Bajábamos por una escotilla que estaba bajo la cuna de Eliza y muy pronto nos estábamos turnando para observar a nuestros padres, instalados en la biblioteca. Habíamos abierto un pequeño orificio en la pared y perforado un extremo del marco del cuadro del profesor Elihu Roosevelt Swain.
* * *
Papá le estaba contando a mamá lo que había leído en una revista el día anterior. Aparentemente unos científicos de la República Popular China estaban haciendo experimentos para reducir el tamaño de los seres humanos de modo que no necesitaran comer tanto ni usar ropa tan grande.
Mamá miraba fijamente el fuego. Papá tuvo que decirle por segunda vez lo del rumor del experimento chino. Cuando se lo repitió, mi madre replicó con indiferencia que suponía que los chinos prácticamente podían conseguir todo lo que se proponían.
Sin ir más lejos, hacía un mes más o menos que los chinos habían enviado dos exploradores a Marte sin utilizar un vehículo espacial.
Los científicos de Occidente se declaraban incapaces de explicarse cómo lo habían hecho. Los chinos mismos no proporcionaron detalles.
* * *
Mi madre dijo que daba la impresión de que hacía mucho tiempo que ningún norteamericano descubría nada.
—De pronto —comentó—, todo lo descubren los chinos.
* * *
—Nosotros solíamos descubrirlo todo —añadió.
* * *
La conversación resultaba tan
soporífera
y el nivel de animación tan bajo, que nuestros jóvenes y hermosos padres de Manhattan podrían haber estado sumergidos hasta el cuello en un estanque de alquitrán. Aparecían ante nosotros, como siempre había ocurrido, como si fuesen víctimas de una maldición que les exigía hablar sólo de cosas que no les interesaban.
Y en efecto había una maldición sobre ellos, por supuesto. Pero Eliza y yo no habíamos adivinado su naturaleza: Estaban paralizados y estrangulados por el deseo de que sus propios hijos muriesen.
Pero hay una cosa que puedo prometerles aunque la única prueba de ella es una sensación que tengo pegada a los huesos: ninguno de los dos había sugerido en modo alguno al otro que deseaba que muriésemos.
Hi ho.
* * *
Pero de pronto se oyó una pequeña explosión en la chimenea. El vapor atrapado en el interior de un jugoso tronco se había escapado.
Mi madre, que era una sinfonía de reacciones químicas como todos los seres vivientes, lanzó un grito de terror. Sus reacciones químicas insistieron en que gritase como respuesta a la pequeña explosión.
Después de haberla impulsado a hacer eso, quisieron más de ella todavía. Pensaron que ya era hora de que dijese lo que pensaba realmente de Eliza y de mí, lo cual hizo a continuación. Muchas otras cosas se dispararon en el momento en que lo dijo. Sus manos se cerraron en forma convulsiva, se le encorvó la espalda y el rostro se le arrugó hasta convertirse en el de una vieja bruja.
—Los odio, los odio, los odio.
* * *
Y no pasaron muchos segundos antes de que mamá espetara explícitamente la identidad de los seres a los que odiaba.
—Odio a Wilbur Rockefeller Swain y a Eliza Mellon Swain.
* * *
MI madre enloqueció temporalmente esa noche.
Llegué a conocerla bien, años más tarde. Y aunque nunca la amé, nunca llegué a amar a nadie si vamos a eso, sí admiré su inquebrantable decencia para con todo el mundo. Jamás profería insultos. Cuando hablaba, ya fuese en público o en privado, no destrozaba ninguna reputación.
De modo que no fue realmente nuestra madre la que en la víspera de nuestro cumpleaños dijo: «¿Cómo puedo amar al conde Drácula y a su sonrojada novia?», refiriéndose a Eliza y a mí.
No fue realmente nuestra madre la que le preguntó a papá:
—¿Cómo pude dar a luz a un par de babosos postes totémicos?
Y cosas por el estilo.
* * *
En cuanto a mi padre, la abrazó llorando de amor y lástima.
—Caleb, oh, Caleb —exclamó ella entre sus brazos—, no me reconozco.
—Por supuesto que no —replicó él.
—Perdóname —dijo ella.
—Por supuesto —dijo él.
—¿Me perdonará Dios alguna vez?
—Ya lo ha hecho.
—Fue como si de pronto un demonio se hubiese apoderado de mí.
—Eso fue lo que ocurrió, cariño.
Su locura comenzaba a disminuir.
—Oh, Caleb...
* * *
Como no quiero que se piense que estoy buscando compasión, permítaseme decir de inmediato que en esos días Eliza y yo éramos tan vulnerables emocionalmente como «El Gran Rostro de Piedra» de Nueva Hampshire.
Necesitábamos el amor de un padre y de una madre tanto como un pez necesita una bicicleta, como dice el refrán.
De modo que cuando nuestra madre habló con dureza de nosotros, cuando incluso expresó el deseo de que estuviéramos muertos, nuestra reacción fue puramente intelectual. Disfrutábamos resolviendo problemas. Quizás pudiésemos resolver el problema de mamá, descartando el suicidio, por supuesto.
Finalmente recuperó la calma, y cobró ánimo suficiente como para pasar unos cien cumpleaños más con Eliza y conmigo, si Dios quería probarla de esa manera. Pero antes de todo esto dijo lo siguiente:
—Caleb, daría cualquier cosa por ver un débil signo de inteligencia, un mínimo destello de humanidad en los ojos de alguno de nuestros hijos.
* * *
Eso tenía una solución muy fácil.
Hi ho.
* * *
Así que volvimos a la habitación de Eliza y escribimos un gran anuncio en una de las sábanas. Luego, cuando nuestros padres estaban profundamente dormidos, nos introdujimos subrepticiamente en su cuarto a través de una puerta falsa en el armario. Lo colgamos en la pared, de modo que fuera lo primero que vieran sus ojos al despertar.
Esto es lo que decía:
QUERIDOS MATER Y PATER:
NUNCA SEREMOS BELLOS. PERO PODEMOS SER TAN INTELIGENTES O TAN ESTÚPIDOS COMO EL MUNDO REALMENTE QUIERA QUE SEAMOS.
SUS FIELES SERVIDORES,
ELIZA MELLON SWAIN
WILBUR ROCKEFELLER SWAIN
Hi ho.
* * *
ASÍ Eliza y yo destruimos nuestro paraíso, nuestra nación de dos.
* * *
A la mañana siguiente nos levantamos antes que nuestros padres, antes de que los sirvientes vinieran a vestirnos. No presentíamos ningún peligro. Mientras nos vestíamos nosotros mismos pensábamos que todavía nos encontrábamos en el Paraíso.
Recuerdo que decidí ponerme un traje azul a rayas, con chaleco, muy tradicional. Eliza llevaba un jersey de cachemira, una falda de tweed y perlas.
Estuvimos de acuerdo en que Eliza sería la que hablaría por los dos al comienzo, ya que tenía una sonora voz de contralto. Mi voz no tenía la autoridad necesaria para anunciar en forma tranquila pero convincente que el mundo acaba de ponerse patas arriba.
Recuerden, por favor, que hasta entonces prácticamente lo único que se nos había escuchado decir era «Bú» y «Dú».
En ese momento nos encontramos con Oveta Cooper, nuestra enfermera, en el vestíbulo de mármol verde y columnas. Se alarmó al vernos levantados y vestidos.
Pero antes de que pudiese hacer algún comentario al respecto, Eliza y yo inclinamos nuestras cabezas y establecimos contacto un poco más arriba de las orejas. El genio que formábamos de esta manera habló entonces a Oveta a través de la caja de voz de Eliza, que era tan hermosa como el sonido de una viola.
Esto fue lo que dijo la caja de voz:
—Buenos días, Oveta. Una nueva vida comienza hoy para todos nosotros. Como puede ver y oír, Wilbur y yo ya no somos subnormales. Anoche ocurrió un milagro. Los sueños de nuestros padres se han hecho realidad. Estamos curados.
»Pero usted Oveta, conservará su apartamento y su televisor en color y quizás incluso reciba un aumento de sueldo, como un premio por todo lo que ha hecho para que este milagro pudiese ocurrir. No se hará ningún cambio en relación con el personal, con excepción del siguiente: la vida aquí se hará aún más fácil y agradable que antes.
Oveta, una regordeta poco afable, quedó hipnotizada como un conejo que se encuentra frente a una serpiente de cascabel. Pero Eliza y yo no éramos una serpiente de cascabel. Con nuestras cabezas unidas formábamos uno de los genios más amables que ha conocido el mundo.
* * *
—Ya no usaremos el comedor de azulejos —dijo la caja de voz de Eliza—. Tenemos modales refinados, como podrá comprobar. Por favor haga que nos sirvan el desayuno en el solarium y avísenos cuando nuestra Mater y nuestro Pater se hayan levantado. Resultaría muy simpático si en lo sucesivo se dirigiera a mi hermano y a mí como «señorito Wilbur» y «señorita Eliza». Ya puede retirarse e ir a contar el milagro a los demás.
Oveta siguió paralizada y finalmente tuve que hacer chasquear los dedos ante sus narices para despertarla.
* * *
Mientras nos instalábamos en el solarium, el resto del personal apareció de uno en uno, humildemente, para mirar al joven señorito y a la joven señorita en que nos habíamos convertido.
Les saludamos por sus nombres completos. Les hicimos preguntas amistosas que indicaban que poseíamos un detallado conocimiento de sus vidas. Pedimos disculpas por haber quizás impresionado a alguno de ellos al cambiar tan rápidamente.
—En realidad, no nos dimos cuenta —dijo Eliza— de que alguien
quería
que fuésemos inteligentes.
Empezábamos ya a controlar tan bien la situación que yo también me atreví a hablar sobre asuntos de importancia. Mi aguda voz ya no parecía tonta.
—Con la cooperación de ustedes —dije—, haremos que esta mansión sea famosa por la inteligencia que cobija, así como en el pasado fue conocida por la idiotez de sus moradores. Que caigan las cercas.
—¿Alguna pregunta? —intervino Eliza.
No hubo preguntas.
* * *
Alguien llamó al doctor Mott.
* * *
Nuestra madre no bajó a desayunar. Permaneció en cama... petrificada.
Papá bajó solo. Vestía la ropa de dormir y no se había afeitado. A pesar de lo joven que era tenía el aspecto cansado de un paralítico.
Eliza y yo nos quedamos perplejos al ver que no parecía feliz. Le saludamos con grandes voces no sólo en inglés sino también en varios otros idiomas que sabíamos.
Finalmente contestó a uno de esos saludos en lengua extranjera.
—Bon jour.
—¡Sentaos! ¡Sentaos! —dijo Eliza alegremente.
El pobre hombre se sentó.
* * *
Evidentemente estaba abrumado por la sensación de culpa que le embargaba al haber permitido que seres humanos inteligentes, sus propios hijos, hubiesen sido tratados como imbéciles durante tanto tiempo.
Peor aún: su conciencia y sus consejeros le habían dicho antes que estaba bien que no pudiese amarnos, ya que nosotros éramos incapaces de experimentar sentimientos profundos y que, objetivamente, no había nada en nosotros que alguien en sus cabales pudiese amar. Pero ahora tenía el
deber
de amarnos y no creía que iba a poder hacerlo.
Quedó horrorizado al descubrir lo que mi madre sabía que descubriría si bajaba: que la inteligencia y la sensibilidad en cuerpos monstruosos como los nuestros simplemente nos hacían más repulsivos.
Ni papá ni mamá tenían la culpa. No era culpa de nadie. Para los seres humanos, para todas las criaturas de sangre caliente en realidad, desear una muerte rápida para los monstruos resultaba tan natural como la respiración. Era algo instintivo.
Y en ese momento Eliza y yo habíamos exacerbado ese instinto hasta límites trágicos e intolerables.
Sin saber qué hacíamos, Eliza y yo estábamos poniendo la tradicional maldición de los monstruos sobre criaturas normales. Estábamos pidiendo respeto.
* * *
EN medio de toda la excitación Eliza y yo permitimos que nuestras cabezas se separaran varios centímetros, de modo que dejamos de pensar en forma genial.
Llegamos a ponernos tan estúpidos que creímos que papá sólo tenía sueño, de modo que le hicimos beber café y tratamos de despertarle con canciones y adivinanzas que sabíamos.
Recuerdo que le pregunté si sabía por qué la crema es mucho más cara que la leche.
Replicó entre dientes que no sabía la respuesta.
Eliza se la dio:
—Porque a las vacas les revienta tener que ponerse en cuclillas para llenar esas botellas tan pequeñas.
Nos reímos, nos revolcamos por el suelo. Luego Eliza se levantó y se plantó frente a él, con las manos en las caderas, y lo regañó afectuosamente como si fuera un niño pequeño.
—¡Oh, qué cabeza tan soñolienta! —exclamó— ¡Oh, qué cabeza tan soñolienta!
En ese momento llegó el doctor Stewart Rawlings Mott.
* * *
Aunque el doctor Mott había sido informado por teléfono de nuestra repentina metamorfosis, aparentemente para él se trataba de un día como los demás. Dijo lo que siempre decía al llegar a la mansión:
—¿Cómo estamos hoy?
En ese momento pronuncié la primera frase inteligente que el doctor Mott me escucharía decir:
—Papá no quiere despertar.
—Vaya, vaya —replicó.
Premió la perfección de mi frase con una sonrisa imperceptible.
El doctor era tan increíblemente considerado, en verdad, que se apartó de nosotros para conversar con Oveta Cooper, la enfermera. Al parecer, su madre había estado enferma en el caserío.
—Oveta —dijo—, te alegrará saber que la temperatura de tu madre es casi normal.
Papá se sintió molesto ante la poca importancia que el doctor daba al asunto y sin duda se alegró de encontrar a alguien con quien enfadarse abiertamente.
—¿Durante cuánto tiempo ha estado sucediendo esto, doctor? —preguntó—, ¿Cuánto tiempo hace que sabe que son inteligentes?
El doctor Mott consultó su reloj.
—Hace 42 minutos —respondió.
—No parece sorprendido en lo más mínimo —dijo papá.
El doctor Mott consideró esta idea un momento y luego se encogió de hombros.
—La verdad es que me alegro mucho por todos —replicó.
Creo que el hecho de que el doctor Mott no pareciera nada de alegre cuando dijo esto hizo que Eliza y yo volviésemos a juntar nuestras cabezas. Estaba ocurriendo algo muy raro y sentíamos una tremenda necesidad de comprender.
* * *
Nuestra genialidad no falló. Nos permitió entender la verdad de la situación, es decir, que de algún modo resultábamos más patéticos que nunca.