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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (9 page)

Si Méndez conocía algo bien, era la historia de las calles de España, y la historia de las barricadas de España. Eso lo conocía no solo con la memoria, sino con el corazón. El corazón tiene recuerdos que el cerebro olvida. Méndez recordaba también una esperanza que durante muchos años palpitó en las calles y se vistió de obrero alzando una pancarta o de mujer transportando una bandera roja. En la memoria de Méndez estaban los rincones de la miseria, pero también los rincones de la gente que creía en dos cosas: en un mundo más justo y en que a su pedazo de galería llegaría a las doce un rayo de sol. Gran parte de esa esperanza —incluso la del sol— estaba puesta en la victoria de un territorio inmenso con una poderosa tradición militar, científica, industrial, social y moral que se llamaba Unión Soviética.

Gran parte de la historia del pueblo español, la historia no explicada de muchas calles, estuvo durante muchos años escrita con esa esperanza.

Los recuerdos no sirven para nada, pensaba Méndez, pero él los llevaba dentro. Los recuerdos estaban allí.

Y de pronto todo aquello dejó de existir. La esperanza —se les dijo a los hombres de las calles y a las mujeres de las banderas— había sido una mentira. Nada de lo prometido era verdad. Cayeron las industrias, los ejércitos, los laboratorios, las masas obreras desfilando un día de octubre. Cayó, sobre todo, la historia moral que habían escrito los muertos, porque la historia que escriben los vivos es la única que manda.

Todo se hundió para que un hombre llamado Gorbachov ganase dinero anunciando refrescos y pizza. Todos los que habían muerto por una esperanza murieron dos veces.

Méndez no podía dejar de pensar en el mundo nuevo. Todos los recursos de la nación más poderosa del mundo seguían existiendo, pero estaban ahora en manos privadas. Los viejos ejércitos, las viejas fábricas, los viejos arsenales y los caudales secretos eran ahora gigantescas mafias.

Su poder podía llegar a los últimos rincones del mundo, incluidos los pequeños rincones del mundo en que se movía Méndez. Méndez no era nada. Y se daba cuenta también de que esas mafias contaban a su favor con la más legítima y desesperada de las ambiciones humanas: mejorar. Si las masas hambrientas de Guatemala, El Salvador, Honduras o el sur de México lo arriesgaban todo por tener un futuro incierto en Estados Unidos (hambre, sed, violaciones, robos, desesperación, muerte), ¿qué no iban a arriesgar las mujeres rusas, rumanas o polacas por un mundo dorado donde todo era posible? ¿Cómo no iban a creer las palabras de hombres y mujeres expertos que les juraban que con solo dar un paso tendrían un mundo nuevo a su alcance?

A todas aquellas mafias, el material humano no se les terminaría nunca.

A todas aquellas mafias, el dinero no se les terminaría nunca.

Europa, que ya no creía en nada, corría con todos los gastos. Mejor dicho, Europa creía en algo por lo que también habían muerto millones de hombres y mujeres: creía en la felicidad del día a día, creía que es un derecho poder comprar la felicidad.

Esos eran los malditos pensamientos de Méndez. Por eso se daba cuenta de que se estaba enfrentando a algo superior a sus fuerzas, pero que al mismo tiempo estaba en su terreno, en ese terreno tan simple y conocido que al fin y al cabo ocupa una cama.

De modo que decidió seguir fuera como fuese. Lo que menos perdonaba Méndez era que a una persona joven le asesinaran la esperanza.

De modo que él, humilde policía de las calles, decidió seguir con sus propios métodos. Policías de todos los países irían tras diferentes pistas y seguramente obtendrían algún resultado que a la larga no serviría de nada, porque las chicas serían repatriadas a la fuerza y las condenas recaerían sobre sociedades fantasma que no estaban en ninguna parte, mientras las calles, aparentemente tranquilas, seguirían viviendo sus historias secretas.

Intentó hacer un resumen de la situación. Dedujo, en primer lugar, que la lujosa casa de Montcada era uno de los centros de la banda, pero no iban a sacar nada de ella, puesto que ya desde el principio se habían topado con las sociedades fantasma. Contra estas realidades, Méndez no podía luchar.

Pero había unas cosas concretas que sí correspondían a su radio de acción, puesto que pertenecían al mundo de sus calles. En primer lugar, en esas calles se movía una mujer, casi una muchacha, que había ejercido una terrible venganza.

En segundo lugar, esa muchacha estaba viva porque alguien la había salvado disparando contra la nuca del hombre que iba a matarla. Ese hombre estaba en el depósito de cadáveres, junto a Igor y su miembro convertido en tortilla de pene. Méndez suponía que de ambos cadáveres no se sacaría gran cosa, pero al menos había un indicio importante: si los miembros de la banda se mataban entre ellos, era porque existía una lucha de poder.

Y en tercer lugar estaba la misteriosa mujer de la habitación de Miriam, la muchacha asesinada, es decir, la mujer de las hermosas piernas extendidas sobre la cama.

Méndez también tenía que dar con ella a través de las calles de su ciudad. Tenía que dar con ella y con la muchacha que había liquidado a Igor. De esta última sabía al menos algo: que se llamaba Eva Ostrova.

De la de las piernas en la cama, ni eso.

Méndez, pues, tenía que empezar buscando a dos mujeres, cosa que nunca le había salido bien. Con las mujeres era imposible.

Se sintió desolado.

16

Era verdad. A Méndez siempre le salían las cosas mal cuando se veía envuelto en un mundo de mujeres, pero ahora se iba dando cuenta de que sus principales éxitos habían tenido lugar cuando andaba hundido hasta el cuello en un universo femenino. Intentó animarse pensando eso. Claro que las cosas se presentaban mal. Lo primero que tenía que hacer era encontrar a la dueña de las preciosas piernas que había visto tendidas sobre la cama.

Méndez empezó vigilando las dos casas que iban a ser derribadas. Nada. Ni rastro de aquella mujer desconocida. Había intentado seguirla el mismo día que la descubrió en la habitación, pero de alguna forma aquella dama misteriosa se había esfumado antes de que él pudiera salir de su escondrijo.

Preguntó discretamente a la familia de Soraya, la única joven que aún vivía allí. Tampoco nada. Jamás habían visto en la escalera a una desconocida —a la que Méndez, además, no podía describir—. La emperatriz Soraya le tuvo que contestar por teléfono, ya que estaba en un concurso de belleza que organizaba una casa de productos de adelgazamiento.

En las pocas tiendas de las cercanías tampoco habían visto a ninguna mujer que les llamase la atención. Claro que la mayoría de aquellas tiendas ya eran árabes y las mujeres acudían a ellas con velo. El viejo distrito estaba cambiando su fisonomía, desaparecían los vecinos y las banderas de siempre, se disolvía el idioma y sus viejos gritos de barricada, cambiaban las calles, cerraban las tabernas y se evaporaba la historia.

Claro que el barrio quería regenerarse con nuevos edificios como el hotel Barceló-Raval, con la rambla con tantas calles rotas y con arbolitos donde acabaría pidiendo asilo político un pájaro cubano.

Méndez se sentó a pensar precisamente en la terraza más alta del hotel Barceló-Raval, desde donde se veía toda Barcelona y donde se servían copas para los que querían beber unas gotas de tiempo y olvido. Distinguió desde allí las Tres Chimeneas, el símbolo del viejo Paralelo, donde un día se habían mezclado las canciones revolucionarias, las charangas de los
cabarets
, la pequeña muerte de los domingos por la tarde y las piernas de las
vedettes
que acaban siendo piernas soñadas. Distinguió la montaña de Montjuïc, donde tantos niños que ya eran viejos aprendieron su primera canción y donde las mujeres que se refugiaban en los balcones recibieron su primera ráfaga de viento.

Abajo, a sus pies, quedaba el viejo barrio para el que nadie había escrito una canción y ni siquiera una esquela. Quedaba en pie una parte de la calle Robador, donde estuvieron los prostíbulos del sábado por la noche, la última mujer y la última copa, las ventanas cerradas y la tristeza de lo que nunca fue verdad, aunque llenase una vida.

Recordaba nombres: El Jardín, La Gaucha. Recordaba las mujeres quietas ante la barra, esperando que alguien las eligiera. Pero al menos eran libres, pensaba Méndez. ¿Libres…? ¿Alguien fue libre en los años de la opresión y el hambre? ¿Cuántas historias no serán contadas jamás, pese a estar escritas en las cortinas y las sábanas, marcadas en los ojos e impresas en las lenguas?

Por eso Méndez no se arrepentía de haber protegido a tantas mujeres perdidas en el laberinto de la ciudad, cuando él no era más que un policía solitario que empezaba a conocer las calles. No se arrepentía porque muchas necesitaron una palabra amiga, y porque Méndez jamás les pidió nada a cambio. Ahora, de vez en cuando, aún le daban las gracias mujeres sin edad y sin nombre, que habían ido olvidando sus años en un portal o una esquina.

Bueno, se dijo, pero al menos aquellas mujeres vivían y morían en su propio país, al menos entonces no estaban controladas por una mafia.

Abandonó la gran terraza donde todo era hermoso, porque hasta allí no llegaban las historias del asfalto. Resolvió dejar de pensar y volver nuevamente a la acción: al menos tenía que encontrar a la mujer de la cual solo había visto un pedazo de sus piernas.

Una vez más, las calles se tragaron a Méndez.

Para tener algún dato sobre aquella mujer, Méndez tenía que seguir preguntando, y eso fue lo que hizo, pero sin empezar por el punto más lógico. Porque el punto más lógico habría sido empezar por Alejandro Ortiz, el padre de la muchacha muerta, quien era el único que debía de conocer a la mujer que se había metido en su habitación. Pero por lo visto Alejandro Ortiz había sido recluido en una clínica mental por orden del juez, después de que la brutal muerte de su hija le alejara de la cordura. A pesar de su evidente falta de coherencia e, incluso, de memoria, la única obsesión de aquel hombre era fugarse, volver a la casa donde había sido asesinada su pequeña y dibujar incansablemente su rostro.

Sin duda, la noche en que le vio Méndez se había producido una de esas fugas. La policía lo encontró en la calle, con la mirada pérdida, quieto ante un portal cerrado, sin recordar siquiera su nombre. Desde entonces el juez había decidido que permaneciera bajo vigilancia y en régimen cerrado, negando de momento su permiso para que le interrogase la policía.

Méndez pensó que era lógico. Nada de lo que dijera aquel hombre tendría la suficiente coherencia para ser incluido en una investigación. Más adelante las cosas cambiarían —se dijo—, pero por el momento Alejandro Ortiz era una vía cerrada.

Claro que la explicación a todo lo que había visto Méndez podía ser la más elemental del mundo. Quizá la mujer de las piernas bonitas era una agente femenina encargada de vigilar a Ortiz, en cuyo caso todo encajaría. Por eso Méndez preguntó al comisario.

El comisario Monterde estaba haciendo tres cosas: encender un habano que le había costado diez euros, cagarse en la ley antitabaco y jurar que las autoridades prohibían fumar para que no se les murieran antes de tiempo los contribuyentes. Una vez cumplidos esos tres importantes deberes juró a Méndez que él no había puesto ninguna agente femenina a vigilar a Alejandro Ortiz.

—El juez lo tiene en manos de los médicos, y sigue tratamiento en régimen cerrado. No se le puede interrogar, y además no creo que por el momento valga la pena.

Méndez estaba de acuerdo, pero la pregunta seguía en pie: ¿quién era aquella mujer?

Decidió seguir investigando en el barrio y buscando huellas en las viejas habitaciones, aunque estuviesen vacías. Él había estado en muchas que guardaban historias secretas, había visto desde sus ventanas cambiar la ciudad. En las calles obreras de Barcelona, donde antes los ciudadanos proclamaban la República cada semana, se mezclaban ahora las luces de los comercios hindúes, las fruterías peruanas, los bazares chinos y algún bar español donde aún se anunciaba el anís Machaquito. La ciudad ha cambiado mucho a causa de la inmigración, pensaba Méndez, y si alguna vez vuelve a proclamarse una República, será la del Punjab.

Siguió buscando, ya que en cierto modo se sentía avergonzado. Estaba seguro de que ya no conocía como antes las entrañas de los barrios. Se movió por la calle Hospital, la de San Pablo, la de San Rafael, la vieja calle de las Arrepentidas.

Nada. Ni en los bares, ni en los pequeños colmados, ni en los supermercados donde vendían productos desnatados para rebajar el culo, ni en las mercerías de barrio donde vendían artilugios para levantar las tetas. Nadie conocía a una mujer que hubiese podido tener cualquier clase de relación con Alejandro Ortiz o con su hija. De Alejandro Ortiz sí que se acordaban, pero lo consideraban un muerto que no sabía volver al cementerio si no le daban una guía de la ciudad.

Subió un poco más en la escala de los sueños sociales y entró en el terreno de la gente que había progresado alguna vez. Y así anduvo por la rambla del Raval unos quinientos metros, exponiéndose a que sus piernas dijeran «basta». Penetró en la calle del Carmen y su mundo antiguo, con la Biblioteca de Catalunya y sus miles de sueños todavía aguardando en las puertas. Vio los almacenes El Indio, tan antiguos e inalterables que no tardarían en ser declarados monumento nacional, como algunos políticos que desde la Transición aún se dedican a salvar España, o al menos lo que quedaba de ella. Vio un viejo bar que saludaba a través del tiempo. El local se llamaba Bar Muy Buenas.

Tenía un altillo. Unas mesas donde se servían leches pasteurizadas y cervezas sin alcohol. A horas, en aquellas mesas, también se servían comidas sindicales. El bar tenía además una barra desde la que sonreía una mujer.

—Perdone —dijo Méndez—. Soy policía, pero busco con buen fin, eso se lo juro, a una señora que antes era del oficio y a la que llamaban la Patri.

La Patri… Él sabía bien por qué buscaba precisamente a aquella mujer.

Esta vez hubo suerte.

—Me parece que sé quién es —dijo la mujer de la sonrisa—, porque antes desayunaba aquí. No sabría decirle exactamente dónde vive, pero no es muy lejos. Si me deja preguntar a algunos clientes me parece que le podré decir dónde está.

Era una pista. Basándose en los datos obtenidos en el bar, Méndez volvió a preguntar aquí y allá, aunque en algunos sitios resultaba mejor no decir que era policía. Al fin le dieron la dirección exacta: cerca de la plaza del Pedrò, en los alrededores de la calle de la Cera, cerca de donde Vázquez Montalbán había escrito quizá sus primeras líneas. Cerca de las murallas centenarias, los
meublés
centenarios, las putas centenarias, los viejos bares desde los que se ve pasar la vida.

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