—Definitivamente no parece obra de ladrones —dijo Chase—, es todo demasiado sistemático. Parece como si acabaran de decidir darse el piro. Si conozco bien a papá, ahora mismo estarán en la cabaña.
Matt y Chase salieron inmediatamente hacia el parque natural Kanitsu, en el condado de Pend Oreille. Su padre tenía allí una cabaña con su propia concesión minera. La cabaña estaba a veintidós kilómetros al este de Chewelah, Washington. Mientras subían a lo largo de la carretera conocida como Flowery Trail, Chase se preguntó en voz alta:
—¿Estarán aquí arriba o estarán en Montana con el tío Joe?
Cuando llegaron a la cabaña, un torrente de gritos de alegría, ladridos de perro y conversación sin fin lo inundó todo. Todos trataban de hablar a la vez, tanto sobre la situación actual como sobre el paradero de Matt y Chase durante los últimos cuatro años. Sus padres estaban visiblemente envejecidos. Eileen acababa de cumplir veintiún años. Uno de los perros de la familia había muerto atropellado por un coche durante la larga ausencia de los dos hermanos. Un par de cobradores dorados hacían ahora compañía al viejo perro salchicha. Su padre les dijo que los perros eran «animales de ciudad» y que eran «peor que inútiles».
—No vigilan ni siquiera a los intrusos, y ladran a la caza y la espantan —dijo protestando.
Mientras su madre empezaba a preparar un guiso para la cena, el resto de la familia pasó un rato hojeando el «Álbum de recortes de los fugitivos» de Eileen. Contenía docenas de recortes de prensa, el artículo de los «Radicales de derecha», catorce cartas al director que había publicado el artículo en el
Spokesman,
uno de los anuncios de recompensa de
The Gun List,
y el cartel de «Se busca» del FBI que Eileen cogió de la oficina de correos.
Chase encontró especialmente alarmante un artículo del
USA Today
que tenía una foto a color de su autocaravana. El artículo había sido publicado el mismo día en que la habían abandonado en Dakota del Norte. Otro artículo publicado el fin de semana siguiente contaba que la caravana había sido abandonada, y se titulaba: «¿Están los Keane en Canadá? La caza continúa».
Mientras hojeaban el libro, Eileen mantuvo un monólogo sobre el circo mediático.
—Probablemente hayáis visto este... y, claro, también visteis el vídeo...
—No, nunca vimos el vídeo del tiroteo, solo vimos una foto. No teníamos tele en el remolque —respondió Matt.
—¿No lo visteis? Estás de coña, ¿no? Prácticamente todo el país ha visto el vídeo. Tiene gracia que seáis de los pocos que no lo han visto. Apareció en las noticias de la tele durante dos días seguidos, y en la CNN salió como un millón de veces; ya sabéis cómo les gusta repetir cosas. Mamá lo grabó y mandó una copia al tío Joe y a la tía Ruth. Un tiempo después apareció en
Los más buscados de América.
Volví a verlo el año pasado; lo pusieron en un documental de la televisión pública sobre el movimiento de milicias.
Esa noche, durante la cena, Eileen se burló del acento sureño que habían adquirido sus hermanos.
—Me juego lo que queráis —les dijo— a que os pasabais todo el tiempo bebiendo julepe de menta y llevando de cotillón a bellas damas sureñas.
La señora Keane estaba radiante de felicidad al ver a su familia reunida. El señor Keane regañó a Matt justo después de la cena.
—No sabéis lo preocupada que estaba vuestra madre, Matthew. Viendo lo que vi en ese vídeo y lo que leí en los periódicos, diría que actuasteis con poco sentido común. Deberíais haber dejado que os arrestaran y haber peleado en los juzgados —le dijo en voz baja.
—Tú no estuviste allí, papá. Estaban a punto de hacernos puré. Aquel agente ya había tomado una decisión, no había ninguna duda; por eso salí huyendo. Ellos fueron los que dispararon primero —le contestó Matt.
—Bueno, ya no se puede hacer nada al respecto —dijo su padre suspirando—. Lo pasado, pasado está. Ahora hemos de ocuparnos de asuntos más importantes y cercanos. Solo puedo dar gracias a Dios por que hayáis conseguido llegar aquí para ayudarnos.
La pequeña cabaña estaba llena hasta los topes. Para ahorrar espacio, la señora Keane preparó tres hamacas para Matt y Chase usando mantas que había de sobra.
Aquel invierno se comieron a los perros.
«Cae una piedra desde uno y otro lado de la ordenada senda que pisamos, y así se torna el mundo delirante y extraño: demonio y churel y duende y dyinn , esta noche nos harán compañía. Pues hemos alcanzado la tierra más antigua, gobernada por las fuerzas de la oscuridad.»
Rudyard Kipling
La mayor parte del café, exceptuando una pequeña reserva «de emergencia», se acabó en enero. Lisa Nelson fue la que más protestó por ello. Mientras se preparaba una de las últimas tazas de café de sobre Taster's Choice que había gorroneado de un paquete de raciones de combate, dijo bromeando:
—Estaba mentalizada para un mundo sin electricidad, o refrigeración, o gasolina. Estaba lista para los disturbios, para los billetes sin valor, y las tropecientas incertidumbres. Pero ¿vivir sin café? Esa sí que es una verdadera catástrofe.
La monotonía del invierno, con sus interminables y aburridos turnos en el POE, se rompió la tarde del 12 de febrero. Dan Fong estaba destacado en el puesto de observación y escucha. Envió un escueto mensaje por el TA-1:
—Deliberados, fachada delantera. Dos hombres. Armados. Empujan un carrito. Desde el este. A quinientos metros, avanzan lentamente.
Todos los miembros del grupo conocían las instrucciones. Habían hecho docenas de simulacros de emboscadas preparadas y de emboscadas espontáneas en los últimos tres meses. Todd, T. K., Mary, Mike, Lisa y Jeff se apresuraron a ocupar sus posiciones. Kevin y Rose se quedaron atrás para «vigilar el fuerte». Mientras tanto, Dan mantuvo su posición en el POE, que servía también para vigilar la zona de emboscada. Su trabajo consistía en cargarse a cualquiera que intentase flanquear las posiciones de los emboscados. Tras cinco interminables minutos de espera en los nidos de araña oyeron el silbato de Mike. Al unísono, asomaron las cabezas y apuntaron sus armas hacia el camino. Mike, que seguía llevando a un policía dentro de él, gritó:
—¡No os mováis o sois hombres muertos!
Diez minutos antes, dos jóvenes, uno alto y ganchudo, el otro bajito y con sobrepeso, caminaban laboriosamente a paso de caracol por la carretera del condado. Ambos iban cargados con pesadas mochilas, y al bajito le tocaba empujar el carro.
—David, llevo la mochila demasiado cargada, la espalda me está matando. Necesito deshacerme de algo de peso —protestó el de menor estatura.
—Aguántate y calla, Larry —contestó el alto—. Siempre te estás quejando. ¿Acaso me oyes quejarme a mí? Mi mochila va tan cargada como la tuya.
Siguieron caminando por la carretera. Solo se oía el crujir de la grava bajo sus pies y el ritmo sincopado de su respiración.
Cuando pasaban al lado de una carretera secundaria exactamente igual a las docenas que habían dejado atrás, oyeron el pitido de un silbato. En un abrir y cerrar de ojos, cuatro hombres y dos mujeres armados con escopetas y fusiles de asalto emergieron como por arte de magia de la maleza contigua a la carretera.
Cuando les ordenaron que se detuvieran, obedecieron sin pensárselo dos veces.
—¡No disparen! ¡Por favor, no disparen! —gritó Larry soltando el carro.
—¡Tirad vuestros rifles! —les ordenó Mark Nelson.
Sin dudarlo un segundo, Larry y David se quitaron los rifles y los lanzaron al frío suelo con estrépito.
—¡Ahora las mochilas! —gritó Nelson.
Cumplieron la orden con la misma rapidez que antes. Con un movimiento del cañón de su rifle, Mike dijo:
—Ahora tú, la cartuchera.
También fue a parar al suelo sin ninguna ceremonia.
—Las manos en la cabeza, dad cinco pasos hacia atrás y arrodillaos. —Obedecieron la orden de Nelson. Una vez estaban de rodillas, Mike añadió:
—Ahora cruzad una pierna sobre la otra.
—Solo somos refugiados, no tenemos malas intenciones. Íbamos a pasar de largo —exclamó débilmente David.
—Eso está por ver. —Sin girar la cabeza, Nelson ordenó—: ¡Jeff! Regístralos.
Dicho esto, Trasel bajó su Remington, salió de su nido en la parte oeste de la zona de combate y pasó por detrás de los dos «refugiados».
Trasel cacheó metódicamente a los dos hombres. Incluso los obligó a quitarse las botas. Todo lo que encontró fueron algunos envoltorios de caramelos, un paquete de tabaco, un cargador de veinte balas Mini-14 con munición de punta hueca, un mechero desechable, un par de navajas de bolsillo y otro de cucharas. Ninguno de los dos llevaba cartera. Con los objetos requisados, Jeff hizo una pila bien alejada de los dos sujetos.
—Bien, ya están limpios —comunicó Jeff mientras se hacía a un lado.
Siguiendo el procedimiento acordado, Mike y T. K. abandonaron sus posiciones en cuanto Jeff volvió a la suya. T. K. interrogó a los dos desconocidos mientras Mike inspeccionaba sus bártulos.
—¿De dónde sois? —les preguntó T. K. con tono amistoso.
—Denver —espetó Larry.
—Denver, ¿eh? Eso está muy lejos de aquí. No habréis hecho a pie todo el camino, ¿no?
—No, fuimos en coche hasta que nos quedamos sin gasolina, fue imposible encontrar ningún sitio donde repostar. Llevamos un mes viajando a pie. Oye, no queremos meternos en líos. Os podemos dar algo de dinero si eso es lo que buscáis. Pero dejadnos marchar.
—No nos interesan vuestras pertenencias ni vuestro dinero, no somos ladrones, simplemente queremos conocer vuestras intenciones —contestó T. K. Respiró profundamente y siguió diciendo—: Y ahora, vamos a descubrir cuáles son vuestras verdaderas intenciones...
—Ese no es tu trabajo. No tienes... no tienes ningún derecho a tomarte la ley por tu propia mano —le interrumpió David.
—La única ley que sigue aplicándose, al menos por aquí, está en la recámara de este pequeño persuasor —meditó en voz alta T. K., mientras golpeaba cariñosamente la parte superior del guardamanos de su CAR-15.
Mike empezó por echar un vistazo a sus armas. Había un rifle de cerrojo manual Remington modelo 700, rediseñado para usar munición de Winchester calibre.270. Estaba equipado con una mira telescópica ajustable modelo Leupold de tres a nueve aumentos. El otro rifle era un Ruger Mini-14 con lo que parecía ser un cargador de cuarenta balas. Mike nunca había visto un cargador de Mini-14 con semejante capacidad. Se encogió de hombros y se dijo entre dientes:
—Supongo que podría funcionar, pero ¿cómo ibas conseguir una buena posición de disparo estando tumbado con él? Qué cosa más inútil.
La pistola, que seguía enfundada en una bonita pistolera de estilo vaquero, a primera vista parecía ser un Colt.45 «Pacificador». Una inspección más atenta reveló que en realidad se trataba de un Colt original de acción simple, pero rediseñado para munición Magnum del calibre.357. Tenía un tambor de 190 mm y medio. Mike había leído que algunos Colt de acción simple se hacían para calibre.357, pero nunca se había cruzado con uno antes. Las tres pistolas estaban completamente cargadas. A continuación, Mike dirigió su atención a las mochilas.
Durante un incómodo rato, T. K. intercambió miradas nerviosas con los dos extraños. Su duelo de miradas se vio interrumpido cuando Mike chilló:
—¡Virgen santa, mirad esto!
En sus manos tenía dos granadas del tamaño de una pelota de béisbol que había encontrado en los bolsillos exteriores de una de las mochilas.
—Ya lo creo que son granadas de verdad. Hay seis más como estas ahí dentro. Cuatro de ellas aún están en su embalaje y sin desprecintar —dijo examinando de cerca las marcas amarillas sobre la pintura verde de las granadas.
—¿Y ahora qué hacemos, Mikey, avisamos a esas nenazas del BAT? —preguntó T. K. entre risas. Un momento después, siguió diciendo—: Supongo que si no han matado o robado para conseguirlas, no queda ninguna ley en pie que diga que no puedes tener media docena de las viejas M26. ¿Qué más llevan en las mochilas?
Mike soltó un silbido al ver caer de un saco un revoltijo de monedas, relojes de pulsera, cadenas de oro y brazaletes. Enumeró brevemente la lista de contenidos:
—Vaya, tienen el lote completo: dólares de plata, krugerrands, pandas chinos, hojas de arce canadienses, un par de nobles de platino de la isla de Man, y un koala de platino. Los relojes parecen ser Rolex y Tag Heuers. La mayoría aún tienen el precio puesto.
—Imagino que ahora es cuando me vais a decir que todo esto ya era vuestro antes de que todo se fuera a tomar viento, ¿no? Déjame adivinar... ¿trabajabais en el sector de la joyería? —preguntó T. K. con sorna.
—Espera, espera, podemos explicarlo, todo eso nos lo encontramos por ahí tirado... —dijo Larry de mala manera.
T. K. frunció el ceño.
—¡Cállate! —dijo David entre dientes.
—No, deja que Larry nos cuente dónde os encontrasteis todo eso —bromeó Kennedy en voz alta. Silencio.
—¿Adonde os dirigíais? Más silencio.
—Muy bien, salid del camino, dad cinco pasos hacia mí y sentaos. Dejad las manos en la cabeza. Vamos a tener una pequeña charla.
Para evitar que acortaran distancias, T. K. retrocedió al mismo tiempo que los dos desconocidos obedecían su orden. Una vez se sentaron en el suelo, se puso en cuclillas, con el CAR-15 sobre las rodillas. Mary, que observaba la escena, se inclinó hacia Todd y comentó:
—No se puede caer más bajo que un saqueador.
Su marido asintió con la cabeza.
Mike seguía escarbando en las mochilas de los dos desconocidos, al tiempo que enunciaba en voz alta una lista de la munición que iba encontrando:
—Dos cajas y media de munición del calibre.270, una bandolera con munición de 5,56 mm de punta redonda, aproximadamente cuarenta cartuchos de Magnum.357, diez cartuchos de munición especial para escopeta del.38 y seis cargadores a tope para la Mini-14. Tres van cargados con balas de punta redonda, los otros tres con munición de punta hueca. —A continuación, levantó y agitó seis ejemplares traducidos de
El libro rojo
de Mao Tse-Tung. Nelson comentó con sequedad:
—Vaya, parece que estos dos son un poquito de izquierdas.
—¿Sois comunistas? —preguntó T. K.
Larry asintió mientras David negaba con la cabeza.
—Dejemos las cosas claras, ¿de acuerdo? Si no me contáis la verdad, vamos a tener que interrogaros en turnos continuos. Y la noche tiene pinta de que va a ser fría —espetó T. K.