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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (5 page)

El sello sagrado en el documento lo había complicado todo. Y seguía haciéndolo. Cuando aquel obrero torpemente había picado en el lugar equivocado y había roto el sello con el que Gabriel siglos atrás había protegido la cripta, él inmediatamente había sentido el alivio de la liberación en lo más hondo de su condenado ser. Había sido tan placentero que no se había dado cuenta de que aún quedaba otra losa, otra cadena, sobre su espíritu. Había sido fácil llegar hasta la cripta, convencer de cualquier cosa a algunos humanos avariciosos no suponía nunca una complicación. Una vez dentro, los siglos se habían difuminado en su mente al reconocer el cofre en el que una noche, ya demasiado lejana, había encerrado el documento. Y, después, la nada. Una enorme descarga eléctrica lo había transportado al peor momento de su existencia y había provocado que desatara un intenso poder del que no fue consciente. Así como tampoco de sus consecuencias, ni del estruendo que había causado la caída de uno de los muros del viejo sótano de la casa por la embestida de su energía. Simplemente, había desaparecido en el abismo. Y tardó cinco días en ser capaz de regresar.

Apartó los molestos recuerdos para dedicarle de nuevo a Luz toda su atención. Ella era ahora la posible solución a los inconvenientes que habían entorpecido sus planes y, por lo tanto, su principal preocupación. Y en aquel momento, ella se había agachado junto a él, mostrando una nueva expresión en su mirada, crítica y analítica. Comprendió que la concentración de la mujer era absoluta y, de pronto, sintió una enorme oleada de orgullo. Lo saboreó, deleitándose en la emoción que más le satisfacía, y observó cómo ella, con un gesto mecánico y elegante, recogía su melena y dejaba a la vista el maldito tatuaje maorí. La antigua curiosidad lo invadió de nuevo y se inclinó sobre ella para ver de cerca el trazo perfecto de las líneas, mientras ella extendía una mano hacia el profesor, de quién él se había olvidado por completo. Continuó ignorando a Alfonso, absorto en el dibujo sobre la espalda de Luz.

—Hermoso, pero inútil —concluyó, como si ella pudiera oírlo.

Era evidente que aquellos trazos no tenían ningún poder sobre él. No eran como los jodidos dibujos de Gabriel, sino no estaría tan cerca de ella. No podría. Lo embargó una nueva oleada de alguna emoción que no identificó, y se descubrió acariciando el cuello de la mujer, trazando suavemente con sus etéreos dedos las finas líneas negras y sintiendo una extraña corriente en su interior. El cuerpo de Luz se estremeció por el contacto, que de ninguna manera había podido sentir, aunque, asombrado, él saltó instintivamente hacia atrás, golpeando con violencia una columna y haciendo caer la abrazadera que la rodeaba.

Luz y Alfonso se giraron, sobresaltados por el golpe del pesado cilindro metálico y la vieja tea en el suelo, y los ojos negros de Luz volvieron a atraparlo en su interior, igual que había ocurrido en el restaurante.

—No ha podido sentirme.

Ángel habló pausadamente para sí mismo, mientras se incorporaba con igual lentitud, y se acercaba de nuevo a Luz, que continuaba mirándolo.

—No puedes sentirme —dijo, ya directamente a la mujer, separando cada palabra, con la mirada fija en sus ojos, y deseando de nuevo poder sentir algún tipo de emoción, sin saber cuál.

Deseaba con todas sus fuerzas sentir algo, que su ser condenado se estremeciera con sus propios sentimientos. Pero parecía incapaz de identificar la emoción que extrañaba, y se sorprendió al notar el anhelo que fluía de aquella mujer que mantenía la mirada en él, sin poder verlo. Caminó hacia Luz, casi inconscientemente, sin apartar los ojos de los suyos, dejándose atrapar por su oscuridad. Se paró frente a ella, demasiado cerca, a pesar de que algo en él le indicara que seguía habiendo demasiada distancia entre ambos. Vio su reflejo en sus pupilas, el intenso verde de sus ojos atrapado en la oscuridad de los ojos de Luz, y sintió cómo ella se estremecía de nuevo. Oyó, sin prestar atención, que el profesor, de pie aún junto a ellos, la llamaba, pero ella no se movió, como si no lo hubiera escuchado. Y él sonrió por ello, a la vez que acortaba aún más la distancia entre ambos, hasta llegar a absorber su aliento y probar el sabor de la mujer que continuaba sosteniéndole la mirada, desafiante. Ya no había nada que evitar. Estaba inmerso en la oscuridad de sus ojos, por segunda vez en un mismo día, se reprochó. Pero, ahora, podía volver a intentar tocar su alma, tan diferente a las demás.

Sin dudar, dejó que todas las emociones de Luz lo embargaran. Al principio fueron débiles fogonazos de incredulidad e incertidumbre. Curiosidad después. Y, enseguida, como si fuera demasiado reciente, otra vez aquel intenso dolor, la rabia y la ira. Si no hubiera estado tan concentrado, podría haber dejado que las emociones se fueran igual que habían llegado a él, pero no lo hizo. Se encontró aferrándose a ellas, como si fueran propias, y las sostuvo casi con desesperación. Pero Alfonso cogió a Luz por un brazo, rompiendo la conexión que los había unido durante un momento, y Ángel pensó que podría dirigir hacia el insolente profesor que lo había interrumpido todo el odio que había en su interior. «El odio de Luz, no el mío», se recordó, desconcertado por sus propios pensamientos.

Luz notó su cuerpo empapado en sudor y un escalofrío que la recorría de arriba a abajo. Aún sostenía la bolsita de plástico que Alfonso le había dado, y en la que había metido un pedazo de piedra desprendido del muro, parcialmente decorado con los extraños dibujos que decoraban la sala. Sintió que iba a desmayarse cuando se apoyó en Alfonso, que le tendía un brazo, asustado. No sabía qué acababa de pasarle, sólo recordaba una corriente eléctrica recorriéndola, seguida del estruendo del metal contra el suelo. Después, el tiempo parecía haberse detenido, y su mente había viajado hasta un lugar remoto y oscuro, a la vez que había sentido un intenso dolor. Aunque no era su dolor, de eso estaba segura. Era mayor, insoportable, y ajeno a ella. Acto seguido, llegó el deseo. Irrefrenable. Pero no sabía de qué. Su estómago se contrajo y se obligó a dejar de pensar, convenciéndose de que sólo se había mareado. Nada más. Se obligó a creer su propia afirmación, mientras se repetía que el calor y el ambiente sobrecargado de la cripta le habían jugado una mala pasada.

—Sí, sí. No es nada —respondió distraída a Alfonso, que le preguntaba insistentemente si se encontraba bien.

—Estás pálida, Luz. Más de lo habitual —dijo él, serio y preocupado, y ella quiso sonreírle, sin demasiado éxito.

—Sólo me he mareado. Estoy bien.

Sus respuestas eran automáticas y poco convincentes. Lo sabía, pero no se molestó en fingir, no hubiera servido de nada. Alfonso hablaba por los dos, comentando algo sobre el calor, los desmayos y las bajadas de tensión, mientras la ayudaba a salir de la cripta. Ella no lo escuchaba, simplemente se dejaba guiar hacia el exterior y trataba de explicarse lo que había ocurrido. Salieron de la Casa de las Muertes e, inconscientemente, le lanzó una mirada a una de las calaveras de la fachada. En esta ocasión no sonrió.

—Te llevaré al hotel —dijo Alfonso, claramente poco dispuesto a negociar, pero ella tampoco lo estaba.

—No —protestó con convicción, y su negación fue más rotunda de lo que pretendía—. Quiero ver los objetos.

—Ni hablar, necesitas descansar.

—Llevo trece meses descansando —dijo, sin ninguna piedad hacia sí misma, mientras clavaba los ojos en los de Alfonso, que, por un instante, pareció no saber cómo reaccionar.

—No, Luz —respondió él finalmente, mientras la obligaba a caminar—. Llevas trece meses de luto.

Ella no contestó. Se limitó a mirarlo fijamente, en silencio. Sabía perfectamente que Alfonso era de las pocas personas que no tendría ningún tipo de inconveniente en criticar su estúpido comportamiento, ni en recordarle por qué se encontraba perdida y vacía, o cuál era la causa de su dolor. Pero también sabía que sería incapaz de negarse a concederle casi cualquier cosa que ella le pidiera, por descabellada que pudiera parecer. Dejó que la guiara del brazo por las calles de Salamanca mientras se recuperaba, y lo obsequió con una enorme sonrisa cuando se detuvieron frente a la universidad.

—Es hermosa —susurró, observando el edificio.

—Deberías estar descansando y lo sabes. —La voz de Alfonso no reflejó el reproche que había en sus palabras y ella le sonrió, insolente.

—Aunque yo estuviera cansada como crees, sigue siendo hermosa.

—Lo es —concedió él—. Y no creo que estés cansada. Lo estás.

—Vamos.

Luz comenzó a caminar, tirando del brazo de su amigo.

—No tienes remedio.

Alfonso suspiró, resignado, cediendo a su petición, y la guió por el interior del edificio.

Los pasillos de la universidad estaban vacíos y trató de imaginarse, sin conseguirlo, el movimiento en ellos durante los meses lectivos. Aquel lugar parecía haber sido hecho para estar en calma, aunque ella sabía que la mayor parte del año sucedía todo lo contrario. El Departamento de Historia que dirigía Alfonso también estaba vacío y no pudo evitar agradecerlo en silencio. Quería poder analizar con tranquilidad los objetos que Alfonso le había descrito, sin perder tiempo con absurdas presentaciones o comentarios de bienvenida.

Sobre una gran mesa reconoció una colección de artículos antiguos y no esperó a que Alfonso se lo indicara para acercarse a contemplarlos. Sus descripciones eran detalladas y exactas, pero parecían pobres al compararlas con los objetos a los que hacían referencia. Luz quiso examinarlos uno a uno, deteniéndose en cada pequeño detalle, pero un cofre rectangular de madera y bellamente tallado llamó su atención, destrozando su propósito. La madera, aunque oscurecida por los años, estaba en perfecto estado y la decoraban intrincadas formas que se entrecruzaban formando dibujos de enorme belleza, que le resultaron vagamente familiares. Un cierre metálico, con un diseño igualmente soberbio y complicado, le daba a aquella pieza un aire de misterio. Sonrió, sin apartar la vista del cofre, mientras tomaba los guantes de algodón que Alfonso sostenía frente a ella. Se imaginó su expresión de paciente resignación, y le dedicó una fugaz sonrisa mientras enfundaba las manos, antes de devolver toda su atención a la caja que quería examinar detalladamente. Repasó con los dedos los diseños tallados en la madera y se maravilló con la suavidad del cincelado, que evidenciaba que aquel pequeño arcón había sido realizado con suma delicadeza. Se detuvo en el refinado cierre metálico, y se sorprendió al reconocer en él los mismos trazos que decoraban las paredes de la cripta. Miró con rostro inquisitivo a Alfonso, que la observaba en silencio, y abrió el baúl, encontrándolo vacío. Acarició la tela de su interior y se convenció de que, sin duda, lo que fuera que se hubiera guardado allí era valioso. O, al menos, lo había sido para su propietario.

—Aquí está lo que buscas —dijo Alfonso, llamando su atención y señalando una mesa frente a él.

Sobre el escritorio había un legajo antiguo, pero bien conservado. Luz reconoció al instante la cenefa que rodeaba la primera de las páginas. Se trataba del mismo diseño que había sido tallado en la piedra de la cripta y en el cierre del cofre que había contenido, durante al menos tres siglos, aquel manuscrito. Ya no tenía ningún tipo de duda de que esos símbolos iban más allá de la pura función estética, y su mente empezó a jugar con posibilidades que iban desde la mera superstición hasta la decoración ritual. Observó la página superior en la que, con antigua y delicada caligrafía, se advertía al lector sobre el contenido del manuscrito.

«
Cuídese de los secretos del Inferno aquel que su alma inmortal a bien estime».

Luz acarició las palabras, dibujándolas con un dedo protegido por los guantes, disfrutando del instante antes de enfrentarse al reto que le proponía aquel viejo legajo. De pronto, se sintió terriblemente cansada, exhausta. Tomó aire, lentamente, tratando de recuperar fuerzas, pero no sintió ningún alivio. Tal vez Alfonso estaba en lo cierto y necesitaba descansar, aunque su curiosidad era demasiado grande en ese momento para que pudiera detenerse y renunciar a observar en aquel mismo instante el relato que tenía delante. Intentó recomponerse para que su amigo no notara su malestar y la arrastrara hasta la habitación de su hotel antes de haber examinado el manuscrito.

Pasó la primera página, que le pareció absurdamente pesada, y observó lo que bien podría haber sido la portada del documento. La caligrafía era igualmente delicada, pero, sin lugar a dudas, distinta a la anterior. Aquellos trazos no pertenecían a la misma mano, eran más agudos y estirados, más violentos, aunque igualmente elegantes y elaborados. Sobre el papel había sólo dos palabras, una expresión que conocía perfectamente y que, de inmediato, hizo que una sonrisa apareciera en su rostro.

—Non serviam
—leyó en voz alta.

El espíritu de Ángel se estremeció al escuchar sus propias palabras en boca de Luz, pero enseguida quiso detener aquel molesto pensamiento, incluso antes de que se formara por completo en su mente. «No son mis palabras. Sólo es el ridículo resumen que hizo el vencedor de una conversación mucho más larga. La historia nunca la cuentan los vencidos», pensó, resignado. Aunque, con el tiempo, aquella frase hecha le había resultado mucho más útil de lo que jamás hubiera podido imaginar. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, algo se había movido en su interior, y se maldijo por ello, mientras mantenía su vista fija en Luz, deseando poder ser él mismo quién sostuviera en sus manos el manuscrito.

Ella parecía ajena a todo, completamente recuperada, y fascinada con los viejos papeles que tenía entre manos. Él sabía que había notado su presencia en la cripta. Aunque no tuviera ni la más remota idea de cuál había sido la causa, y ella misma le hubiera negado al profesor que algo que no podía explicar le había ocurrido.

Ángel había seguido a la pareja hasta el exterior de la casa y después, de mala gana, por los callejones de la ciudad, esperando que ella comentara lo extraña que se había sentido. Pero no había dicho absolutamente nada. Ni una sola palabra. Había estado molesto ante la evidencia de que Luz parecía ser capaz de notarlo. Aunque su mal humor bien podría haberse debido a la forma en que el profesor la había mantenido agarrada durante todo el camino, cuando no había habido necesidad. Era evidente que ella estaba bien y podría haber caminado por sí misma sin que nadie la sostuviera. Ella era fuerte. No obstante, todo su enfado se había esfumado cuando había visto de nuevo aquella expresión experta en los ojos negros de Luz, repasando cada detalle del arca. Y se había sorprendido sonriendo cuando un nuevo brillo había iluminado fugazmente su mirada al descubrir los malditos trazos de Gabriel en el cofre. Después, ella se había centrado en su manuscrito con ojos inquisitivos, cuestionando cada detalle, observando cada trazo, cada palabra, sin dejar entrever ningún gesto que delatara nada de lo ocurrido.

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