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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (5 page)

Igor arqueó una ceja con una cierta indiferencia, como si al fin y al cabo el asunto no tuviera tanta importancia.

—Quizá evitó así algo aún más grave —dijo.

—¿Te parece poco grave perder una chica y encima tener detrás a todos los sabuesos de Barcelona?

—No encontrarán ninguna relación con Luthier ni sacarán nada. No detendrán a nadie —dijo Igor, mientras volvía a oír el taconeo en la habitación cerrada.

El otro musitó:

—Tenemos la sospecha de que Luba llevaba en su poder un documento, aunque no era suyo. Uno de nuestros colaboradores ha podido ver una pequeña parte del informe de la policía. Luba, la muerta, tenía en sus manos un documento que en realidad pertenecía a Ostrova, aunque no sé cómo lo consiguió ni para qué le interesaba. Al viajar juntas tanto tiempo y permanecer dos días en la residencia, pudo pasar de unas manos a otras incluso sin que se dieran cuenta.

—¿Cómo se permitió que la Ostrova tuviera un documento?

—Porque ese documento la perjudicaba si al final lograba ponerse en contacto con la policía. Era algo así como un certificado de loca.

—Pero investigarían igualmente —dijo Igor con rabia contenida.

—Investigarían por otro lado, no por el nuestro.

—¿Y Luba para qué lo quería?

—Quizá lo conservó porque pensó que no dejaba de ser un documento que acreditaba de dónde venía. Cuando no tienes pasaporte ni dinero, y encima no entiendes una palabra, cualquier cosa te parece buena.

Los dos anduvieron unos pasos en dirección a la puerta tras la que se oía el taconeo. La luz suave de la tarde seguía entrando por una ventana del fondo. En el salón, donde ahora no había nadie, un reproductor de música insinuaba una vieja canción. Igor no entendía la letra, pero pensó: King Cole. El taconeo sonaba muy levemente detrás de la puerta, era un taconeo sincopado, de mujer madura y sabia.

Igor susurró:

—De modo que, encima, escapó la Ostrova. Vaya grupo de imbéciles tenemos ahora.

—Fue un exceso de confianza. Parecía la chica más inofensiva de todas. Nadie puso en ella demasiada atención.

—Pero al menos la encontrasteis sin despertar alarma…

—En eso hubo suerte, porque alguien habría podido encontrarla antes que nosotros. Por lo visto se metió en un sitio donde dormía un perro vagabundo y se derrumbó junto a él. Piensa que esa Ostrova no es más que una pobre demente.

Igor no pensaba nada, tampoco sentía nada.

Musitó:

—Pero debe aprender quiénes son sus amos ahora. Las cosas hay que enseñárselas antes de que sea demasiado tarde.

Sonrió. La luz dulce de la ventana hizo brillar su cabeza completamente afeitada. Avanzó con una sonrisa hacia la puerta tras la que tenía que estar la chica.

Allí la tendría, después de una fuga que no le había servido de nada.

Merecía un castigo para que aprendiese lo que es la disciplina. E iba a tenerlo.

Igor era el encargado de dárselo. La chica no lo olvidaría nunca.

Empujó la puerta y vio entonces el interior de la habitación. Vio las ventanas cerradas, vio la luz artificial, vio la casa. Vio la mujer del suave taconeo.

Y vio a Eva.

Normalmente un tipo como Igor solo se habría fijado en Eva, ya que al fin y al cabo estaba allí por ella. Pero había otras cosas que a un tipo como él también le llamaron la atención. Igor se fijaba en todo, y quizá por eso no fallaba nunca.

En primer lugar no era una habitación convencional, de esas donde solo llama la atención la presencia del sexo. No era una habitación simplemente eficaz. Al contrario, incluso para un tipo como Igor fue desde el primer momento una pieza decorada por una persona ilustrada y rica. Para empezar, tenía en las paredes dos cuadros que eran toda una seducción. Uno era un retrato de Henry Thomas (el nombre figuraba en una plaquita en el marco, porque desde luego Igor no sabía quién era Henry Thomas). El otro era un desnudo de Van Dongen que tenía un no sé qué de excitante, de gran dama que piensa en una perversión. Por supuesto, al recién venido tampoco le importaban Henry Thomas ni Van Dongen, pero sabía apreciar la belleza de las mujeres de los cuadros. Las dos parecían estar esperando que él les propusiera una depravación que no hubieran probado nunca.

Después Igor se fijó en la cama. Él no iba en línea recta a los sitios, él se fijaba en todo antes. La cama parecía estar formada por elipses metálicas que la hacían parecer una flor recién abierta. También merecía que se lo hubiesen explicado: «Es un modelo de Vidal Grau…». Pero a él la cama no le importaba nada. Bueno, sí… ¿Aguantaría las embestidas…? A veces pasaban cosas increíbles: las nenas aguantaban pero las camas no.

Puso toda su atención en lo que realmente le interesaba.

La muchacha.

¿Quince años? ¿Dieciséis tal vez?

Estaba tendida en la cama, con las manos atadas a los barrotes, de forma que no pudiera defenderse y además destacaran así sus pechos poderosos y las piernas largas, sólidas, un poco entreabiertas.

Igor dijo con una sonrisa cuadrada:

—Buenas tardes…

Lo dijo en ucraniano. Seguro que ella le entendía.

Pero Eva Ostrova no contestó. Sus ojos estaban clavados en el techo y parecía no sentir ningún miedo. Igor pensó: «Esta tiene mucho que aprender…».

Mejor. La tarde podía ser larga. Y la chica era guapa, delicadamente guapa. Igor pensó entonces lo que había pensado muchas veces, que tenía uno de los mejores trabajos del mundo.

Pensó también (Igor era a veces un campeón del pensamiento) en lo que siempre les decía a las chicas en el momento de saltar: «¡Toma!».

Y empezó a desnudarse jactanciosamente. No todas las mujeres tenían la suerte de ver un miembro así, el miembro de un campeón que además estaba en forma.

«Hasta las mujeres de los cuadros estarán pasando envidia…», se dijo a sí mismo satisfecho de la vida.

Y entonces oyó de nuevo el taconeo. Claro que había visto a la mujer, claro que había visto a la guardiana, claro que había visto a la diosa del sexo y el castigo. Iba vestida de negro, llevaba una falda larga, de educadora respetable, zapatos altos, escote desbordado por los pechos. Ya no era joven, pero en ella estaba el tiempo, el tiempo justo que necesitan la sabiduría y los sueños, la creación de la mujer, los fetiches, los espejos, los doseles, las damas quietas en un rectángulo del aire. Ella era todas las mujeres a cuatro patas, todos los ojos entrecerrados, todos los pubis secretos y todas las lenguas que vibran en el tiempo. Ella sola bastaba para dibujar la habitación que un onanista dibujaría en su última noche.

Y allí estaba, pero no era para él. Igor sabía bien que la organización necesitaba mujeres así, porque hay vigilancias que los hombres no saben hacer y hay habitaciones que los hombres no saben llenar. Hay voces suaves que saben convencer a una chica asustada y hay rodillas sabias capaces de hundirse en el punto más doloroso de una niña cuando no se deja convencer.

Igor la había oído nombrar y sabía de ella dos cosas: que tenía un nombre muy hermoso —Chris— y que era una pieza clave de la organización. Por lo tanto, no podía ni tocarla.

Lástima.

Sus ojos pequeños y duros parecieron desnudarla. Su figura alta y sensual parecía llenar la habitación entera, parecía dejar en la penumbra un espacio oscuro en el que acechaban unos ojos. ¿Por qué aquel espacio oscuro hizo pensar a Igor en la muerte?

Igor meneó la cabeza y volvió a la realidad. Era absurdo, pero necesitó frotarse los párpados como si quisiera apartar de ellos una mala vibración del aire, un aleteo negro.

Chris hablaba casi siempre en francés. Decía que más allá de Estrasburgo los idiomas son toscos y duros. Sonrió con elegancia y le dijo a Igor, seguro de que él la entendería:

—He cuidado de ella para llevarla un par de veces al baño.

Y añadió:

—No va a resultar un trabajo duro para ti. Es mansa.

—Mejor.

—Pero hace falta que escarmiente.

—¿La has escarmentado tú?

—No es bueno que se aficione a las mujeres. Aunque a mí me gustaría.

Y salió de la habitación, dejando solos a Igor y Eva Ostrova.

La cama vibró un momento, porque acababa de sufrir un balanceo. Ahora Eva estaba asustada y la excitación de Igor había aumentado, más por la majestuosa Chris, la mujer imposible, que por la niña que estaba a su disposición.

Pensó por un momento que desatar a Eva sería un detalle exquisito, casi sentimental. Pero movió la cabeza negativamente, como si ahora pensara con gestos. No podía arriesgarse a sufrir una lesión, por leve que fuese. Por ejemplo, un arañazo.

Y se dispuso a saltar sobre su víctima. Igor no necesitaba preparativos, porque tenía un largo entrenamiento con mujeres como aquella. Un solo impacto y ya se sentía dentro.

Eva había dejado de mirarle.

Mejor.

Igor tomó impulso, se desplomó sobre la muchacha y pensó: «¡Toma!».

Había que ver la cantidad de cosas que pensaba un tipo como Igor. Acabaría con dolor de cabeza.

El salto. La muchacha que hace un esfuerzo para no gritar. El aire que vibra. Una serie de imágenes brutales que se convierten en pedazos de tiempo.

Fue un triunfo para Igor. Un éxito. La muchacha tenía las piernas medio abiertas, de modo que no se le veía apenas el sexo, porque el lugar del sexo, marcando el final de las piernas, estaba ocupado por una mancha negra de pelo espeso. Es muy difícil, se dijo el infalible académico Igor, muy difícil, acertar de lleno a una mujer así, a la primera, sin vacilaciones ni balanceos, sin posturas ni mediciones, como un impacto de bala. «Toma». Igor era un profesional, Igor acertaba siempre, no necesitaba ni mirar. Pocos como él lograban sin vacilar un impacto tan directo y tan salvaje.

Eva lanzó un grito mientras el infatigable pensador se decía que no era dolor, era asombro.

«Nunca conocerás un hombre así».

Y empujó con todas sus fuerzas, pensando hacer daño de verdad. Oyó entonces el grito de Eva Ostrova, que llenaba la habitación entera.

«Así aprenderás a no huir…».

La muchacha se removió desesperadamente. Echó la cabeza para atrás. Igor la besó en la garganta casi con dulzura, porque al fin y al cabo él era un caballero.

Y embistió de nuevo mientras ella dejaba de moverse, mientras se hundía y se resignaba al martirio. Igor recordó lo que le había dicho antes Chris: «Es mansa».

9

El poeta dijo:

—Aquí me tiene usted, Méndez, pensando en la crueldad. Qué cosa sin sentido, ¿no? Pienso en la crueldad y hago poemas sobre la crueldad sencillamente porque el mundo no me necesita. No me necesita mi mujer, que dice que gano poco y acabará viviendo con un vecino que piensa en el alquiler de un piso y no como yo, en versos para llorar a solas. No me necesita mi suegra, que me ha echado de casa dos veces, y por eso me ve usted aquí, en el fondo de este bar, escribiendo cosas que ni siquiera forman parte de mi historia, aunque yo pienso que forman parte de la humanidad, ya ve. Me han quitado la cama y solo me queda el taburete de un bar, Méndez, un taburete donde yo medito sobre la crueldad porque alguien tiene que meditar sobre ella. En este mundo pasan cosas horribles.

Méndez acercó al poeta el vaso que le iba a durar toda la tarde y le asentó el taburete que cojeaba de una pata. Con una sonrisa intentó animarle.

—No se preocupe —dijo—, todo irá bien mientras usted no se caiga al suelo.

—En este mundo todo es fruto del azar. Donde no está prevista la misericordia, nada puede ir bien —reflexionó el poeta. Y añadió—: Señor Méndez… ¿conoce usted la historia de las mariposas japonesas…?

—No.

El poeta consiguió mantenerse sobre su asiento y continuó hablando:

—Se trata de mariposas de papel, de seres que en realidad no existen. Y como yo escribo poemas sobre cosas que tampoco existen, le voy a hablar de este antiquísimo juego, una especie de cura espiritual para los niños que sufren. Es algo así como un pequeño engaño, pero un engaño que a veces logra ser milagroso. Lo que voy a contarle no es mentira y además contiene el milagro de la fe. ¿Cree usted que hoy día también podría escribirse un poema sobre el milagro de la fe?

—La fe ya es en sí un milagro —dijo Méndez—, pero algunos tienen la virtud de hacerla existir.

—Bueno, pues lo que voy a explicarle, Méndez, aún no es un poema, pero es una verdad. Cuando se lanzó la bomba de Hiroshima, muchísimas personas murieron quemadas vivas, entre ellas miles de niños, y otras víctimas quedaron, de momento, intactas, porque la simple esquina de una calle había impedido que los rayos llegaran hasta ellas. Aquella bomba fue como la explosión del propio sol, Méndez. Si estabas al descubierto, te quemabas, y si por casualidad estabas protegido por alguna pared, te salvabas de momento, aunque muy pronto llegaba el cáncer y se descomponía la piel. Pues bien, en una esquina una niña quedó en la parte del sol, de los rayos, y su madre en la sombra. No sabiendo qué hacer, la madre sintió que estallaban sus ojos, pero intentó animar a la niña con un pedazo de papel: «Haz mariposas, hija, haz mariposas». Y la niña empezó a hacerlas con el papel mientras se quemaba viva.

El poeta hundió la cabeza mientras hablaba y amagó una lágrima que venía del fondo del tiempo. La lágrima se deslizó inútilmente por su mejilla de hombre solo que no remediaba nada y ya solo entendía de dolores de papel.

—Al final mis versos solo me conmueven a mí mismo. Gracias por escucharme, Méndez. —Y con un hilo de voz añadió—: …Y la niña de Hiroshima murió abrasada por la explosión de mil soles mientras hacía mariposas de papel, o intentaba hacerlas. Murió creyendo en una mentira, como al fin y al cabo nos han enseñado a creer a todos. Sépalo, Méndez, cada día inventamos muertes más horribles y al mismo tiempo más palabras de piedad, como si aún quisiéramos creer en algo que no fuese nuestra propia mentira. Yo sigo viviendo porque aún creo en ellas. No sé si lo ha pensado, Méndez, pero cuanto más cruel es la humanidad más falta hace la mentira de un poeta.

Y sobre el velador que ya tenía cien años, empezó a dibujar inútilmente una mariposa.

Ni él ni Méndez sabían, por supuesto, que una muchacha prisionera llamada Eva Ostrova estaba siendo castigada salvajemente.

10

El hombre llamado Luthier, el que había matado a dos muchachas en un edificio semitapiado del Raval, dijo:

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