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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Payasadas (8 page)

* * *

Sufrimos un sobresalto mayor aún cuando nos enteramos de que se proponía administrarnos los tests por separado. Inocentemente le explicamos que obtendríamos muchas más respuestas correctas si nos permitían juntar nuestras cabezas.

Adoptó una actitud de suprema ironía.

—Vaya, por supuesto que sí, señorita y señorito —contestó—. ¿Y no os gustaría tener también una enciclopedia en, el cuarto y quizás el profesorado de la Universidad de Harvard, para que os digan las respuestas cuando no estéis seguros?

—Eso no estaría
mal
—respondimos.

—Por si acaso nadie os lo ha dicho —explicó—, estamos en los Estados Unidos de Norteamérica, donde nadie tiene derecho a depender de nadie, donde todo el mundo aprende a abrirse su propio camino.

»Yo he venido aquí para haceros algunos tests —dijo—, pero hay una regla básica para la vida que me gustaría enseñaros. Os aseguro que en el futuro me lo agradeceréis.

La regla era la siguiente: Ráscate con tus propias uñas.

—¿Podéis repetirlo y grabarlo en vuestras mentes? —preguntó.

No sólo pude repetirlo sino que lo recuerdo hasta el día de hoy: Ráscate con tus propias uñas.

Hi ho.

* * *

Así que no nos quedó otra alternativa que rascarnos con nuestras propias uñas. Nos hicieron tests individuales sentados ante la mesa de acero inoxidable en el comedor de azulejos. Cuando uno de nosotros se hallaba allí dentro con la doctora Cordiner, con la «tía Cordelia», como la llamábamos entre nosotros, el otro era llevado al lugar más apartado posible, al salón de baile en la cima de la torre, en el ala norte de la mansión.

Ancas Potrancas tenía la misión de vigilar al que se encontrara en el salón de baile. Fue elegido para ese trabajo a causa de que en un tiempo había sido soldado. Escuchamos las instrucciones que le impartió la «tía Cordelia». Le pidió que se mostrara muy atento al menor síntoma que pudiera hacer pensar que nos estábamos comunicando telepáticamente.

La ciencia occidental, más algunas pistas proporcionadas por los chinos, había aceptado finalmente que algunas personas se podían comunicar sin signos visibles ni auditivos. El aparato transmisor y receptor de estos extraños mensajes estaba situado en la superficie de los senos nasales y por lo tanto esas cavidades tenían que estar en buena salud y libres de obstrucciones.

La pista más importante que los chinos proporcionaron a Occidente fue esta enigmática frase, pronunciada en inglés, que pudo ser descifrada sólo después de muchos años: Me siento muy solo cuando estoy acatarrado.

Hi ho.

* * *

Pues bien, la telepatía no nos servía de nada a distancias superiores a los tres metros. Con uno de nosotros en el comedor y otro en el salón de baile era como si nuestros cuerpos estuvieran en distintos planetas, que es de hecho lo que ocurre en este momento.

Yo, por supuesto, podía realizar exámenes escritos, pero Eliza no. Cuando la «tía Cordelia» examinaba a Eliza, tenía que leerle en voz alta las preguntas y luego poner por escrito sus respuestas.

Y nos parecía que no acertábamos con ninguna de las preguntas. Pero debimos responder a algunas correctamente porque la doctora Cordiner informó a nuestros padres que nuestra inteligencia «... era normal baja para su edad».

Sin saber que estábamos escuchando, agregó que probablemente Eliza nunca aprendería a leer ni a escribir y por lo tanto no podría votar ni obtener un permiso de conducir. Trató de suavizar esto comentando que Eliza era «una parlanchína encantadora».

Dijo que yo era «...un chico bueno, serio, a quien fácilmente distraía su atolondrada hermana. Sabe leer y escribir pero su comprensión del significado de las palabras es mínimo. Todo hace pensar que si se le separara de su hermana podría llegar a ser empleado de una gasolinera o portero de una escuela de provincias. Sus perspectivas de llevar una vida útil y feliz en una zona rural son razonables».

* * *

En ese mismo momento la República Popular China creaba literalmente millones de millones de genios mediante el sencillo procedimiento de enseñar a pares o a pequeños grupos de especialistas compatibles la forma de pensar como una sola mente. Y esas mentes reunidas estaban a la altura de la de Newton o la de Shakespeare, por ejemplo.

Sí, claro que lo recuerdo, y mucho antes de que yo llegara a ser presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, los chinos habían comenzado a combinar esas mentes sintéticas y a convertirlas en intelectos tan increíbles que el mismo Universo parecía estar diciéndoles: Espero sus instrucciones. Ustedes pueden llegar a ser lo que quieran. Yo puedo convertirme en lo que ustedes quieran.

Hi ho.

* * *

Me enteré de este ardid chino mucho después de la muerte de Eliza y mucho después de que perdiera toda mi autoridad como presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Para entonces ya no había nada que yo pudiera hacer con esa información.

En todo caso hubo algo que me resultó divertido. Me dijeron que la vieja y pobre civilización occidental había proporcionado a los chinos la idea de juntar estos genios sintéticos. Se inspiraron en los científicos norteamericanos y europeos que durante la Segunda Guerra Mundial juntaron sus cabezas con la resuelta intención de idear una bomba atómica.

Hi ho.

* * *

Capítulo 17

NUESTROS pobres padres habían creído en un principio que éramos idiotas. Intentaron adaptarse a esa idea. Luego creyeron que éramos genios. Trataron de adaptarse a eso. Finalmente les informaron que éramos normales y corrientes, y estaban intentando adaptarse a esto último.

Les observábamos a través de las mirillas cuando hicieron una ciega y lastimosa súplica. Preguntaron a la doctora Cordelia Swain Cordiner cómo podían hacer compatible nuestra torpeza con el hecho de que podíamos conversar en forma erudita sobre tan diversos temas y en tantos idiomas.

Con penetrante agudeza, la doctora Cordiner les aclaró ese punto.

—El mundo está lleno de gente que tiene una gran capacidad para parecer más inteligente de lo que es en realidad —dijo—. Nos deslumbran con hechos, citas, palabras extranjeras y cosas por el estilo, y la verdad es que prácticamente no saben nada que sirva para la vida tal como se vive. Mi objetivo es descubrir a esa gente para que la sociedad pueda protegerse de ella, para que ella pueda protegerse de sí misma.

»Eliza es un ejemplo perfecto —continuó—. Me ha hablado extensamente sobre economía, astronomía, música y todos los temas imaginables, y sin embargo no sabe leer ni escribir, y nunca aprenderá a hacerlo.

* * *

Agregó que nuestro caso no era especialmente triste ya que no aspirábamos a desempeñar cargos importantes.

—Casi no tienen ninguna ambición —dijo—, de modo que el mundo no puede decepcionarles. Sólo desean que la vida siga siendo la misma que han conocido hasta el momento, lo cual es imposible, por supuesto.

Papá asintió tristemente.

—¿Y el niño es el más inteligente de los dos? —preguntó.

—Sí, en el sentido de que puede leer y escribir —replicó la doctora Cordiner—. No es en absoluto tan extrovertido como su hermana. Cuando está separado de ella se queda tan callado como una tumba. Sugiero que se le envíe a una escuela especial, que no sea demasiado exigente desde el punto de vista académico ni demasiado amenazadora en el aspecto social, un lugar donde pueda aprender a rascarse con sus propias uñas.

—¿Aprender qué? —preguntó papá. La doctora Cordiner le repitió: —A rascarse con sus propias uñas.

* * *

En ese momento Eliza y yo deberíamos haber atravesado la pared a puntapiés, deberíamos haber entrado en la biblioteca furibundos, en medio de una explosión de trozos de yeso y de madera.

Pero teníamos el buen sentido de darnos cuenta de que la posibilidad de escuchar a hurtadillas era una de nuestras pocas ventajas.

De modo que volvimos sigilosamente a nuestros dormitorios y luego nos precipitamos al corredor, bajamos corriendo las escaleras, cruzamos el vestíbulo y entramos en la biblioteca, haciendo todo ese tiempo algo que nunca habíamos hecho antes: estábamos sollozando.

Anunciamos que si alguien intentaba separarnos nos suicidaríamos.

* * *

La doctora, Cordiner se rió. Afirmó a nuestros padres que varias de las preguntas de los tests estaban destinadas a descubrir tendencias suicidas.

—Les garantizo totalmente —afirmó— que la última cosa que éstos harían es suicidarse.

Decir esto último tan alegremente fue un error táctico de su parte porque hizo que algo se activara en mi madre. La atmósfera de la habitación se cargó de electricidad cuando mi madre dejó de ser una muñeca débil, crédula y cortés.

No dijo nada al comienzo. Pero se había convertido claramente en un ser subhumano, en el mejor sentido. Era una pantera al acecho, repentinamente dispuesta a arrancarle la garganta a no importa qué número de pedagogos, en defensa de sus cachorros.

Fue la única vez en su vida en que se sintió irracionalmente comprometida con su papel de madre de Eliza y mía.

* * *

Eliza y yo percibimos telepáticamente esta repentina alianza animal, me parece. En todo caso, recuerdo que sentía las húmedas paredes de mis senos nasales hormiguear de excitación.

Dejamos de llorar, tampoco sabíamos hacerlo muy bien. Y claramente exigimos algo que podían concedernos de inmediato. Pedimos que se repitieran los tests de inteligencia, pero que esta vez se nos permitiera responder a ellos juntos.

—Queremos mostrarles —dije— lo maravillosos que somos cuando trabajamos juntos para que nunca nadie vuelva a mencionar la posibilidad de separarnos.

Hablamos con cautela. Les expliqué quiénes eran Betty y Bobby Brown. Estuve de acuerdo en que eran estúpidos. Dije que no sabíamos lo que era odiar, y que habíamos tenido dificultades para comprender esa actividad humana en particular cada vez que encontrábamos en los libros una referencia a ella.

—Pero ya estamos dando nuestros primeros pasos —intervino Eliza—. En este mundo, nuestro odio se limita sólo a dos personas: a Betty y Bobby Brown.

* * *

Resultó que, entre otras cosas, la doctora Cordiner era una mujer muy cobarde y, como muchos cobardes, eligió el momento menos indicado para tratar de intimidarnos. Se burló de nuestra petición.

—¿En qué mundo creen que viven? —dijo, y luego añadió otras cosas parecidas.

Así que mi madre se levantó y se le acercó, sin tocarla ni mirarla a los ojos. Mamá le habló dirigiéndose a su garganta, y en un tono entre ronroneo y gruñido dijo a la doctora Cordiner que era un pedo de pájaro mal vestido.

* * *

Capítulo 18

DE modo que Eliza y yo volvimos a someternos a los mismos tests, pero esta
vez juntos
. Nos sentamos uno al lado del otro ante la mesa de acero inoxidable en el comedor de azulejos.

¡Nos sentíamos tan felices!

Una doctora Cordiner totalmente impersonal administró los tests como un robot, mientras nuestros padres observaban. Nos había cambiado las preguntas así que el desafío tenía además el estímulo de la novedad.

Antes de comenzar, Eliza dijo a nuestros padres:

—Prometemos contestar a todas las preguntas correctamente.

Que fue lo que hicimos.

* * *

¿Cómo eran las preguntas? Bueno, ayer mientras buscaba entre las ruinas de la escuela en la calle 46, tuve la suerte de encontrar una batería de tests de inteligencia listos para ser administrados.

Cito:

«Un hombre compró 100 acciones a 5 dólares cada una. Si cada acción subió 10 centavos el primer mes, bajó 8 centavos al segundo mes y ganó tres centavos al tercer mes, ¿a cuánto asciende la inversión al cabo del tercer mes?»

Vean este otro:

«¿Cuántos dígitos hay a la izquierda de los decimales en la raíz cuadrada de 692.038,42753?»

O ésta:

«¿De qué color aparece un tulipán amarillo visto a través de un cristal azul?»

O ésta:

«¿ Por qué la Osa Menor parece dar una vuelta en torno a la Estrella Polar una vez al día?»

O esta otra:

«La astronomía es a la geología como un deshollinador es a...»

Etcétera.

Hi ho.

* * *

Como ya he dicho, respondimos a la perfección tal como había prometido Eliza.

El único problema fue que en el inocente proceso de comprobar una y otra vez nuestras respuestas terminamos debajo de la mesa, cada uno con las piernas enredadas en el cuello del otro, bufando y respirando entrecortadamente sobre nuestras respectivas horcajaduras.

Cuando volvimos a ocupar nuestras sillas, la doctora Cordelia Swain Cordiner se había desmayado y nuestros padres habían desaparecido.

* * *

A las diez de la mañana del día siguiente, fui llevado en coche a Cape Cod para ingresar en una escuela para niños con graves trastornos mentales.

* * *

Capítulo 19

ANOCHECE nuevamente. En la calle 31 hay un tanque del ejército con un árbol plantado en la torreta. Un pájaro vuela en círculos y hace la misma pregunta una y otra vez con penetrante claridad.

—¿Azotaron a Agustín?

Nunca he llamado a ese pájaro un «azotaron a Agustín», tampoco lo han hecho ni Melody ni Isadore, que siguen mi ejemplo cuando se trata de poner nombre a las cosas. Rara vez llaman a Manhattan «Manhattan», por ejemplo, o «La Isla de la Muerte», que es el nombre habitual que le dan en el continente. Hacen lo mismo que yo: la llaman «Parque Nacional Rascacielos», sin saber cuál es la gracia.

Y el nombre que dan ellos al pájaro que pregunta Por los azotes al anochecer es el mismo que le dábamos Eliza y yo cuando éramos niños. Es el nombre correcto, sacado de un diccionario.

Guardábamos las palabras en nuestra memoria a causa del supersticioso temor que nos inspiraba. Cuando mencionábamos su nombre el pájaro se convertía en una criatura de pesadilla sacada de una pintura de El Bosco. Y cada vez que oíamos su chillido, repetíamos simultáneamente su nombre. Prácticamente era el único momento en que hablábamos al mismo tiempo.

—El grito del
nocturno chotacabras
—solíamos decir.

* * *

Y ahora escucho a Melody e Isadore decir lo mismo, en un rincón del vestíbulo donde no puedo verlos.

—El grito del nocturno chotacabras.

* * *

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