Mi equipo había tomado la puerta de atrás, la que conducía a un pequeño muelle. Había un pequeño bote Cigarette, muy cuidado. No era nuevo, pero molaba. Mientras esperábamos la señal para entrar, el tío que estaba a mi lado, mi colega Jerry Spencer del Departamento de Policía de D. C., no le quitaba el ojo de encima al bote. Me acerqué a él, me incliné y le tarareé la canción de Corrupción en Miami. Él sonrió. Estaba a punto de retirarse y probablemente ese bote le parecía un billete al paraíso.
Entonces dieron la señal de entrar y, de repente, todo fue muy rápido y ruidoso. Volamos el cerrojo de acero de la puerta trasera y entramos gritándole a todo el mundo que se quedase quieto y que dejase las armas en el suelo. Habré estado en quince o dieciocho cosas de estas mientras estuve en el Departamento de Policía de Baltimore y solo hubo dos ocasiones en las que alguien fue lo suficientemente estúpido como para atreverse a apuntarnos con una pistola. Los polis no alardean y normalmente los malos tampoco. No se trata de quién tiene más pelotas, sino de ejercer una fuerza abrumadora para que no se dispare ni un solo tiro. Recuerdo que, cuando hice el entrenamiento del equipo táctico, el comandante tenía una cita de la película Silverado grabada en una placa que había colgada en la sala de entrenamiento: «Yo no quiero matarte y tú no quieres morir». Creo que fue Danny Glover quien lo dijo. Pues ese es un poco el lema.
Así que, normalmente, los malos se quedan donde están, alucinados, dicen que son inocentes y bla, bla, bla.
Pero esta no era una de esas ocasiones.
Jerry, que era el más veterano del destacamento especial, era el hombre avanzado y yo estaba justo detrás de él con dos tíos a mis espaldas cuando echamos abajo la puerta y bajamos por un corto pasillo decorado con certificados de inspección enmarcados. Luego giramos a la izquierda y entramos en una sala de conferencias. Había una gran mesa de madera de castaño con al menos una docena de portátiles encima. Justo al otro lado de la puerta había un gran contenedor azul del tamaño de una cabina telefónica, junto a la pared. Alrededor de la mesa estaban sentados ocho tíos con trajes de ejecutivo.
—¡Todo el mundo quieto! —grité—. Pongan las manos por encima de la cabeza y…
Y hasta ahí llegué, porque de repente los ocho tíos se levantaron de sus sillas y sacaron sus armas. Un O. K. Corral, no cabía duda.
Cuando el Departamento de Asuntos Internos me pidió que les dijese cuántos disparos efectué y a quién exactamente, me reí. Doce tíos en una habitación y todo el mundo disparando. Si no van vestidos como tus colegas y hasta cierto punto puedes determinar que no se trata de civiles que pasaban por allí, disparas y te pones a cubierto. Vacié el cargador de la Remington y luego la tiré al suelo para coger mi Glock. Sé que el calibre 40 es el estándar, pero siempre me ha parecido que el 45 es más persuasivo.
Dicen que derribé a cuatro hostiles. Yo no hago muescas en mi arma por cada persona que mato, así que me lo creeré. Lo menciono, sin embargo, porque uno de ellos era el hombre número trece de la sala.
Sí, sé que dije que había ocho por parte de ellos y cuatro por la nuestra, pero durante el tiroteo capté movimiento a mi derecha y vi abierta la puerta de la gran caja azul y a un hombre que salía a trompicones de ella. No iba armado, así que no le disparé; en lugar de eso, me concentré en el tío que tenía detrás y que estaba haciendo pedazos la sala con un rifle de asalto chino QBZ-95, algo que solo había tenido ocasión de ver en las revistas. Por qué lo tenía y dónde demonios había encontrado munición para él sigue siendo un misterio, pero aquella cosa hizo una línea de agujeros en el peto de Jerry, que cayó al suelo.
—¡Hijo de puta! —grité, y le metí al tirador dos balas en el pecho.
Entonces, el treceavo tío vino directo hacia mí. Incluso con todo lo que estaba pasando pensé: un drogadicto. Estaba pálido y sudoroso, apestaba a alcantarilla y tenía los ojos saltones con una mirada vidriosa. Aquel cabrón enfermo incluso intentó morderme, pero los protectores Kevlar de las mangas me salvaron el brazo con el que sostenía el arma.
—¡Suéltame! —grité, y le di un revés con la mano izquierda que debería haberlo tirado al suelo, pero lo único que conseguí fue zafarme de él; pasó por mi lado dando tumbos en dirección a otro de los tíos de mi equipo que estaba bloqueando la puerta. Imaginé que se dirigía hacia el precioso bote Cigarette que había fuera, así que me giré y le clavé dos balas en la espalda, así de rápido y fácil. La sangre salpicó las paredes y él cayó al suelo y se arrastró metro y medio antes de caer inmóvil contra la puerta trasera. Volví a girarme hacia la habitación y me tumbé para ponerme a cubierto y poder arrastrar a Jerry hasta detrás de la mesa. Todavía respiraba. El resto de mi equipo seguía destrozando la sala con sus automáticas.
Oí disparos que provenían de otra parte del almacén así que me despegué del pelotón para ver lo que estaba ocurriendo. Me encontré con tres hostiles disparando a ciegas y a discreción a otro de los equipos. Derribé a dos de ellos con las últimas balas que me quedaban y acabé con el último mano a mano. De repente, todo había terminado.
Al final, once supuestos terroristas recibieron disparos, seis de ellos mortales, incluido el vaquero con el rifle de asalto chino y el que me mordió, al que al final maté por la espalda y que, según su identificación, se llamaba Javad Mustapha. Acabábamos de empezar a mirar sus identificaciones cuando un puñado de federales vestidos con monos negros sin ningún tipo de logo entraron, acaparando toda la atención, y nos sacaron a patadas a la calle. Por mí no había problema, pero quería ver cómo estaba Jerry. Resultó que ningún miembro de nuestro equipo resultó muerto, aunque ocho de ellos necesitaban atención médica, la mayoría por costillas rotas. El Kevlar detiene las balas, pero no puede contrarrestar tanto impacto. Jerry tenía el esternón roto y estaba hecho un asco. Los médicos de emergencias lo tenían en una camilla con ruedas, pero estaba lo suficientemente despierto como para despedirse de mí antes de que se lo llevasen.
—¿Cómo te encuentras, colega? —le pregunté agachándome junto a él.
—Viejo y dolorido. Pero te diré una cosa… roba ese bote Cigarette para mí y volveré a sentirme joven y rebosante de vida.
—Parece un buen plan. Yo me ocuparé de eso, viejo.
Hizo un gesto con la barbilla para señalar mi brazo.
—Eh, ¿cómo tienes el brazo? Los médicos dijeron que ese pirado te mordió.
—Nah, ni siquiera me rozó la piel —le dije, mostrándoselo. Solo tenía un buen cardenal.
Se llevaron a Jerry y yo empecé a responder preguntas, algunas de los federales de los monos sin marcar. Javad no iba armado y yo lo había acribillado por la espalda, por lo que abrirían una investigación rutinaria, pero mi teniente me dijo que no sería nada complicado. Eso fue el martes por la mañana y hoy era sábado por la mañana. Entonces, ¿por qué estaba en un coche con tres federales?
No hablaban.
Así que me recosté y esperé.
Easton, Maryland / Sábado, 27 de junio; 11.58 a. m.
Me metieron en una sala en la que había una mesa, dos sillas y un gran ventanal con las cortinas corridas. Una sala de interrogatorios, aunque el cartel que había fuera decía «Baylor Records Storage». Estábamos en algún lugar de Easton, cerca de la Ruta 50, a más de ciento doce kilómetros de donde me habían recogido. Cabezacubo me dijo que me sentase.
—¿Puedo beber un vaso de agua?
Me ignoró, se marchó y cerró la puerta con llave.
Pasaron casi dos horas hasta que volvió a entrar alguien. No monté ningún pollo. Conocía esta rutina: meter a alguien en una habitación vacía y dejar que le entre la ansiedad. La duda y el sentimiento de culpa pueden hacer mucho cuando estás solo. Pero yo no me sentía culpable ni tenía ninguna duda. Sencillamente me faltaba información, así que, después de echar un vistazo a la habitación, me puse a pensar en mis cosas, recordando el número de bikinis de tanga que había visto. Estaba casi seguro de que había contado veintidós, y de esos al menos dieciocho tenían un derecho legal y moral a llevarlo. Había sido un buen día de playa.
El tío que por fin entró era grande, iba bien vestido, tendría unos sesenta años, aunque no tenía nada de blandengue de mediana edad. Tampoco es que pareciese especialmente duro, no como un fanático de los gimnasios o un inspector de policía de carrera. No, simplemente parecía hábil. A este tipo de tíos hay que prestarles atención.
Se sentó enfrente de mí. Llevaba un traje azul oscuro, una corbata roja, una camisa blanca y gafas con cristales tintados que casi me impedían verle los ojos. Probablemente lo había hecho a propósito. Tenía el pelo corto, las manos grandes y era inexpresivo.
Cabezacubo entró con una bandeja de restaurante de corcho en la que había una jarra con agua, dos vasos, dos servilletas y un plato de galletas. Lo que más me chocó fueron las galletas. Normalmente no te dan galletas en situaciones como esta. Tenía que ser algún tipo de truco psicológico.
Cuando Cabezacubo se marchó, el tío del traje me dijo:
—Soy el señor Church.
—Muy bien —le dije.
—Usted es el detective Joseph Edwin Ledger, de la Policía de Baltimore, treinta y dos años, soltero.
—¿Pretende emparejarme con su hija?
—Sirvió cuarenta y cinco meses en el Ejército y se licenció con honores. Durante su tiempo de servicio no participó en acciones u operaciones militares significativas.
—Mientras estuve en servicio no ocurrió nada, al menos no en la parte del mundo en la que estaba.
—Y aun así sus comandantes y, sobre todo, su sargento de instrucción escribieron maravillas sobre usted. ¿Por qué? —No estaba leyendo lo que decía. No tenía ningún papel. No apartó su mirada ensombrecida mientras servía un vaso de agua para cada uno.
—Quizá porque la chupo muy bien.
—No —dijo—, no es por eso. Coja una galleta. —Empujó la bandeja hacia mí—. También hay varias notas en su expediente que sugieren que usted es un listillo de primera.
—¿De verdad? ¿Quiere decir que superé las ligas menores?
—Y al parecer se cree gracioso.
—¿Quiere decir que no lo soy?
—Eso todavía está por ver. —Cogió una galleta, un barquillo de vainilla, y mordió una esquina—. Tu padre va a dimitir como inspector jefe de policía para presentarse a alcalde.
—Espero que podamos contar con su voto.
—Su hermano también está en el Departamento de Policía de Baltimore y es detective de homicidios de segundo grado. Le supera en rango a pesar de ser un año menor que usted. Se quedó en casa mientras usted jugaba a ser soldado.
—¿Por qué estoy aquí, señor Church?
—Está aquí porque quería conocerlo personalmente.
—Podríamos haberlo hecho en la comisaría, el lunes.
—No, no podríamos.
—Podría haberme llamado y pedirme que me reuniese con usted en algún lugar neutro. En el Starbucks tienen galletas, ¿sabe?
—Demasiado grandes y demasiado blandas.
Comió otro trozo de barquillo.
—Además, esto es más apropiado.
—¿Para…?
En lugar de contestarme, dijo:
—Después de licenciarse del Ejército se enroló en la academia de policía y se graduó el tercero de la clase. ¿Por qué no el primero?
—Era una clase muy grande.
—Entiendo que podría haber sido el primero de haber querido.
Cogí una galleta, una Oreo, y le saqué la parte de arriba. Entonces él dijo:
—Se pasó varias noches de las últimas semanas precedentes a los exámenes finales ayudando a otros tres oficiales a prepararse para la prueba. El resultado fue que dos de ellos lo hicieron mejor que usted y que usted no lo hizo tan bien como debería.
Me comí la tapa. Me gusta comerme las galletas por capas: galleta, nata y galleta.
—¿Y qué?
—Es solo una observación. Promocionó rápido en la policía secreta y más aún para detective. Cartas y recomendaciones notables.
—Sí, soy maravilloso. La multitud me aclama por donde paso.
—Y hay más notas sobre ser un bocazas.
Sonreí con trozos de Oreo pegados a los dientes.
—Ha sido reclutado por el FBI y está previsto que comience su entrenamiento en veinte días.
—¿Sabe también el número que calzo?
Él terminó su galleta y cogió otro barquillo de vainilla. No estoy seguro de si podría confiar en un hombre que prefiere un barquillo de vainilla a una Oreo. Es un defecto de carácter, probablemente un signo de auténtica maldad.
—Sus superiores del Departamento de Policía de Baltimore lamentan mucho que se vaya y el FBI tiene grandes esperanzas puestas en usted.
—De nuevo, ¿por qué no me llamó en lugar de mandarme a sus pistoleros a sueldo?
—Para hacer una observación.
—¿Sobre…?
El señor Church me observó durante un momento.
—Sobre aquello en lo que no quiere convertirse. ¿Qué opinión le merecen los agentes que ha conocido hoy?
Me encogí de hombros.
—Un poco estirados, sin sentido del humor. Pero me abordaron bastante bien. Un buen acercamiento, se mantuvieron fríos y tuvieron buenos modales.
—¿Podría haber escapado?
—No habría sido fácil. Tenían armas y yo no.
—¿Podría haber escapado? —volvió a preguntar, esta vez más despacio.
—Quizá.
—Señor Ledger…
—De acuerdo, sí. Si hubiese querido podría haber escapado.
—¿Cómo?
—No lo sé, no se dio esa situación.
Parecía satisfecho con esa respuesta.
—Lo de la playa pretendía ser una especie de ventana al futuro. Los agentes Simchek, Andrews y McNeill son de lo mejor, no cometen errores. Son lo mejor que puede ofrecer el FBI.
—Entonces… ¿debería estar impresionado? Si no estuviese convencido de que el FBI es el siguiente paso que tengo que dar, no habría aceptado la oferta.
—La oferta no fue mía, señor Ledger. Yo no pertenezco al FBI.
—Déjeme adivinar… ¿la Agencia?
Church enseñó los dientes. Podría haber sido incluso una sonrisa.
—Inténtelo de nuevo.
—¿Seguridad Nacional?
—Ha acertado la liga, pero no el equipo.
—Entonces no tiene sentido que me ponga a adivinar. ¿Es un departamento de esos que son tan secretos que ni siquiera le ponen nombres a las cosas?
Church suspiró.
—Sí tenemos nombre, pero es funcional y aburrido.