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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (6 page)

—¿Estás seguro de que han eliminado por completo la célula? ¿A todos?

—El informe del destacamento especial decía que algunos murieron durante la redada y el resto murió de lo que calificaron como drogas suicidas. No tienen a nadie a quien interrogar. No se llevarán a nadie a la bahía de Guantánamo para tener una charla amistosa.

—¿Y el sujeto? ¿Qué pasa con él?

—Muerto en combate.

—¿Muerto? —preguntó Gault dándole a la palabra el tipo de inflexión de duda que ahora le correspondía. El Estadounidense lo captó, ya que dudó antes de continuar con su informe.

—Uno de los policías de Baltimore lo abatió. Lo llevaron a un hospital local donde ingresó cadáver y me dijeron que ahora lo tienen congelado en alguna parte.

Gault pensó en aquello. Si el sujeto estaba en un cajón de la morgue entonces el plan iba a descarrilar. Estaba infectado con la tercera generación de Seif al Din, «la espada del fiel». No debería estar por ahí inactivo. Sin embargo, Gault dudaba seriamente de que ese fuese el caso.

—Confírmalo.

—He puesto a uno de los mejores a investigarlo y debería ser capaz de cerrarlo cuanto antes.

—¿Y qué pasa con los otros dos envíos?

—Salieron en camión la víspera de la ofensiva.

—¿Todo fue según lo planeado?

—Claro. Consiguieron seguir al que queríamos y perdieron al otro. Todo salió bien. Justo ahora están vigilando la planta grande, rastreándola con satélites y haciendo escaneos térmicos con helicópteros. Pero nadie ha entrado debido a una orden general de espera.

—¿Emitida por quién?

El Estadounidense se aclaró la voz.

—La Brigada Informática.

Ese era el nombre en clave que utilizaban para referirse al DCM.

—Perfecto.

—Me alegro de que pienses eso —dijo el Estadounidense—, pero creo que estás jugando con fuego.

—Ten un poco de fe —le dijo Gault.

—¿Fe? Y una mierda. ¿Cómo vamos a evacuar la planta? Esa es mi pregunta. Puede que ahora la Brigada Informática solo esté mirando, pero únicamente hace falta que les den una orden y entrarán en cualquier momento, y no creo que yo pueda evitar que…

Gault lo interrumpió.

—No te lo estoy pidiendo. Tú simplemente quédate quieto y mantén los ojos y los oídos bien abiertos. Estaré disponible durante las próximas tres o cuatro horas. Mientras tanto, envíame todo, incluido el informe oficial sobre el asalto al almacén, a mi PDA.

Abrió las puertas de la jaima y observó las rocas y la arena, la escasa vegetación y la maleza mustia de las palmeras reales. Esta parte de Afganistán siempre parecía una tierra baldía. Entonces se fijó en algo que venía rápido hacia él desde la boca de una cueva, a medio camino, subiendo el valle: una mujer con dos guardias armados flanqueándola. Era Amirah, que venía a llevarlo al laboratorio. Soltó el aire que había contenido y que había empezado a quemarle en el pecho.

—Pero es demasiado tarde para evacuar al personal… —dijo el Estadounidense.

—¿Te preocupa su bienestar?

El Estadounidense se rió.

—Sí, claro. Estoy pensando en lo que podría hacer la Brigada Informática con lo que encontrasen allí.

—Harán exactamente lo que nosotros queramos que hagan. —Quería decir «lo que yo quiera que hagan», pero decidió ser condescendiente con el Estadounidense—. Mantenme informado. Si no puedes ponerte en contacto conmigo asegúrate de que mi ayudante recibe información regularmente.

El Estadounidense hizo un sonido grosero. Él y Toys no se caían bien.

—¿Estás seguro de que toda esta mierda va a funcionar?

—¿Funcionar? —repitió Gault en voz baja mientras veía a Amirah acercarse hacia él y notar que sus pasos eran animados, llenos de emoción. Sabía qué tipo de cosas excitaban a esta mujer—. Ya ha funcionado.

Cerró el teléfono y se lo metió en el bolsillo.

10

Baltimore, Maryland / Sábado, 27 de junio; 6.19 p. m.

—¿Oficina del doctor Sanchez?

—¿Kittie? Soy Joe. ¿Está libre Rudy?

—¡Oh!, ya se ha marchado. Creo que iba al gimnasio…

—Gracias. —Colgué y luego marqué el número de Gold’s en la calle Pratt. Pusieron a Rudy al teléfono.

—Joe —dijo. La voz de Rudy sonaba un poco como la de Raul Julia en La familia Adams—. Pensé que estabas en Ocean City. Algo relacionado con ponerte moreno, un ir y venir incesante de bikinis y un lote de Coronitas. ¿No era ese el plan maestro?

—Los planes cambian. Oye, ¿estás libre?

—¿Cuándo?

—Ahora.

Hizo una pequeña pausa mientras cambiaba de tono.

—¿Estás bien?

—No del todo.

Otro cambio, esta vez de preocupación a precaución.

—¿Tiene que ver con lo que ocurrió en el almacén?

—En cierto modo.

—¿Te sientes deprimido o…?

—Corta el rollo, Rudy, esto no es una de nuestras sesiones. —Lo captó. Mucho antes del primer intento de suicidio de Helen, Rudy era mi loquero parte del tiempo y mi amigo todo el tiempo. Ahora necesitaba a mi amigo, pero también quería su cerebro—. Vístete y sal afuera. Estaré ahí en cinco minutos.

Conocí a Rudy Sanchez hace diez años, cuando era médico residente en el Sinaí. Había tratado a Helen desde la primera vez que la ingresaron, después de que empezase a ver arañas de las paredes. Ahora ambos llevábamos el suicidio de Helen de distintas formas. Yo lo necesitaba para la parte que me tocaba y él me necesitaba a mí para la suya. A Rudy nunca se le había suicidado un paciente y se lo tomó muy mal. Por un lado está la objetividad profesional y por otra la pura humanidad. Rudy es un gran psiquiatra. Creo que nació para hacer eso. Te escucha con cada molécula de su cuerpo y es perspicaz.

Salió de Gold’s con unos pantalones de ciclista de color azul eléctrico, una camiseta de tirantes negra y con una bolsa de gimnasio de la marca Under-Armour.

—¿Tienes la bici? —le pregunté, mirando alrededor.

—No, he venido en coche.

—¿Y a qué vienen los pantalones cortos?

—Hay una nueva entrenadora de fitness. Una chica jamaicana… alta, preciosa.

—¿Y…?

—Los pantalones de ciclista me realzan el paquete.

—Por Dios…

—Los celos son algo muy feo, Joe.

—Métete en el puto coche.

Fuimos hasta el parque estatal de Bellevue, compramos unas botellas de agua y nos adentramos caminando en el bosque. Durante el trayecto yo no había dicho casi nada y Rudy me había dejado estar, esperando a que me abriese, pero después de caminar cinco minutos se aclaró la voz.

—Esto es un poco remoto para una sesión de terapia, vaquero.

—No es eso.

—¿Y entonces, qué? ¿Acaso el FBI quiere que consigas la medalla del mérito forestal de los Boy Scout?

—Necesitamos intimidad.

—¿Y no sirve tu coche?

—No estoy seguro.

Él sonrió.

—Deberías pensarte lo de ver a un terapeuta por esa paranoia.

Le ignoré. El camino del parque nos llevó a un pequeño claro junto a un arroyo. Yo iba delante y me dirigí hacia una zona con rocas dispersas. Para ser un arroyo pequeño producía un gorgoteo agradable y constante. Útil. No es que me esperase que hubiese micros de largo alcance, pero más vale prevenir que lamentar.

—Vale, Rudy, no te lo tomes a mal, pero me voy a sacar la ropa. Te puedes dar la vuelta. No me gustaría que perdieses la confianza en tu paquete.

Él se sentó en una roca y cogió algunas piedrecillas para lanzar al arroyo. Me quedé en cueros y examiné cada milímetro de mis calzoncillos, comprobando las costuras y la etiqueta. No encontré nada, así que volví a ponérmelos.

—Gracias a Dios.

Le enseñé el dedo corazón y continué el proceso con la ropa prestada.

—¿Qué estás buscando?

—Micros.

—¿Te refieres a microfibras o bien a micros ocultos? Porque te estás comportando como un puto paranoico y tu amigo el psiquiatra debería tener la Torazina a mano.

—Lo segundo —dije mientras me ponía el chándal y me sentaba en una roca a metro y medio de él.

—¿Qué está pasando, Joe?

—Ese es el problema, Rude…, no lo sé.

Sus ojos buscaron los míos.

—Vale —dijo—. Cuéntame.

Y lo hice. Cuando terminó, Rudy se sentó en su roca y miró durante un buen rato a una mantis religiosa que estaba tomando el sol en una hoja. El sol era como un gran rubí que asomaba entre los árboles lejanos, y el calor del final de la tarde dejaba paso a una brisa fresca a medida que caía la noche.

—Joe. Mírame a los ojos y dime que todo lo que acabas de contarme es verdad.

Se lo dije.

Me miró las pupilas, los músculos alrededor de los ojos, buscando algún tipo de cambio en el enfoque. Buscando una señal de que aquello era un farol.

—¿No existe la posibilidad de que ese señor Church te estuviese gastando algún tipo de broma? ¿No podría estar ese Javad implicado?

—Hace unos días le disparé dos veces en la espalda. Hoy le aplasté la cara hasta convertirla en gelatina y le rompí el cuello.

—Supongo que eso es un no. —Empezaba a ponérsele mala cara a medida que iba digiriendo todo aquello.

—¿Podría hacer eso un prión?

—Si me lo preguntases antes de hoy habría dicho que no sin reservas. Y aun así no lo creo.

—Por cierto, ¿qué coño son los priones? No me acuerdo de lo que supe sobre ellos.

—Hay mucho misterio en torno a eso. Los priones son pequeñas partículas infecciosas proteináceas que resisten la inactivación mediante procedimientos que modifican sus ácidos nucleicos. ¿Tiene algo de sentido?

—Ninguno.

—Por desgracia no se puede simplificar mucho más. Los priones son ciencia de vanguardia y estamos bastante seguros de que ignoramos más cosas de las que sabemos. Las enfermedades priónicas a menudo reciben el nombre de encefalopatías espongiformes debido a la apariencia post mórtem del cerebro, que presenta grandes vacuolas en el córtex y en el cerebelo; hacen que el cerebro parezca un queso gruyer. Las enfermedades se caracterizan por la pérdida del control motor, demencia, parálisis, desgaste y finalmente la muerte, normalmente después de una neumonía. La enfermedad de las vacas locas es un tipo de encefalopatía espongiforme. Sin embargo, volver de entre los muertos definitivamente no es un síntoma conocido.

—Así que… ¿los priones no podrían convertir a un terrorista en uno de estos monstruos?

—No veo cómo. Dijiste que lo de Church no eran más que suposiciones. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cinco días desde que le disparaste a Javad? No es mucho tiempo para hacer una investigación médica. Quizá Church se equivoque por completo con respecto a la causa.

—Pero eso no cambia el hecho de que Javad estaba muerto.

—¡Oh, Dios mío!*
[1]

—Rudy, tú me crees, ¿verdad?

Miró fijamente a la mantis durante un rato más.

—Sí, vaquero, te creo. Lo que ocurre es que no quiero creerte.

Ante eso no tenía nada que decir.

11

Grace Courtland y el señor Church / Easton, Maryland; 6.22 p. m.

El señor Church se sentó en la sala de interrogatorios y esperó. Llamaron con discreción a la puerta y entró una mujer. Era de mediana altura, delgada y, con respecto a su aspecto, Church había oído expresiones del tipo «alarmantemente hermosa». Llevaba un traje sastre gris a medida, zapatos de corte salón de tacón bajo y una blusa color coral. Tenía el pelo corto y oscuro, y los ojos castaños con motas doradas. No llevaba anillos ni joyas. Parecía una contable de Hollywood o una ejecutiva de una de las agencias más esnobs.

—¿Lo has visto? —preguntó Church.

Ella cerró la puerta y miró el portátil que Church tenía sobre la mesa delante de él, con la pantalla inclinada para ocultar su contenido.

—Sí. Y no me complace nada haber perdido al caminante.

Su tono de voz era bajo y gutural, con acento londinense.

—Sé que tenemos a otros sujetos, pero…

Church desestimó aquello con un sutil movimiento de cabeza.

—Grace, dame una evaluación de las habilidades de Ledger basándote en lo que acaba de ocurrir.

Ella se sentó.

—La parte positiva es que es duro, tiene recursos y es despiadado, pero ya sabíamos eso por los vídeos del almacén. Es más duro que cualquiera de los otros candidatos.

—¿Y cuál es la parte negativa?

—El trabajo policial, es descuidado. Dos camiones abandonaron el almacén la noche anterior de que su destacamento especial lo abordase. A uno consiguieron seguirle el rastro, al otro, no. Ledger tuvo que ver en ello.

—Creo que cuando consigamos todos los registros del destacamento especial las cosas podrán parecer muy distintas en lo relativo a la participación de Ledger.

Grace parecía dudarlo.

—¿Qué más hay en la columna negativa? —preguntó Church.

—No creo que sea emocionalmente estable.

—¿Has leído su perfil psicológico?

—Sí.

—Entonces ya lo sabías.

Ella frunció los labios.

—No es de los que dicen amén a todo. Sería difícil de controlar.

—Como parte de un equipo, seguro; pero ¿y si fuese el jefe del equipo?

Grace resopló.

—En el ejército era un sargento sin experiencia en combate. Era el miembro de menos rango del destacamento especial. Ni siquiera creo… —Grace se detuvo, se recostó en la silla y levantó una ceja—. Te gusta este tío, ¿verdad?

—Eso es irrelevante, Grace.

—¿De verdad lo ves como material de gestión?

—Eso todavía está por determinar.

—Pero estás impresionado.

—¿Tú no?

Grace se giró y miró por la ventana a la otra habitación. Dos agentes vestidos con ropa para tratar materiales peligrosos estaban colocando el cadáver de Javad sobre una camilla. Ella se giró hacia Church y le dijo:

—¿Qué habrías hecho si le hubiesen mordido?

—Meterlo en la sala 12 con el resto.

—¿Así, sin más?

—Así, sin más.

Se volvió a girar durante un momento para que Church no pudiese ver el desprecio y el horror en sus ojos. Su rostro reflejaba el terror, la conmoción y la pena que ella —y muchas otras personas del DCM— sentían. Había sido una semana terrible. La peor en la vida de Grace.

—Tu valoración —le dijo apurándola.

—No lo sé. Creo que tendría que verlo en otras situaciones antes de considerarlo con rango de oficial. Después de lo que ocurrió en el hospital tenemos que asegurarnos de que elegimos a alguien de primera para liderar el equipo.

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