era muy baja debido al menor tamaño de sus cuerpos.
En 1828 la situación en Edimburgo era crítica, las madres ocultaban a sus hijos, los obreros regresaban a casa en grupos, nadie quería pasear o dormir solo. El terror circulaba libremente por los rincones de la ciudad escocesa.
Sin embargo, todo asesino deja pistas, y Burke, en su afán por acumular riquezas comenzó a cometer errores que, a la postre, provocarían su detención.
La vigilancia de las barriadas en Edimburgo era extremadamente opresiva. Los policías crearon cercos sobre los lugares donde, presuntamente, habían desaparecido personas. Burke y Hare empezaron a ver entorpecidas sus hasta ahora brillantes actuaciones. Cada vez quedaban menos sitios a los que ir de cacería, y pronto tuvieron que replegarse hacia su propio feudo instalado en la pensión de Margaret quien, por cierto, no permanecía ajena a lo que estaba sucediendo, lo mismo sucedía con Helen McDougal. Las dos mujeres no participaron en ningún asesinato, pero sí, en cambio, fueron cómplices y se beneficiaron de las ganancias obtenidas por sus novios.
La medicina de aquellos tiempos debía de utilizar los cuerpos de ajusticiados la mayor parte de las ocasiones, con el propósito de hacer un mapa del cuerpo humano.
Como aquí puede observarse, el análisis de cuerpos incluía también a fetos.
En ese mismo año de 1828 se produjeron los últimos crímenes de Burke y Hare. La presión policial en combinación con las numerosas indagaciones efectuadas, condujeron a los inspectores a un barrio en el que había desaparecido un joven.
El hecho extrañó a los vecinos, los cuales dijeron a la policía que James Wilson “el bobito”, (así lo llamaban), era un chico que si bien tenía mermadas sus facultades mentales, sabía perfectamente por donde debía moverse y, además, estaba sano como una manzana. Por otra parte, esos mismos vecinos se habían percatado de la vida ociosa que llevaban Burke y Hare; demasiadas libras gastadas y ningún trabajo acreditado.
Esos días los inspectores merodearon por los alrededores de la posada donde se alojaban los dos asesinos. Una noche Burke cometió la osadía de masacrar a una joven en su propia habitación. Los restos sanguinolentos de la muchacha fueron descubiertos por el matrimonio Gray, que se ocupaba de la limpieza en la pensión. Helen, la novia de Burke, intentó sobornar al matrimonio prometiéndole una libra semanal vitalicia. Sin embargo, el precio no debió convencerles, dado que a los pocos minutos, se encontraban denunciando el macabro hallazgo ante la policía. A Burke aún le dio tiempo de hacer desaparecer el cadáver de la chica. Cuando llegó la policía, tan solo pudieron encontrar restos de sangre. Burke, que había vendido el cuerpo al doctor Knox, explicó, con frialdad, que aquella sangre pertenecía a la menstruación de una visita ocasional. No olvidemos que desgraciadamente, por entonces, no existían los métodos de comprobación científica de los que hoy disponemos. No había pruebas por qué no había cuerpo del delito. A pesar de todo, las sospechas sobre Burke eran evidentes.
La policía, en un alarde de contundencia, detuvo a Hare, el más débil de aquella sociedad criminal. Sobre él estuvieron presionando a lo largo de varias horas, le combinaron a confesar sus asesinatos sin resultado. Finalmente, se cambió de estrategia; en esta ocasión, la oferta era más atractiva: sí William Hare acusaba a su socio podría salir indemne de aquella situación de lo contrario, tarde o temprano, le pillarían por algo e iría a dar con sus huesos en la cárcel o en el patíbulo.
Hare, convencido por este último argumento, cantó sin miramientos, señalando a su ex-amigo como instigador y autor de todos los crímenes cometidos por ellos.
Burke, como es obvio, intentó defenderse elaborando coartadas tan peregrinas como insustanciales. Dijo que la última víctima vendida al doctor Knox murió placidamente en su cama mientras dormía, y él lo único que hizo mal fue vender ese cuerpo a la medicina.
Si eso era delito no tendría ningún problema en pagar la multa que se le impusiese. Cuando vio que el asunto se ponía realmente turbio, contó que la chica no es que hubiese muerto en su habitación, sino que la había traído un forastero en un cajón y que se le había olvidado llevársela. Los policías escuchaban estupefactos las sandeces que les estaba contando Burke. Mientras tanto Hare seguía relatando los pormenores de sus noches sangrientas. Además, aprovechó el momento para inculpar a Helen McDougal como cómplice de su novio. No había duda, Burke era culpable y estaba a punto de pagar por sus horrendos crímenes.
El 24 de diciembre de 1828 comenzó el proceso judicial contra William Burke y Helen McDougal. Tras arduas deliberaciones, los jueces dictaminaron sentencia y esta no era buena para el confundido Burke. Moriría colgado y, por supuesto, su cuerpo sería donado a la ciencia. Helen fue absuelta y protegida desde entonces para evitar su linchamiento popular. El doctor Knox también fue absuelto, pero los ataques reiterados contra su casa y la falta de clientela, provocaron su huída hacia Londres donde el desprestigio adquirido le hundió en la miseria. Dicen que acabó sus días en Norteamérica trabajando como actor.
En cuanto a Burke, diré que fue colgado el 28 de enero de 1829; su cuerpo, al igual que el de sus víctimas, fue diseccionado por estudiantes de medicina. Lo curioso es que su piel fue vendida a cachitos para la confección de monederos y bolsas de tabaco. No me digan que no es un final
entrañable.
Y ¿qué pasó con el delator William Hare? La policía cumplió su palabra y liberó a Hare. A escondidas escapó de Escocia y trató de buscar trabajo en Londres; pero su fama le precedía y en una fábrica donde intentaba ganarse la vida, fue identificado por los obreros, los cuales arrojaron su cuerpo a un contenedor rebosante de cal viva. Hare salió del recipiente a duras penas, pero su organismo sufrió las quemaduras de la cal. Sus ojos se abrasaron, y ciego deambuló como mendigo por las calles de Londres hasta 1860, fecha en la que murió con setenta años cumplidos.
Hubo un testigo muy especial presenciando la ejecución de Burke, era el famoso escritor sir Walter Scott, quien reflejó en algún escrito lo sucedido. Pero el que realmente popularizó el caso de los ladrones de cuerpos fue Robert Louis Stevenson, dejando este hecho plasmado en la novela
The Body Snatcher
que, posteriormente, sería llevada al cine en el siglo XX. Por cierto, mi querido Peter Cousin encarnó la figura del Doctor Knox, no podía ser de otra manera.
Alexandre Pearce
Irlanda, (1790 - 1824)
Irlanda, (1790 - 1824)
UN CANÍBAL IRLANDÉS EN AUSTRALIA
Número de víctimas: 8
Extracto de la confesión:
“Le dijimos a Mather que le daríamos media hora para rezar por su alma, cosa que aceptó; luego me dio el libro de plegarias y bajó la cabeza, entonces Greenhill empuñó el hacha y lo mató”.
Antes de comenzar este relato me gustaría formularle una pregunta. Sí, a usted amigo lector, siempre inquieto y curioso por los misterios de la vida. Dígame: ¿Ha probado alguna vez la carne humana? Sí, ya sé que la preguntita es algo morbosa, pero créame que en ocasiones el morbo pasa a un plano secundario cuando se trata de sobrevivir.
Nunca sabremos cuáles son los motivos profundos que impulsan a los caníbales ritualistas a realizar sus reprobables actos. En cambio nada podemos objetar cuando un hombre se come a un semejante ya muerto para salvar su preciada vida.
El canibalismo no es en sí un delito, ningún juez condenará a un antropófago por haber comido carne humana muerta —es macabro pero no ilegal—, aunque por lo general, canibalismo y asesinato van unidos de la mano.
En raras ocasiones, como por ejemplo
La tragedia de los Andes
, la antropofagia se ha practicado sin crimen previo. En los Andes los deportistas uruguayos solo se limitaron a consumir cadáveres en el afán de superar una situación extrema. Eso nadie lo puede castigar.
Sin embargo, existen algunos casos donde la psicopatía del asesino lo impulsa a cometer, además de la matanza, episodios terribles de antropofagia. Es como si el psicópata pretendiera poseer plenamente el cuerpo de su víctima. Sea cómo fuere, la antropofagia es un tabú para los códigos de conducta que rigen nuestra avanzada civilización. Nada más horrible que la ingesta de carne humana a cargo de otros humanos.
Sabido es que en diferentes culturas aborígenes la práctica caníbal no estaba mal vista. Muchas tribus de América, África y Oceanía comían el corazón y otras partes del cuerpo humano pretendiendo adquirir la fuerza del enemigo abatido.
Hoy en día, por fortuna, esas costumbres han sido erradicadas; eso es al menos lo que creemos, pero por desgracia existen casos puntuales protagonizados por psicópatas despiadados que todavía erizan los vellos.