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Authors: Anaïs Nin

Pájaros de Fuego (13 page)

Los H. tienen el piso lleno de muebles que considerados uno a uno encuentro feos: candelabros de plata, mesas con escondrijos para poner flores, inmensos
poufs
de raso morado, objetos estilo rococó, cosas absolutamente chic, reunidas con juguetón esnobismo, como diciendo: Podemos divertirnos con todo lo que ha creado la moda, nosotros estamos por encima de todo.

Todo tiene el toque del impudor aristocrático, gracias al cual percibo la fabulosa vida de los H. en Roma y Florencia; las frecuentes apariciones de Miriam en
Vogue
luciendo trajes de Chanel; la pomposidad de sus familias y su obsesión por la palabra que es la clave de la alta sociedad: todo debe ser «divertido».

Miriam me reclama al dormitorio para enseñarme el nuevo traje de baño que se ha comprado en París. Para lo cual, se desnuda completamente, coge una larga pieza de género y se la va enrollando alrededor del cuerpo como si fuera un traje primitivo de Bali.

Su belleza se me sube a la cabeza. Se desviste y anda desnuda por la habitación.

—Me gustaría parecerme a ti —dice luego—. Eres tan exquisita y refinada. Y yo soy tan grande.

—Por eso mismo me gustas, Miriam.

—Ay, qué perfume, Mandra.

Pone la cara en mi hombro, bajo el pelo, y me huele la piel.

Yo le coloco la mano en el hombro.

—Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida, Miriam.

Paul nos llama:

—¿Cuándo vais a acabar de hablar de trapitos ahí dentro? ¡Me estoy aburriendo! —¡Ya vamos! —contesta Miriam.

Y se pone a toda prisa unos pantalones.

—Y ahora te has vestido para estar en casa —dice Paul cuando salimos— y yo quiero llevaros a ver al Hombre de la Cuerda. Canta las más maravillosas canciones sobre una cuerda y luego se ahorca con esa misma cuerda.

—De acuerdo —dice Miriam—, me vestiré.

Y se va al cuarto de baño.

Me quedo con Paul, pero en seguida me llama Miriam.

—Mandra, entra y háblame.

Supongo que esta vez estará semi-vestida, pero no, está de pie y desnuda en el cuarto de baño, empolvándose y arreglándose la cara.

Es una reina tan opulenta como cómica. Cuando se pone de puntillas y se inclina contra el espejo, para pintarse las pestañas con el mayor cuidado, de nuevo me turba su cuerpo. Me sitúo a su espalda y la contemplo.

Me siento un poco tímida. Miriam no es incitante como Mary. En realidad, es asexuada, como lo son las mujeres en la playa o en los baños turcos, cuando no tienen presente su desnudez. Pruebo con un leve beso en el hombro.

—Quisiera que Paul no fuese tan irritable —dice a la vez que me sonríe—. Me gustaría probarte el traje de baño. Me encantaría vértelo puesto.

Me devuelve el beso, en la boca, procurando no estropearme la pintura de los labios. No sé qué hacer a continuación. Lo que deseo es agarrarla. Estoy muy cerca de ella.

Entonces entra Paul en el cuarto de baño, sin llamar.

—¿Cómo te paseas así, Miriam? —dice Paul—. No te preocupes, Mandra, en su caso es una costumbre. La domina la necesidad de ir de un lado a otro sin ropas. Vístete, Miriam.

Miriam va a su cuarto y se desliza dentro de un traje, sin nada debajo, agregando una capa de zorros.

—Estoy lista —dice.

En el automóvil, Miriam pone su mano sobre la mía. Luego conduce mi mano bajo los zorros, a un agujero del traje, y me encuentro tocándole el sexo. Avanzamos en la oscuridad.

Miriam dice que primero quiere atravesar el parque. Que quiere aire. Paul quiere ir derecho al night club, pero cede y atravesamos el parque, yo con mi mano en el sexo de Miriam y tan dominada por mi propia excitación que casi no puedo hablar.

Miriam habla sin parar, con mucha soltura. Yo pienso en mi interior: «Pronto no podrás seguir la conversación.» Pero ella prosigue, mientras en todo momento la acaricio en la oscuridad, por debajo del raso y de los zorros. La siento removerse buscando mi contacto y abrir un poco más las piernas para que pueda ponerle bien en medio toda la mano. Luego se pone tensa bajo mis dedos, se estira toda y me doy cuenta de que está gozando. Y es algo contagioso. Disfruto de mi propio orgasmo sin que ni siquiera me haya tocado.

Estoy tan mojada que me da miedo de que se note a través del traje. Y también debe notarse a través del traje de Miriam. Ambas nos cubrimos con nuestras capas al entrar en el night club.

Los ojos de Miriam están brillantes e intensos. Paul nos deja un momento y vamos al servicio de señoras. Esta vez Miriam me besa en la boca de lleno, desvergonzadamente. Nos arreglamos y volvemos a la mesa.

La fuga

Pierre compartía el piso con otro hombre mucho más joven, Jean. Un día, Jean llevó al piso a una jovencita que había encontrado vagabundeando por la calle. Se había dado cuenta de que no era una prostituta.

La chica apenas tenía dieciséis años, llevaba el pelo corto, como los muchachos, y sus formas eran juveniles, con los pechitos muy puntiagudos. Había contestado en seguida a las palabras de Jean, pero con aturdimiento.

—Me he escapado de casa —dijo.

—¿Y ahora dónde vas? ¿Tienes dinero?

—No, no tengo dinero ni dónde dormir.

—Entonces, vente conmigo —dijo Jean—. Te daré de cenar y una habitación.

Ella lo siguió con increíble docilidad.

—¿Cómo te llamas?

—Jeanette.

—Vaya, nos llevaremos bien. Yo me llamo Jean.

El piso tenía dos dormitorios, con sendas camas dobles. Al principio, Jean no pretendía sino socorrer a la chica y se acostó en la cama de Pierre. Este no había vuelto. Viendo el desamparo y la confusión de la jovencita, Jean no sintió deseo, sino una especie de piedad. Le hizo la cena y le dijo que se fuera a dormir. Le prestó un pijama, la condujo al dormitorio y la dejó.

Poco después de haberse metido en el dormitorio de Pierre, oyó que le llamaba. Estaba sentada en la cama, con aspecto de niña aburrida, y le hizo sentarse a su lado. Le pidió que le diera las buenas noches con un beso. Sus labios eran inexpertos. Le dio un beso educado e inocente, pero que excitó a Jean. Él prolongó el beso e introdujo la lengua en la tierna boquita de la joven. Ella se lo permitió con la misma docilidad que había demostrado cuando lo siguió a casa.

Entonces Jean se excitó más. Se estiró a su lado. Ella parecía complacida. Jean estaba un poco asustado de la juventud de la chica, pero no podía creer que siguiera siendo virgen. La forma como lo había besado no era una prueba. Había conocido muchas mujeres que no sabían besar pero que eran diestras para agarrar a un hombre por otros procedimientos y recibirlo con gran hospitalidad.

Jean comenzó a enseñarla a besar.

—Dame la lengua cuando yo te dé la mía —le dijo.

Ella obedeció.

—¿Te gusta? —le preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

Entonces, mientras él la observaba echado de espaldas, ella se levantó apoyándose en el codo y muy seriamente sacó la lengua y la puso entre los labios de Jean.

Eso le encantó. La chica era una buena alumna. Le hizo mover la lengua y sacudirla. Estuvieron pegados el uno al otro largo rato sin que Jean probara otras caricias. Luego, le exploró los pechos. Ella respondió con pellizquitos y besos.

—¿Nunca habías besado a un hombre? —preguntó él, lleno de incredulidad.

—No —dijo la jovencita muy seria—. Pero siempre he querido hacerlo. Por eso me he escapado. Sabía que mi madre seguiría escondiéndome. Mientras que ella recibía hombres a todas horas. Mi madre es muy guapa y a veces vienen hombres a casa y se encierran con ella. Pero nunca me deja verlos. Ni siquiera me deja salir sola a la calle. Y yo quiero tener unos cuantos hombres para mí.

—¿Unos cuantos? —dijo Jean riendo—. ¿No te basta con uno?

—Todavía no lo sé —dijo Jeanette con la misma seriedad—. Tendré que verlo.

Luego Jean concentró toda su atención en sus pechos firmes y puntiagudos. Los besó y los manoseó. Jeanette lo observaba con gran interés. Después, cuando se tomó un descanso, ella le desabotonó inesperadamente la camisa, apoyó sus jóvenes senos contra el pecho del hombre y se restregó exactamente igual que una gata de angora voluptuosa. Jean estaba sorprendido del talento de la chica para el amor. Progresaba de prisa. Los pezones habían sabido cómo tocar los del hombre, cómo restregarse contra su pecho y excitarlo.

Así que ahora la fue destapando y comenzó a soltarle el cordón del pijama. Pero en ese momento ella le pidió que apagara la luz.

Pierre llegó a casa a media noche y, al pasar por delante de la habitación, oyó los gemidos de una mujer, que reconoció como los ruidos propios del orgasmo. Se detuvo. Se imaginaba la escena al otro lado de la puerta. Los gemidos eran rítmicos y luego, a veces, como el zureo de las palomas. Pierre no pudo evitar oírlos.

Al día siguiente Jean le habló de Jeanette.

—Sabes —dijo Jean—, yo creía que sólo era una jovencita y resultó ser... ser virgen, pero nunca habrás visto semejante habilidad para hacer el amor. Es insaciable. Me ha dejado agotado.

Después se fue a trabajar y estuvo fuera todo el día. Pierre se quedó en el piso. A mediodía apareció Jeanette, con mucha timidez, y le preguntó si iba a almorzar. Así que almorzaron juntos. Después de comer desapareció hasta que volvió Jean. Lo mismo ocurrió al día siguiente. Y al otro. Era tan apacible como un ratón. Pero todas las noches oía Pierre los gemidos y los canturreos, el zurear de palomas, al otro lado de la puerta. Al cabo de ocho días, se percató de que Jean se iba cansando. Jean tenía el doble de edad que Jeanette, en primer lugar, y además Jeanette, teniendo presente a la madre, debía estar buscando superarla.

El noveno día Jean estuvo fuera toda la noche. Jeanette fue a despertar a Pierre. Estaba alarmada. Pensaba que Jean había tenido algún accidente. Pero Pierre sospechaba cuál era la verdad. En realidad, Jean se había cansado y quería informar a la madre de sus correrías. Pero no había conseguido sacarle la dirección a Jeanette. Así que simplemente se alejaba.

Pierre intentó consolar a Jeanette lo mejor que pudo y luego volvió a la cama. Ella vagaba sin rumbo por el piso, cogiendo libros y dejándolos, intentando comer, llamando por teléfono a la policía. Entró a todas horas de la noche en la habitación de Pierre para comunicarle sus preocupaciones; se quedaba mirándolo, en silencio, indefensa.

Al fin se atrevió a preguntarle:

—¿Crees que Jean no quiere que siga aquí? ¿Crees que debo irme?

—Creo que debes volver a tu casa —dijo Pierre, fastidiado, con sueño e indiferente a la jovencita.

Pero al día siguiente ella seguía en el piso y una cosa alteró la indiferencia de Pierre.

Jeanette se sentó a los pies de la cama para hablarle. Llevaba un traje muy fino, que parecía un perfume que la envolviera, un simple velo para retener el perfume de su cuerpo. Era un perfume complejo, tan fuerte y penetrante que Pierre apreciaba todos los matices, el olor fuerte y amargo del pelo; las pocas gotas de transpiración del cuello, de debajo los pechos y los brazos; su aliento, a la vez ácido y dulce, como una mezcla de limón y miel; y en el fondo el olor de su feminidad, que el calor del verano avivaba como reaviva el olor de las flores»

Pierre fue ganando plena conciencia de su propio cuerpo, sintiendo la caricia del pijama sobre la piel, consciente de que estaba abierto por el pecho y de que tal vez Jeanette percibiera su olor como él olía el de ella.

De pronto, el deseo del hombre se afirmó con violencia. Tiró de Jeanette hacia sí. La hizo deslizarse a su lado y le notó el cuerpo a través del delgado vestido. Pero en el mismo instante se acordó de cómo Jean la hacía gemir y tararear a aquella hora, y se preguntó si también él podría. Nunca antes había estado tan cerca de otro hombre que estuviese haciendo el amor ni había oído tan bien los ruidos de una mujer en el momento de agotarse de placer. No tenía ninguna razón para dudar de su propia potencia. Tenía amplias pruebas de su éxito como amante eficaz y satisfactorio. Pero esta vez, cuando comenzó a acariciar a Jeanette, cayó presa de la duda, con tal temor que el deseo murió.

A Jeanette la sorprendió ver que, repentinamente, a mitad de sus fervientes caricias, Pierre languidecía. Sintió desprecio. Tenía demasiada poca experiencia para pensar que eso puede ocurrirle a cualquier hombre en determinadas circunstancias, de manera que no hizo nada por reanimarlo. Se quedó bocarriba, viendo y mirando el cielo raso. Luego Pierre la besó en la boca y eso la hizo disfrutar.

Él levantó el ligero vestido, miró sus piernas juveniles y le bajó las ligas. La visión de las medias, que descendían enrollándose, y de la braguitas blancas que llevaba Jeanette, de la pequeñez del sexo que sentía bajo sus dedos, volvió a excitarlo, produciéndole enormes deseos de poseerla y de violentar aquel cuerpo tan entregado y rezumante. Empujó su poderoso sexo dentro de ella y sintió su estrechez. Eso le encantó. Como si fuera una vaina, el sexo de la mujer encerró el pene, suave y acariciante.

Pierre sintió que la potencia le volvía, su habilidad y su potencia habituales. En cada movimiento de Jeanette, adivinaba dónde quería que la tocase. Cuando se apretó, le cubrió las pequeñas nalgas redondas con sus manos calientes y uno de los dedos rozó el orificio. Ante este contacto, ella dio un salto pero no dijo nada.

Pierre esperaba su voz, una voz de aprobación y de aliento. De Jeanette no salía el más mínimo sonido. Pierre escuchaba atentamente mientras seguía abriéndose paso dentro de ella.

Luego se detuvo, retiró un poco el pene y, con sólo la punta, trazó círculos alrededor de la abertura del pequeño sexo rosado.

Jeanette le sonrió y se abandonó, pero seguía sin abrir la boca. ¿No estaba disfrutando? ¿Qué le hacía Jean para arrancarle aquellos chillidos de placer? Pierre probó todas las posiciones. La levantó, atrayéndola, por la mitad del cuerpo, se acercó el sexo, se puso de rodillas para mejor trabajarla, pero no decía nada. Le dio la vuelta y la tomó por la espalda. Sus manos le recorrían todo el cuerpo. Ella jadeaba y se deshacía, pero en silencio. Pierre le tocó el culito, le acarició los pequeños pechos, le mordió los labios, le besó el sexo, le introdujo el miembro con violencia y, luego, suavemente lo revolvió y agitó allí dentro, pero Jeanette se mantuvo en silencio.

—Dime cuándo quieres, dime cuándo quieres —dijo con desesperación.

—Córrete ya —dijo ella inmediatamente, como si estuviera esperándolo.

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