«Aterradora, espeluznante y apasionante… una mezcla de ‘La noche de los muertos vivientes’ y Michael Crichton» —Joseph Finder, autor de Paranoia
Lunes, 13.00 horas. Joe Ledger mata al terrorista Javad Mustapha, alias el Paciente Cero.
Miércoles, 08.00 horas: el Paciente Cero regresa de entre los muertos.
Cuando tienes que matar al mismo terrorista dos veces la misma semana, debe fallar algo en tus aptitudes… y las aptitudes de Joe Ledger están perfectamente.
Ledger es reclutado por el Gobierno para dirigir un nuevo grupo de respuesta rápida ultrasecreto llamado Departamento de Ciencia Militar (DCM) para ayudarlos a evitar que un grupo de terroristas active una terrible arma biológica que tiene la capacidad de convertir a la gente normal en zombis.
Jonathan Maberry
Paciente cero
Joe Ledger - 1
ePUB v1.0
elchamaco31.08.12
Título original:
Patient zero
Jonathan Maberry, Enero 2009.
Traducción: Laura Rodríguez Gómez
Editor original: elchamaco (v1.0)
ePub base v2.0
Este libro está dedicado a los héroes no reconocidos y a menudo olvidados que trabajan en operaciones encubiertas y en agencias de inteligencia.
Mucha de la información técnica contenida en esta novela está basada en la ciencia real. Con pocas excepciones, el equipo de vigilancia, los sistemas informáticos y las armas utilizadas por el ficticio Departamento de Ciencias Militares son reales, aunque varios de estos elementos todavía no están disponibles en el mercado comercial.
Las enfermedades priónicas, entre ellas el insomnio familiar fatal, son reales; sin embargo, los parásitos y enfermedades de control utilizados por Gen2000 son totalmente ficticios, aunque inspirados en patógenos similares presentes en la ciencia actual.
He recibido ayuda, consejos e información técnica de muchas personas. En caso de que hubiese algún error técnico me lo tendrán que achacar a mí. Además, quiero dar las gracias a Michael Sicilia del Departamento de Seguridad Nacional estadounidense; al fantástico equipo de la Oficina de Ciencia Forense de Philadelphia, dirigido por el inspector jefe Keith R. Sadler y el capitán Daniel Castro; a Ken Coluzzi, jefe del Departamento de Policía de Lower Makefield; a Frank Sessa; al doctor Bruno Vincent del Instituto de Farmacología Molecular y Celular; a Keneth Storey, doctor por la Universidad de Carleton; a Pawel P. Liberski, doctor en medicina del departamento de Patología y Neuropatología Molecular de la Universidad Médica de Lodz; y a Peter Lukacs, doctor en medicina.
Caminantes
«Un héroe no es más valiente que un hombre normal, pero lo es durante cinco minutos más.»
—Ralph Waldo Emerson
Cuando tienes que matar al mismo terrorista dos veces la misma semana, o falla algo en tus habilidades o en tu mundo.
Y mis habilidades están perfectamente.
Ocean City, Maryland / Sábado, 27 de junio; 10.22 a. m.
Vinieron a por mí en la playa. Me abordaron disimuladamente cuando me disponía a abrir la puerta de mi coche, dos por delante y uno en la retaguardia, formando un callejón sin salida de tres puntas. Nada demasiado espectacular, solo tres tíos enormes con trajes grises sudando a causa del calor que hacía en Ocean City.
Uno de los tipos levantó las manos como diciendo «No hay problema». Era una calurosa mañana de sábado y yo llevaba puesto un bañador, una camisa hawaiana con dibujos de sirenas sobre una camiseta de Tom Petty, chanclas y mis Ray-Ban Wayfarer. Mi arma estaba en una caja de herramientas bajo llave dentro del maletero, con el seguro puesto. Había ido a la playa para ver a la nueva cosecha de bomboncitos que se derriten bajo el sol y llevaba fuera de servicio desde el tiroteo, a la espera de una conversación el lunes por la mañana sobre mi participación en el mismo. Lo del almacén había sido toda una escena y me habían puesto en cese administrativo para que me aclarase las ideas. No me esperaba problemas, no debería haberlos, y la suavidad con la que estos tíos me cerraron el paso estaba pensada para mantener las emociones de todo el mundo en un nivel neutro. Ni yo mismo lo podría haber hecho mejor.
—¿Señor Ledger?
—Detective Ledger —dije para tocar un poco las narices.
Ni rastro de sonrisa en la cara del hombre, solo un ligero gesto con la cabeza. La tenía como un cubo.
—Nos gustaría que viniese con nosotros —dijo.
—Enséñame una placa o lárgate.
Cabezacubo me lanzó «la mirada», pero sacó una placa del FBI y me la mostró. Dejé de leer después de ver las iniciales.
—¿De qué va todo esto?
—¿Le importaría venir con nosotros, por favor?
—Estoy fuera de servicio, chicos. ¿De qué se trata?
No recibí respuesta.
—¿Está al tanto de que tengo que empezar en Quántico dentro de tres semanas?
No recibí respuesta.
—¿Quiere que le siga en mi coche? —No es que quisiese darles esquinazo, pero tenía el móvil en la guantera del todoterreno y me habría gustado confirmar esto con el teniente. Todo aquello me parecía muy raro. No exactamente amenazador, sencillamente raro.
—No, señor. Lo volveremos a traer aquí después.
—¿Después de qué?
No recibí respuesta.
Lo miré primero a él y luego al tipo que tenía al lado. Podía sentir al hombre de retaguardia detrás de mí. Eran grandes y estaban bien posicionados. Con la visión periférica pude ver que Cabezacubo apoyaba todo su peso en el metatarso y estaba bien equilibrado. El que estaba junto a él estaba girado hacia su derecha. Tenía unos nudillos grandes, pero sin cicatrices en las manos. Más que artes marciales, probablemente practicase boxeo; los boxeadores utilizan guantes.
Estaban haciéndolo casi todo bien, solo que estaban demasiado cerca de mí. Uno nunca se debe acercar tanto.
Pero me parecían auténticos. Cuesta mucho imitar el aspecto del FBI.
—De acuerdo —dije.
Ocean City, Maryland / Sábado, 27 de junio; 10.31 a. m.
Cabezacubo se sentó a mi lado en el asiento trasero y los otros dos se sentaron delante; el hombre de retaguardia conducía el Crown Vic del Gobierno. Por la conversación que mantuvieron, podrían haber sido mimos. El aire acondicionado estaba encendido y la radio apagada. Emocionante.
—Espero que no vayamos hasta Baltimore. —Era un camino de más de tres horas y yo tenía arena en el bañador.
—No. —Esa fue la única palabra que pronunció Cabezacubo durante todo el camino. Me recosté y esperé.
Sabía que era zurdo por el bulto que le hacía la funda sobaquera debajo de la chaqueta. Me tenía a su derecha, lo que significaba que la solapa del abrigo me impediría cogerle el arma y que podría utilizar su mano derecha como bloqueo para esquivarme mientras la sacaba. Aquello era profesional y estaba bien pensado. Yo habría hecho prácticamente lo mismo. Sin embargo, lo que yo no habría hecho era sujetar el asa de cuero que había junto a la puerta igual que él. Era el segundo pequeño error que había cometido y me preguntaba si me estaba poniendo a prueba o si habría una pequeña laguna entre su entrenamiento y sus instintos.
Me recosté e intenté comprender esta visita. Si tenía algo que ver con lo ocurrido la semana anterior en los muelles, si de algún modo me había metido en problemas por algo relacionado con eso, tenía clarísimo que pediría un abogado en cuanto llegásemos al lugar al que nos dirigíamos. Y en ese caso también requeriría la presencia de un representante sindical. Esto no era un procedimiento operativo estándar. A menos que fuese un asunto de alcance nacional, en cuyo caso pediría un abogado y llamaría a mi congresista. Lo del almacén estuvo justificado y no iba a permitir que nadie dijese lo contrario.
Durante los últimos dieciocho meses me habían asignado a uno de esos destacamentos especiales interjurisdiccionales que surgieron por todas partes después del 11-S. Algunos somos del Departamento de Policía de Baltimore, otros vienen de Filadelfia y de D. C. y después hay una mezcla de federales: FBI, ASN, ATF y otras combinaciones de letras que nunca antes había visto. En realidad nadie hacía demasiado, pero todos queríamos pillar cacho si surgía algo jugoso, y con jugoso me refiero a beneficioso para la carrera profesional.
En cierto modo me llamaron a filas. Desde que había conseguido mi placa dorada de detective hacía unos años, había tenido mucha suerte y conseguí cerrar un número de casos mayor a la media, entre ellos dos que tenían vínculos con organizaciones sospechosas de terrorismo. También pasé cuatro años en el ejército y sé un poco de árabe y de persa. Sé un poco de muchos idiomas. Los idiomas se me daban muy bien y eso hizo que me eligiesen en la primera ronda para la furgoneta de vigilancia. La mayoría de la gente que tenía el teléfono intervenido alternaba el inglés con varios idiomas de Oriente Próximo.
Parecía que el destacamento especial iba a molar bastante, pero la realidad fue que me pusieron a hacer escuchas en una furgoneta y, durante la mayor parte del pasado año y medio, bebí demasiado café del Dunkin’ Donuts y sentí que me iba creciendo el culo.
Supuestamente un grupo de terroristas de bajo nivel con una leve conexión con el chiismo fundamentalista estaba preparando o traficando con algo de lo que nos dijeron que era un arma biológica potencial. Pero, por supuesto, no dieron detalles, lo que hace que la vigilancia sea una mierda y una pérdida de tiempo. Cuando nosotros (y con nosotros me refiero a los policías) intentábamos preguntarles (a los peces gordos de la Seguridad Nacional) qué era lo que estábamos buscando, nos respondían con evasivas. Nos irían informando a medida que fuese necesario darnos esa información. Ese tipo de cosas ilustra muy bien por qué no estamos seguros. Lo cierto es que si nos lo dijesen podríamos tener un papel demasiado importante en el arresto, lo que significa que ellos tendrían menos mérito. Eso es lo que provocó tantos problemas el 11-S y, por lo que sé, no ha mejorado demasiado desde entonces.
El lunes pasado capté trozos de una conversación en un teléfono móvil que estábamos espiando. Surgió un nombre, una persona originaria de Yemen llamada El Mujahid, un pez gordo en el mundo del terrorismo y que está en las listas principales de la Seguridad Nacional. El tío que lo nombraba hablaba como si El Mujahid estuviese implicado en algo que estuviese cocinando el personal del almacén. El nombre de El Mujahid estaba en todas las listas del Departamento de Seguridad Nacional y en aquella furgoneta yo no tenía otra cosa que hacer más que leer, así que me había leído esas listas una y otra vez.
Como yo había dado el aviso contaron conmigo para la redada del martes por la mañana. Éramos treinta y llevábamos uniformes de combate negros con protecciones de Kevlar para pecho y extremidades, cascos con cámaras y equipos completos de SWAT. La unidad se dividió en equipos de cuatro hombres: dos tíos con MP5, un hombre punta con un escudo antibalas y una Glock del calibre 40 y un tío con una escopeta de pistón Remington 870. Yo llevaba la escopeta en mi equipo y abordamos este almacén junto al puerto sin titubear, atravesando cada una de sus puertas y ventanas. Granadas lumínicas de aturdimiento, francotiradores en los edificios colindantes, varios puntos de entrada y muchísimos gritos. Choque y pavor. La idea consiste en sorprender y dominar para que todos los que se encuentran dentro estén demasiado mareados y confusos como para ofrecer una resistencia violenta. Lo último que queríamos cualquiera de nosotros era un O. K. Corral.