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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (6 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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—Cada vez estamos más rodeados de inútiles. Ha vuelto a escaparse aquella chica, aquella maldita a la que tú tuviste que domar ya una vez.

El hombre llamado Igor masculló:

—Es imposible que haya vuelto a escapar.

—La verdad es que la ayudó un cliente. Los clientes se enamoran a veces de chicas como ella, y llegan a perder la cabeza. Aunque esta vez fue más peligroso aún: el cliente avisó a la policía, pero allí había un agente que nos ayudaba y pudimos movernos a tiempo. Cuando la policía llegó, ella ya no estaba en la casa y no encontraron ningún rastro.

—¿Y el cliente…?

—Pudimos localizarlo y darle una paliza. Aún está en el hospital.

Sonrió levemente.

—… Y lo peor para él es que su mujer ha sabido por qué. No volverá a intentarlo ni volverá a declarar. De la chica tendrás que ocuparte otra vez, Igor.

—O sea que ya la tenéis.

—Sí.

—Me extraña que no escarmentara. A la Ostrova la castigué de verdad. Y era mansa.

Los dos miraron el largo paisaje a través de la ventana, midieron con los ojos la extensión de pinos y paladearon el silencio que solo cortaban los arrullos de unas palomas.

Igor preguntó:

—¿Dónde está?

—En una casa donde no la hemos tenido nunca. Se siente desorientada completamente.

—De acuerdo… Me ocuparé de ella hoy mismo, pero esta vez tendrá algo peor que un escarmiento. Cuando haya acabado con ella, la repasaréis todos vosotros. Hacedle lo que queráis. Lo único que necesitamos es que luego pueda andar.

Su rostro no se inmutó al pronunciar estas palabras. No hubo en su cara una sola expresión, un solo sentimiento. No hubo nada, como la otra vez. Nada.

Igor no era como el poeta al que habían arrinconado en un bar que era ya su casa. A Igor no le habían contado nunca una historia de piedad.

La casa era grande.

Tenía varias habitaciones siempre cerradas.

Pero las habitaciones de servicio no lo estaban. Por ejemplo, no estaban cerrados los tres baños. Ni la gran cocina. Ni el pequeño cuarto de herramientas, porque allí convenía repararlo todo sin tener que avisar a nadie.

Eva Ostrova había estado encerrada un día entero en la casa, después de su nueva captura. Pero, a causa de sus frecuentes vómitos, había podido moverse dentro del pequeño mundo de los baños y la cocina.

Y ahora estaba en la cama. Pero no atada como la otra vez. Hacía falta cambiarla de postura varias veces, de modo que cualquier ligadura hubiese molestado. Igor la contempló desde un lado de la cama, mientras se desnudaba con parsimonia. La miraba lentamente, repasándola línea a línea, mientras que sus ojos, acostumbrados a ver mujeres de todas clases, brillaban con admiración. No podía negar que Eva conservaba toda su hermosura y además era una adolescente.

Mientras se acariciaba su propio miembro, Igor se permitió darle un consejo paternal. Era mejor que las cosas estuviesen claras desde el primer momento.

—Debes saber una cosa. Metértela en la cabeza: esto es un negocio y, por lo tanto, un trabajo. No a todo el mundo le va mal. Si una chica como tú, por ejemplo, está con nosotros un tiempo, cumple sus obligaciones y devuelve el dinero que hemos empleado en ella, no tiene problemas. Al cabo de un tiempo, vuelve a su casa y no pasa nada. Mejor dicho, algunas han colaborado luego con nosotros y han ganado dinero.

Ella no se movió, no despegó los labios. Le miraba quieta y reposada, al parecer tranquila como una esfinge.

Mejor.

Igor se adelantó ligeramente, llevando su miembro siempre por delante. Tenía la sensación de que ella no apreciaba bien la realidad, porque estaba demasiado silenciosa. O quizá era que tenía tanto miedo que no podía ni hablar. Pero Igor, hombre meticuloso hasta el fin, quiso dejarlo claro absolutamente todo.

—Tú ya recibiste un castigo —añadió—, pero no aprendiste. Una segunda fuga representa una segunda corrección, pero también es la última. Si vuelves a intentar algo, lo pagará además un pariente de los que tienes en Ucrania. Tú eres un caso especial porque vienes de una clínica mental y no conocemos a tu familia, pero la encontraremos y se lo haremos pagar. Si tienes una madre, va a morir y ni siquiera sabrá por qué. Imagino que has comprendido lo que te espera.

Ella no movió ni los párpados. Seguía siendo simplemente un cuerpo quieto y una cara modelada en cera. Aquella pasividad hizo que la excitación de Igor aumentase.

A él le gustaban asustadas y mansas.

Apretó los labios.

—Un nuevo intento significaría tu muerte. Sencillamente eso. —Y añadió, mientras advertía de nuevo con voz paternal—: Te advierto que será peor que la otra vez. Nadie va a guardar delicadezas contigo. Empieza la fiesta.

Y la fiesta empezó.

En efecto, fue peor que la otra vez.

Seguro de su fuerza y su potencia, Igor se lanzó en tromba. Mientras le abría brutalmente las piernas a Eva, su miembro ya la estaba penetrando. Embistió hasta el fondo con maestría.

Acertó de lleno al primer impacto. Deberían haberle aplaudido.

Pero se ve que, en el fondo, las mujeres no saben apreciar nada ni son agradecidas.

El alarido que hace temblar los cristales y salta a las paredes. El alarido sin nombre, sin tiempo, que estalla en la habitación cerrada. El alarido que se enrosca en el aire, se parte en pedazos, se hace inhumano, explota en trozos de carne.

El alarido que envuelve el aire de dolor mientras se tiñe de rojo el miembro que ha penetrado brutalmente a la mujer y que vuelve a salir convertido en una nube escarlata.

Y el horror.

La punta de acero del pequeño punzón sale a la luz entonces, medio clavado aún en el miembro que era todopoderoso hace apenas unos segundos.

Y un segundo alarido, el nuevo aullido que hace temblar todos los rincones de la casa. Y la sangre que brota. Y el manantial que tiñe la cama. Y el cuerpo de Igor de rodillas, y su carne que también se rompe en pedazos, y sus arterias que se vacían, y un espasmo que hasta le sale por los ojos.

Y entonces el propio Igor lo ve, ve el mango de madera de un punzón, un punzón que estaba completamente oculto en la vagina de Eva y que ahora está clavado en la parte más valiosa de su anatomía. El terror de las doncellas, admiración de directores porno, ve que la que fuera una pieza digna del Louvre, asombro de la naturaleza, es un muñón partido en dos.

Y la sangre. La fuente macabra que lo riega todo, que ha cambiado el color de la escena y que brota con más y más fuerza cuando Igor, con un empujón frenético, se arranca la pieza de hierro y casi se arranca lo que le queda del pene. Algunas gotas llegan hasta la lámpara mientras expulsa el último chorro que baila en el aire.

Y el nuevo alarido que retumba en las paredes. Y la agonía que estalla en la boca y busca un dibujo imposible. Y la muerte que entra por los poros, que baila en la piel, que dibuja en esta la marca que nos tiene guardada desde el primer llanto y la primera luz.

Un espasmo más. Igor, sentado en el suelo, queda espantosamente quieto.

Y un poco más allá, la cara de Eva Ostrova, y un poco más allá, la cama, y un poco más allá, la luz que de pronto se ha hecho roja.

11

El poeta va a resbalar del banco cojo. Si se descuida, acaba en el suelo del bar o escondido debajo de la mesa.

—Tengo una historia auténtica, señor Méndez —dijo—, la historia que me contó en este mismo lugar un hombre que estaba a punto de morir. Lo curioso es que murió casi sonriendo, porque estaba deseando irse de este mundo. Yo quise hacer un poema con su historia para que al menos alguien le recordara, pero no pude. Yo pienso que los niños recuerdan las viejas canciones, y me doy cuenta de que a veces, cuando se hacen viejos, lo único que les queda es esa antigua canción. Pero es una historia tan jodida y amarga que no pude ni ponerle palabras.

Miró la puerta del local, sus cristales sucios, intentando encontrar el último rayo de sol de la tarde, pero el sol jamás había llegado al fondo de aquella calle donde, sin embargo, alguien, alguna vez, quiso recordar una canción.

—Entonces olvídalo —dijo Méndez—, olvida la maldita historia que además debe ser mentira. Tú lo que has de hacer es olvidarte de las mentiras y acordarte de las viejas verdades, como por ejemplo un buen culo de mujer. Además, los culos y las verdades son eternos.

—No puedo, Méndez. Yo creo que aquel hombre murió aquí mismo porque también quería olvidarlo.

Bebió un poco. Al fin y al cabo, para que no le echasen del bar, el vaso tenía que durarle toda la tarde.

—El hombre que me la contó —dijo al fin— era de esta calle y al final de su vida conocía todas las canciones de los niños, esas que vienen de no se sabe dónde. Claro que ahora los niños no cantan las canciones que ha ido haciendo el tiempo, sino las canciones de la tele. Pero él las recordaba todas. Decía que estaba hecho de tiempo y hablaba con los muertos cuando en la calle ya no había nadie, y ansiaba quedarse un día en una esquina y morir con los ojos abiertos. Yo le conocía porque nos sentábamos juntos a esta misma mesa. Una vez me pidió que le cantara una vieja canción de su niñez. Fue la última vez que hablamos. —Añadió en voz baja—: Los dos sabíamos que no servíamos para nada, excepto para saber que el barrio existía. Y eso nos dotaba de un cierto orgullo, Méndez, porque la mayoría de los que viven en estas calles no saben que existe.

—Yo mismo tardé en saberlo —susurró Méndez—, hasta que las viejas historias se me fueron metiendo dentro.

—Bueno, quizá usted, policía de las esquinas, haya conocido a ese hombre antes porque tiene edad para eso y recuerdos para rescatar del olvido a todos los muertos. Bueno, Méndez, yo le hablaría de las revoluciones de esta calle, de las barricadas del 36, de los voluntarios que se iban al frente con una canción y dando la mano a su hijo, que lo vería morir a él, pero también vería nacer un mundo nuevo. Los muertos de las barricadas siempre piensan que sus hijos verán nacer un mundo nuevo, y si no qué importa. Al menos las calles habrán tenido un sueño. Bien, Méndez, el caso es que aquel hombre libró en el Ebro la última batalla cuando ya no quedaban más que canciones de despedida, y cayó de rodillas en el exilio francés cuando se dio cuenta de que ya no quedaban ni canciones. Allí luchó por un país que ni siquiera era suyo, pero él pensaba que cada país que sufre tiene derecho a un sueño. Luego ese hombre fue a parar a Auschwitz y tuvo que olvidar hasta los versos que yo le había enseñado cuando éramos niños. Ya le he dicho que cuando él pudo regresar anheló morir porque ya no creía en nada. La gente de hoy tampoco cree en nada, pero no por eso desea morir. Al fin y al cabo, los curas y los políticos tampoco desean morir y tampoco creen en nada. Bueno, pues fue aquel hombre el que me explicó la historia.

—¿Qué historia?

—La de la mujer que estaba con sus dos hijos prisionera en Auschwitz. Al menos no los habían separado, y eso les permitía creer aún en un pedacito de vida. Bien, pues un oficial de las SS le dijo: «Debes elegir. No hay razón para la vida de dos niños, sino para la de uno solo. Tú has de decir cuál de los dos morirá y cuál ha de seguir vivo». Y apremió: «Has de elegir ahora mismo… uno de los dos».

Los ojos de Méndez se entrecerraron.

A veces tenía una mirada venenosa. A veces decían que era verdad que existía la serpiente vieja.

—Eso es el mal absoluto —dijo Méndez con un susurro.

—La pobre mujer no fue capaz de elegir la vida de uno y la muerte de otro. Lo único que hizo fue estrellar su cabeza contra una pared, pero no murió. El oficial dijo: «No sé de qué te quejas. Al fin y al cabo, Dios es misericordioso contigo, porque te permite quedarte con un hijo». Y disparó. Era un capellán del ejército nazi que siempre hablaba del Señor. La mujer cayó entonces de rodillas ante el hijo vivo, y estuvo así toda la noche, acariciándole los pies. Luego la destinaron a trabajar en los hornos crematorios. No recordaba ni su nombre, y al hijo superviviente no lo volvió a ver más.

Tras una pausa el poeta añadió:

—Le he estado hablando del que me contó esta historia, del que llegó a conocer a aquella mujer de Auschwitz y luego volvió a esta calle de Barcelona. ¿Sabe…? La mujer también regresó al cabo de muchos años, pero ya no tenía ni nombre. Solo era una loca que vagaba por las calles, sin recordar absolutamente nada. Cuando pudo volver al viejo piso del barrio no sabía dónde estaban las habitaciones. Yo la acompañaba y le explicaba historias que terminaban bien. —Añadió—: Al fin y al cabo, para eso servimos los poetas. —Vació su vaso, como si necesitara tomar aliento, y comentó en voz baja—: Cuando pudo volver al viejo piso ya había otra familia en él, pero la acogieron. Allí vivían dos niños, y todos pensaron durante algún tiempo que recobraría la esperanza o la memoria, pero eso no ocurrió nunca. El mal absoluto lo destruye todo.

Méndez hizo un gesto de impotencia y susurró:

—Estoy rodeado de historias amargas. Por favor, no me explique ninguna más.

Y miró otra vez hacia la puerta, intentando captar las historias que estaban en el aire, las del pasado y las que, tal vez, estaban ocurriendo en ese mismo momento.

12

El hombre del calibre 38 estaba de guardia en el pasillo al que daban las habitaciones. Al oír el alarido al otro lado de la puerta tuvo una especie de espasmo. Por un momento no entendió nada. Empujó la puerta y entró.

Tampoco entendió gran cosa al ver la escena en el interior. Pero la cara de la muchacha que estaba tendida en la cama se lo explicó todo. Era una cara que parecía de cera, una cara vacía que, sin embargo, sonreía…

Aquel hombre sufrió una nueva sacudida. Sus ojos volaron por un instante hacia Igor, pero en seguida se dio cuenta de que nada podía hacer ya por él. Había perdido demasiada sangre.

Por lo tanto, a aquel hombre solo le quedaba una cosa que hacer, y la hizo al instante. No se preguntó si a la organización le convenía cargar con un cadáver más. Levantó el revólver y apuntó a la cara de Eva Ostrova.

Un penúltimo pensamiento: «Es bonita». Y un último pensamiento: «Revienta».

No quedaría nada.

Iba a apretar el gatillo cuando notó aquel contacto en su nuca. Y si hasta aquel momento el hombre no había entendido nada, a partir de entonces entendió menos todavía. Todo se transformó en una pesadilla sin forma.

Porque lo que estaba notando en la nuca era el contacto del cañón de otro revólver. Él apuntaba a la muchacha, pero por la espalda le estaban apuntando a él.

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