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Authors: Anaïs Nin

Pájaros de Fuego (11 page)

La mano seguía entre las piernas de ella. Ella se apoyaba sobre el cuerpo del hombre, que era el doble que el suyo. Estaba tan vibrante que no podía dormir.

El cuerpo del hombre olía como un bosque de maderas preciosas; el pelo a sándalo, la piel como el cedro. Se diría que siempre hubiese vivido entre árboles y plantas. A su lado, privada de satisfacción, Hilda comprendía que su feminidad estaba siendo enseñada a someterse al macho, a obedecer sus deseos. Pensaba que era una continuación del castigo por el gesto que había hecho, por su impaciencia, por su primera actitud de tomar la iniciativa. La excitaría y la dejaría en ayunas hasta destruirle la capacidad de desear.

¿Se habría dado él cuenta de que aquello era involuntario y en realidad no formaba parte de ella? Se hubiera o no dado cuenta, estaba ciegamente decidido a doblegarla. Se encontraban una y otra vez, se desnudaban, yacían el uno junto al otro, se besaban y acariciaban hasta el frenesí y, siempre, él ponía el pene debajo y lo quitaba de en medio.

Una y otra vez yacía pasiva, sin demostrar deseo ni impaciencia. Estaba en un estado de excitación que exacerbaba todas sus sensaciones, como si unas nuevas drogas hipersensibilizaran su cuerpo a las caricias, a los roces, a la misma atmósfera. Sentía la ropa sobre la piel como si fuera una mano. Le parecía que todo eran manos que la tocaban, desnudándole a todas horas los pechos y los muslos. Había descubierto un nuevo reino, el reino de la emoción y la atención, de una conciencia erótica como nunca había tenido.

Un día que paseaban juntos, perdió el tacón de un zapato. Rango tuvo que llevarla en brazos. Aquella noche la poseyó a la luz de las velas. Era un demonio abatiéndose sobre ella, con el pelo revuelto, los ojos negros como el carbón quemándole los suyos, y el vigoroso pene que penetraba dentro de su cuerpo, dentro de la mujer cuya sumisión había exigido antes, la sumisión a su deseo, a su hora.

El chanchiquito

Cuando Laura tenía dieciséis años, recordaba, un tío suyo que había vivido allí hacía muchos años le contaba interminables historias sobre Brasil. El tío se reía de las inhibiciones de los europeos. Decía que en Brasil la gente hacía el amor como los monos, con la misma frecuencia y facilidad; las mujeres eran accesibles y complacientes; todo el mundo reconocía el propio apetito sensual. Contaba, riéndose, el consejo que había dado a un amigo que se iba a Brasil.

—Debes llevarte dos sombreros —le había dicho.

—¿Por qué? —preguntó el amigo—. No quiero ir cargado de equipaje.

—No obstante —dijo el tío de Laura—, debes llevarte dos sombreros. El viento puede arrebatarte uno.

—Pero lo recogeré, ¿no? —preguntó el amigo.

—En Brasil —dijo el tío de Laura—, con sólo inclinarte...

También sostenía que había en Brasil un animal llamado el chanchiquito. Era parecido a un cerdo muy pequeño, con el hocico enormemente desarrollado. El chanchiquito sentía pasión por meterse bajo las faldas de las mujeres y clavarles el hocico entre las piernas.

Un día, según el tío, una dama muy aristocrática y orgullosa tenía una cita con su abogado para hablar de un testamento. El abogado era un anciano distinguido y de pelo cano que la conocía desde muchos años antes. Ella era viuda, mujer muy reservada y dominante, que vestía suntuosas faldas de raso, llevaba el cuello y los puños soberbiamente almidonados, y un velo sobre el pálido rostro. Se sentaba tiesa cual personaje de los cuadros antiguos, con una mano en la sombrilla y la otra sobre el brazo del sillón. Sostuvieron una apacible y metódica charla sobre los detalles del testamento.

El viejo abogado había estado en tiempos enamorado de la señora, pero en diez años de hacerle la corte no había logrado conquistarla. Ahora siempre quedaba un cierto coqueteo en sus palabras, pero un coqueteo contenido y digno, muy al estilo de la antigua galantería.

La reunión tuvo lugar en la casa de campo de la dama. Hacía mucho calor y todas las puertas estaban abiertas. Se veían las colinas. Los sirvientes celebraban una especie de fiesta y habían rodeado la casa de antorchas. Quizás asustado e incapaz de escapar al círculo de fuego, un cierto animal de pequeño tamaño se coló en el interior de la casa. Dos minutos después, la gran dama gritaba y se contorsionaba en el sillón, presa de un ataque de histeria. Se avisó a los sirvientes y también al hechicero. El hechicero y la dama se encerraron en la habitación de la propietaria. Al salir, el hechicero llevaba entre los brazos un chanchiquito, y el chanchiquito parecía agotado, como si la expedición casi le hubiera costado la vida.

Esta historia había asustado a Laura, la idea de que un animal le hundiera el hocico entre las piernas. A Laura le daba miedo incluso meterse el dedo. Pero, al mismo tiempo, la historia le descubrió que entre las piernas de las mujeres había espacio para el gran hocico de un animal.

Luego, un día de las vacaciones, cuando jugaba con sus amigos en un prado y se había dejado caer de espaldas, riéndose de una u otra historia, un gran perro policía se le subió de pronto encima, husmeando y olfateando las ropas, y con el morro metido entre sus piernas. Laura gritó y lo espantó. La sensación había sido de miedo y al mismo tiempo excitante.

Y ahora Laura estaba tendida en una cama ancha y baja, con las faldas arrugadas, el pelo suelto y el rojo de labios irregularmente repartido alrededor de la boca. A su lado yacía un hombre que la doblaba en peso y tamaño. Iba vestido de obrero, con pantalones de pana y chaqueta de piel. Se había abierto la chaqueta y enseñaba el cuello desnudo que no cubría la camisa.

Ella varió un poco de postura para estudiarlo. Veía el pómulo, conformado de tal manera que daba la impresión de estar siempre riendo, y los ojos levantados por los lados en un perpetuo gesto de buen humor. Llevaba el pelo despeinado y sus gestos eran sueltos mientras fumaba.

Jan era un artista que se reía del hambre, del trabajo, de la esclavitud, de todo. Prefería ser un vagabundo a perder su libertad, dormir hasta la hora que le diera la gana, comer lo que encontrara en el momento que quisiera y pintar únicamente cuando le dominaba la pasión del trabajo.

La habitación estaba repleta de cuadros suyos. La paleta cubierta de pintura todavía húmeda. Había pedido a Laura que posara para él y empezó a trabajar con gran vehemencia, no viéndola como persona, sino observando la forma de la cabeza, la manera de sostenerse sobre el cuello, demasiado pequeño para su peso, lo que le daba un aire de casi enfermiza fragilidad. Ella se había echado en la cama. Mientras estuvo posando, miraba el techo.

La casa era muy antigua, con la pintura picada y el enlucido irregular. Al observar, las rugosidades del enlucido y sus muchas grietas iban adoptando formas. Laura sonrió. En las grietas y las líneas entremezcladas de la superficie irregular, veía toda clase de formas.

—Cuando hayas acabado el trabajo —dijo a Jan—, quiero que hagas un dibujo en el techo para mí, de algo que ya esté en el techo, si ves lo mismo que yo...

Jan había sentido curiosidad y de todas maneras no pensaba trabajar mucho. Había llegado al difícil momento, que no le gustaba, de hacer las extremidades; lo eludía sistemáticamente y muchas veces se transformaban en una masa informe, como si fueran los pies y las manos de un tarado. Dejó el dibujo como estaba, todo cuerpo, sólo cuerpo, sin pies para escapar ni manos con las que acariciar a nadie.

Se dedicó a estudiar el techo. Para hacerlo, se tendió en la cama junto a la de Laura y miró hacia arriba con agudo interés, buscando las formas que ella había entresacado y siguiendo los contornos que le señalaba con el índice.

—Mira, mira, mira... ¿no ves la mujer bocarriba?

Jan se levantó a medias en la cama —el techo estaba muy bajo en la esquina, porque era un ático— y comenzó a dibujar sobre el enlucido con el carboncillo. Primero, esbozó la cabeza y los hombros de la mujer, pero luego descubrió la línea de las piernas, que completó señalando los dedos de los pies.

—¡La falda, la falda! Veo la falda —dijo Laura.

—Yo la veo aquí —dijo Jan, dibujando una falda que evidentemente estaba subida y descubría las piernas y los muslos.

Luego, sombreó el vello alrededor del sexo, con cuidado, como si estuviera pintando un césped hoja por hoja, y detalló las líneas convergentes de las piernas. Y allí estaba la mujer, reclinada en el techo, sin avergonzarse, y Jan la contemplaba con una leve compulsión erótica, que Laura supo leer en sus ojos intensamente azules y que la puso celosa.

Para irritarlo, mientras él miraba a la mujer, Laura dijo:

—Veo muy cerca de ella un animalillo parecido a un cerdo.

Frunciendo las cejas, Jan trató de localizar la figura, pero no la veía. Hizo trazos al azar, siguiendo los bordes desgarrados y las líneas revueltas, y fue surgiendo un perro que trepaba sobre la mujer; con un último toque irónico del carboncillo, dibujó el sexo afilado del animal que casi rozaba el vello del pubis de la mujer.

—Veo otro perro —dijo Laura.

—Yo no lo veo —dijo Jan.

Se relajó sobre la cama para admirar su dibujo mientras Laura se erguía y comenzaba a dibujar un perro que se montaba en el perro de Jan, en una pose de lo más clásica, con la hirsuta cabeza hundida en la espalda del otro como si lo estuviese devorando.

Luego, carboncillo en mano, Laura trató de localizar a un hombre. Quería un hombre en el cuadro a cualquier precio. Quería mirar a un hombre mientras Jan miraba a la mujer con la falda levantada. Dibujaba sin prisa, pues no podía inventar las líneas y si las hacía demasiado vacilantes o demasiado fieles a los contornos del enlucido, el resultado sería un árbol, un mono o un matorral. Pero poco a poco fue surgiendo el torso de un hombre. En verdad, no tenía piernas y la cabeza era muy pequeña, pero todo eso quedaba sobradamente compensado por el tamaño del sexo, que a todas luces le ponía agresivo el ver a los perros copulando casi encima de la mujer yaciente.

Y entonces Laura se sintió satisfecha y se dejó caer de espaldas. Los dos miraron el dibujo, riéndose, y mientras lo hacían, con las grandes manos todavía llenas de pintura seca, Jan comenzó a explorarla bajo las faldas como si estuviera dibujando o moldeando los contornos con un lápiz, tocando amorosamente cada una de las líneas, desplazándose muy gradualmente a lo largo de las piernas, asegurándose de haber acariciado todas y cada una de las zonas y de haber seguido cada una de las curvas.

Las piernas de Laura estaban semi-apretadas como las piernas de la mujer del techo, con los dedos de puntillas como si fuera una bailarina de ballet, así que cuando la mano de Jan alcanzó los muslos y quiso ser admitida entre ellos, tuvo que abrirlos haciendo un poco de fuerza. Laura se resistía, nerviosa, como si sólo quisiera ser la mujer del techo, que simplemente se exhibía con el sexo cerrado y las piernas rígidas. Jan se esforzaba por deshacer aquella rigidez, aquella firmeza, y se propuso conseguirlo con suavidad y constancia, trazando mágicos círculos sobre la carne con los dedos, como si esperara arremolinar la sangre, haciéndola girar más de prisa, y luego un poco más de prisa todavía.

Laura abrió las piernas mientras seguía mirando a la mujer. Algo le rozó las caderas, lo mismo que las caderas de la mujer eran rozadas por el sexo enhiesto del perro, y tuvo la sensación de que los perros estuvieran copulando encima de ella.

Jan comprendió que no lo sentía a él sino al dibujo. La sacudió con rabia y, como para castigarla, la poseyó con tal vehemencia, prolongada y contumaz, que no cesó de arañarla hasta que ella pidió a gritos que la soltara. Para entonces ninguno de los dos miraba al techo. Estaban liados con las ropas de la cama, semi-tapados, con las piernas y las cabezas enzarzadas. Así se quedaron dormidos y las pinturas se secaron en la paleta.

Azafrán

Fay había nacido en Nueva Orleans. A los dieciséis años la pretendió un hombre de cuarenta que siempre le había gustado por su aristocrática distinción. Fay era pobre y las visitas de Albert constituían auténticos acontecimientos familiares. Todos disimulaban diligentemente su pobreza. Albert resultaba una especie de libertador, que hablaba de una vida que Fay nunca había conocido, en el otro extremo de la ciudad.

Cuando se casaron, Fay se instaló como una princesa en su casa perdida en un inmenso parque. La servían hermosas mujeres de color. Albert la trataba con suma delicadeza.

La primera noche no la poseyó. Sostuvo que era una prueba de amor, no obligar a la propia mujer por el hecho de serlo, sino conquistarla lenta y morosamente, y tomarla cuando estuviese predispuesta y en el estado de ánimo adecuado para entregarse.

Iba a la habitación de Fay y se limitaba a acariciarla. Yacían envueltos en la mosquitera blanca como dentro de un velo nupcial, tendidos de espaldas en la cálida noche, haciéndose mimos y dándose besos. Fay se sentía lánguida y drogada. Con cada beso iba engendrando a una nueva mujer, descubriendo una nueva sensibilidad. Luego, cuando el marido se iba, se quedaba inquieta y no podía dormir. Era como si tuviese pequeños ardores bajo la piel, pequeñas corrientes que la mantenían despierta.

De este modo, fue atormentada con exquisitez durante varias noches. Al carecer de experiencia, no intentó llevar adelante un abrazo completo. Se abandonaba a aquella profusión de besos en el pelo, en el cuello, en los hombros, en los brazos, en la espalda, en las piernas... Albert disfrutaba besándola hasta hacerla gemir, como asegurándose de haber despertado una determinada parte de su carne, y luego llevaba la boca a otro sitio.

Descubrió una temblorosa sensibilidad debajo del brazo, en el nacimiento de los pechos, las vibraciones que se transmiten los pezones y el sexo, y la boca del sexo y los labios, todos los nexos misteriosos que excitan y tensan lugares distintos de los que se besan, las corrientes que circulan desde las raíces del pelo a las raíces del espinazo. Cada lugar que besaba, lo reverenciaba con palabras de adoración, observando los hoyuelos del final de la espalda de Fay, la firmeza de sus nalgas, la marcada curvatura de la espalda, que hacía sobresalir los cachetes del culo... «Como a las mujeres de color», dijo.

Le rodeaba los tobillos con los dedos y se complacía en los pies, que eran tan perfectos como las manos de Fay, y repasaba una y otra vez la suave línea estatuaria del cuello, perdiéndose en la melena larga y espesa.

Los ojos de Fay eran alargados y apretados como los de las japonesas, la boca llena y siempre entreabierta. Los pechos se hinchaban al besarla y mordisquearle la caída de los hombros. Y entonces, cuando gemía, la dejaba, cerrando cuidadosamente la mosquitera blanca, encerrándola como si fuera un tesoro, dejándola con los juguillos fluyéndole entre las piernas.

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