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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (2 page)

—Hola, Luz. —Una voz familiar la saludó a través del auricular del teléfono, que no era consciente de haber descolgado—. Soy Alfonso. ¿Cómo estás?

—Alfonso… —balbuceó.

—No te llamaría si no fuera importante. —Se hizo el silencio al otro lado de la línea durante unos segundos, en los que ella fue incapaz de hablar—. Sé que no es buen momento, pero lo cierto es que te necesito. Necesito a la mejor y… —Alfonso carraspeó, incómodo—. También pensé que podría hacerte bien irte una temporada. Alejarte de todo…

Sólo una parte de Luz comprendía las palabras que le llegaban desde el otro lado de la línea telefónica. Alfonso Vázquez. No recordaba cuándo había sido la última vez que se habían visto. El agujero negro también debía de haber arrasado con eso, pensó. Pero, enseguida, se recordó a sí misma sintiéndose viva, como hacía mucho que no lo había estado. Recordó el viaje a Nueva Zelanda con Alfonso, la investigación sobre la mitología maorí, la convivencia con la tribu, el regreso y lo absorta que había estado en la elaboración de su tesis doctoral. Recuperó los recuerdos perdidos de los numerosos proyectos y trabajos compartidos. Las horas de estudio e investigación, los pequeños hallazgos y las grandes decepciones, y los incontables momentos de complicidad que habían forjado su amistad a lo largo de los años. Había algo que la apasionaba. Algo por lo que antes su vida había tenido sentido y que había compartido con Alfonso. Algo que el agujero negro no se había llevado junto a todo lo demás, porque hacía demasiados años que ella había renunciado voluntariamente a ello.

—Alfonso —repitió, y se aferró a aquel nombre como si fuera la única luz que quedaba en un universo que había estado completamente a oscuras hasta aquel mismo instante.

—Es tarde —respondió él, nervioso—. Tal vez será mejor que te llame mañana. No sé por qué…

—No. —Luz lo interrumpió casi con un grito—. No importa. Estaba despierta…

—Bien, entonces ¿qué me dices? ¿Te apetecen unas pequeñas vacaciones? —preguntó, y su voz sonó repentinamente animada—. Te prometo mucho trabajo, falta de sueño y horas y horas de investigaciones que parecen no conducir a absolutamente nada.

La mente de Luz empezó a viajar, despertando de su letargo, y la llevó de regreso a una vida que casi había olvidado. La misma que una vez había sido suya y que pensaba que jamás podría recuperar.

—Por los viejos tiempos —la animó él.

—Por supuesto. Por los viejos tiempos —respondió Luz, rápidamente, y sintió que su corazón, tal vez, podría volver a latir.

A la mañana siguiente se sorprendió de la facilidad con la que había conseguido arreglarlo todo para viajar tan precipitadamente. Su vida estaba más paralizada de lo que ella misma hubiera llegado a imaginar. De pronto se dio cuenta de que todo el trabajo que se acumulaba en su mesa no era más que el vano esfuerzo de todos sus colegas por tratar de mantenerla ocupada, distraída. Todos sus compañeros de trabajo en la universidad la animaron a marcharse, y coincidieron en que trabajar en otro ambiente le sentaría bien, la ayudaría. Hasta ese momento no se había dado cuenta de hasta qué punto todos estaban preocupados por ella y, por un instante, se preguntó si la repentina invitación de Alfonso, después de más de siete años sin trabajar juntos, no era más que otro nuevo intento de sacarla del agujero en el que estaba escondida desde la muerte de David. Pero descartó la idea de inmediato. Alfonso había parecido realmente desesperado por teléfono, llegando casi a rogarle que tomara el primer vuelo que pudiera a Salamanca. Y aunque no le había dado apenas ningún detalle del proyecto para el que la necesitaba, le había asegurado que se trataba de un hallazgo increíble que le encantaría. De todos modos pensó que en realidad no le importaba de qué se tratara con tal de poder aferrarse a aquel pequeño resplandor que brillaba en la oscuridad, a aquel débil hálito de vida.

La mañana fue frenética, disponiéndolo todo, corriendo de un lado a otro, con pocas horas de sueño y una terrible resaca. El movimiento hizo que apenas prestara atención al dolor que había en su interior, aunque notara en todo momento la presencia amenazante del agujero negro en la boca del estómago. Finalmente, cuando se detuvo con todo resuelto, el efecto fue devastador. La ilusión que la llamada de Alfonso había provocado en ella, y que le había permitido durante unas horas sentirse liberada de su tormento, cobró un nuevo sentido cuando se encontró desnuda ante el espejo del interior de su armario, aún vacío en una mitad. Una vieja y conocida sensación de culpa la invadió. Durante todos los años que había compartido con David, y que ahora le parecían tan pocos, cada noche había soñado con emprender un viaje, como el que ahora preparaba, que la llevara a recuperar la vida que había dejado atrás. En ocasiones, incluso, había llegado a sentirse furiosa con él porque, aun sin habérselo pedido jamás, había sido el motivo de que ella renunciara a sus investigaciones sobre historia de las religiones al trasladarse a Gerona junto a él. Por David había rechazado una tras otra las ofertas que implicaban trabajo de campo o largas temporadas fuera de casa, hasta que paulatinamente habían dejado de llegar. Al final ella se había dedicado casi por completo a la docencia y a la investigación de despacho y biblioteca, alejada de las preguntas que siempre había ansiado responder. Ella había renunciado a todo por amor, y aunque al principio le hubiera parecido maravilloso, con los años, había acabado culpándolo a él por tener una vida que no la llenaba por completo.

Observó su imagen en el espejo, que mostraba el cruel reflejo del dolor que había en su interior. Nada quedaba ya en ella de la mujer con aspecto de muñeca de porcelana que una vez había sido. Su cuerpo, siempre delgado, parecía ahora enfermizo, y su piel clara se veía ahora casi transparente, cadavérica, dejando ver bajo ella la red de venas azuladas. Su rostro se había llevado la peor parte, y las abultadas ojeras que habían surgido bajo sus ojos negros, que en algún momento habían sido expresivos y vivarachos, delataban el calvario que había vivido en los últimos trece meses. Ahora comprendía que fue absurdo por su parte pensar que había algo más importante en algún lugar a lo que había renunciado por David. En realidad, ella había sido de los dos la que más había salido ganando durante los años que habían compartido. Con él, por primera vez, había tenido una familia y había sabido lo que era sentirse realmente querida.

Sintió cómo los recuerdos diluían la fuerza que hasta ese momento había contenido las emociones que normalmente la atormentaban y la oscuridad rompía finalmente los diques que la sostenían para inundarlo todo. No brotaron lágrimas de sus ojos, ya hacía mucho tiempo que había concluido que se habían agotado las reservas de llanto en su organismo. En lugar de ello, simplemente, sintió el relámpago que nacía de su pecho, atravesándola, partiéndola en dos. Un estallido de dolor en su interior que llegaba a ser físico, que paralizaba su cuerpo y hacía que se encogiera, retorciéndose sobre sí misma. Un dolor del que, pensaba, jamás podría escapar. Un dolor que no cesaría hasta matarla. Pero todavía no, se dijo, aferrándose al pequeño brote de esperanza que había nacido la noche anterior. «Todavía no». David ya no estaba y nada de lo que ella hiciera o sintiera cambiaría esa circunstancia. De nada le servía torturarse por no haber sabido disfrutar en el pasado de todo lo que David le había ofrecido, ni tampoco renunciar a lo único que podía otorgarle algún tipo de sentido a su existencia. Cargaría con el dolor, con la rabia, con las noches en vela, y con el agujero negro de su interior, pero seguiría viviendo. Lo haría como pudiera, como lo había hecho antes de que David apareciera para darle un nuevo sentido a su vida, como había aprendido a hacerlo durante miles de largas noches de soledad durante su infancia.

Con rabia, metió precipitadamente la ropa y algunos objetos de tocador en una bolsa de viaje, y cerró con un golpe la puerta del armario, deseando encerrar en su interior su propio reflejo y todos los recuerdos que la atormentaban. Recogió algunos libros y los documentos sobre la investigación que la noche anterior Alfonso le había enviado por correo electrónico, y que aún no había tenido tiempo de leer, y se dispuso a salir de su casa para enfrentarse a la realidad. Su maldita realidad.

Sumergida en la lectura de los documentos de Alfonso sobre la investigación, Luz apenas fue consciente del viaje a Salamanca. Según esa información la investigación llevaba más de tres meses detenida a causa del abandono de uno de los académicos que, junto a Alfonso, dirigía el proyecto. Ni más ni menos que una de las más reputadas especialistas en historia medieval española, Anabel Ruiz. Ambas habían trabajado juntas quince años atrás, cuando aún eran becarias del Departamento de Historia Antigua y Medieval de una universidad madrileña. Durante aquella época las dos habían competido por acumular méritos por hacerse con una plaza a la que Luz finalmente había renunciado para especializarse en historia de las religiones. Pero, a pesar del tiempo transcurrido, la conocía lo suficiente para saber que no era propio de ella retirarse de ese modo. Menos aún cuando se trataba de un proyecto que, sólo con la escueta información que le había facilitado Alfonso, se presentaba como más que atractivo. Lo suficientemente interesante para que alguien como Anabel luchara con todas sus fuerzas para llevarse el mérito de los posibles resultados.

La memoria del proyecto hablaba de una cripta descubierta bajo la Casa de las Muertes. Sólo el hecho de un descubrimiento similar en un lugar histórico y rodeado de leyendas como aquel edificio plateresco era como una golosina para cualquier historiador. Pero la construcción de principios del siglo XVI guardaba algo más que una sala secreta en sus entrañas, encontrada durante unas obras de rehabilitación por casualidad, como la mayoría de hallazgos interesantes. La cámara subterránea, que había permanecido oculta y sellada hasta la fecha, era al menos tan antigua como el propio edificio, y en su interior se habían encontrado siete cadáveres, aún sin datar, y una curiosa colección de objetos rituales. Luz estaba convencida de que ningún historiador especializado en el medioevo podía resistirse a un descubrimiento como aquel, e incluso menos aún alguien con la ambición de Anabel. Ella misma apenas podía contener la emoción por entrar en un lugar como ese, con tanta historia y tan aislado del mundo durante años, que en sí mismo era ya lo suficientemente atractivo, pero que sumado a aquella colección de objetos era como un imán para cualquier investigador. Más aún para uno ávido de reconocimiento, como seguro, seguía siendo su antigua colega y rival.

La voz del piloto a través de los altavoces anunciando la llegada a Salamanca sacó a Luz de su ensoñación. El vuelo había sido cómodo y tranquilo, y ella se había dejado cautivar por la descripción de Alfonso de las piezas halladas en la cripta, tratando de hacerse una imagen mental de ellas. No entendía por qué no le había hecho llegar algunas fotografías, pero aquellas detalladas descripciones eran suficientes para comprender la originalidad de lo que habían encontrado en la cámara oculta en el corazón de la ciudad. Dagas rituales, cálices, cruces, ropas de época, cofres con delicados tallados y otros objetos menores de los que, en algunos casos, sólo podían sospechar una posible utilidad. De entre todo ello destacaba un manuscrito, que Alfonso calificaba como una obra literaria desconocida, en el que se narraba en más de doscientos folios y en primera persona la historia de la caída del diablo, y cuyo autor había firmado con el nombre del mismísimo Lucifer. Los datos sobre el legajo se limitaban a su definición formal y sólo se describía por encima su contenido. Aún así la sola mención del nombre del eterno adversario del Cristianismo era más que un simple aliciente para alguien que, como ella, había dedicado toda su carrera profesional al estudio de las costumbres religiosas a lo largo de la historia y las sociedades. No podía comprender por qué Alfonso no había mencionado desde un principio la existencia del manuscrito y su contenido si lo que quería era convencerla para que se uniera al equipo de investigación. Sólo con eso, pensó mientras recogía y guardaba los documentos, había un argumento más que irrefutable para que tomara el primer vuelo a Salamanca que encontrara. Sintió en su cuerpo el choque violento del tren de aterrizaje contra el hormigón de la pista mientras trataba de contener la emoción por ver todos los hallazgos sobre los que acababa de leer. Especialmente aquel manuscrito, que había despertado la curiosidad que durante los últimos años había permanecido adormecida en su interior.

Al bajar del avión sintió el golpe del calor seco del centro de la Península Ibérica como una pesada losa sobre ella, pero no se permitió echar de menos el húmedo ambiente de la costa catalana al que estaba habituada, al menos no tan pronto. Tomó una larga bocanada de aire y dejó que la sequedad recorriera sus vías respiratorias y le llenara los pulmones.

El equipaje llegó rápidamente y observó que el aeropuerto estaba vacío, salvo por el grupo de pasajeros que habían llegado en su mismo vuelo, y los amigos y familiares que los habían ido a recoger. Rastreó la terminal con la mirada en busca de Alfonso, sin encontrarlo. A pesar de los años que habían pasado desde la última vez que se habían visto, estaba convencida de que lo reconocería sin dificultad y, tras una segunda mirada al conjunto de gente que esperaba la salida de los pasajeros, logró distinguirlo detrás de un ruidoso grupo de jóvenes. Caminó decidida hacia él, que la miraba con curiosidad y una enorme sonrisa. No había cambiado en absoluto, o tal vez sí, pero sin duda el cambio había sido para mejor. El pelo claro y corto, que resaltaba sus facciones, había comenzado a canear, dándole un aire interesante, y el cuerpo, igual de atlético que siempre, parecía querer desmentir el paso de los años. Se fijó en los expresivos ojos castaños, capaces de decir más que sus propias palabras, y aquella sonrisa de superioridad que revelaba que era consciente de la impresión que solía causar a los demás. En especial a la desprevenidas estudiantes universitarias a las que le encantaba encandilar. Era, exactamente, lo contrario que cualquiera imaginaría como un profesor universitario, orgulloso de su trabajo y su posición, y una de las mentes más brillantes e inquietas que jamás hubiera conocido. Pero todos aquellos pensamientos se desvanecieron al instante cuando se detuvo frente a él e, inconscientemente, dejó caer la maleta para entrelazarlo con sus brazos.

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