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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (3 page)

—Alfonso…

Luz notó que la emoción se había acumulado en su garganta al pronunciar su nombre, pero sabía que las lágrimas no acudirían a sus ojos. Alfonso la abrazó. Con una leve caricia retiró la larga melena que cubría su espalda para rozar con suavidad el final de su cuello. Justo allí donde había dejado que un
tahunga
marcara su piel, como protección, según el viejo sacerdote maorí, porque ella era la luz que atraería la oscuridad. Había sido otro rito de paso más en el que había participado, pero siempre había sentido, aunque constantemente se lo negara, que aquel día algo había cambiado en algún lugar de su interior, se había endurecido. Aquella experiencia también había estrechado aún más su vínculo con Alfonso, que había permanecido, impasible, a su lado, durante toda la larga ceremonia. Y, sobre todo, había cogido su mano con firmeza en el momento en el que realizaron los dolorosos cortes en la carne, cubriéndolos con un pastoso pigmento para crear la hermosa forma abstracta que permanecía inalterable en la piel de su espalda, con sus líneas en un intenso negro.

—Te he echado de menos —dijo Alfonso, interrumpiendo su abrazo para recoger la maleta que ella había dejado caer—. Vamos, te llevaré a tu hotel y luego, si te apetece, almorzamos y nos pondremos al día —añadió, con una enorme sonrisa, mientras pasaba un brazo sobre sus hombros.

Luz se sintió reconfortada al reconocer aquel gesto de su amigo y, por primera vez desde la muerte de David, se sintió segura. Al fin sentía que estaba exactamente en el lugar en el que debía de estar.

Por fin el profesor había comprendido que esa historia le quedaba grande y se había decidido a llamar a alguien para seguir con el trabajo. Ángel había visto a la mujer en la mente de Alfonso, sus recuerdos eran muy claros a pesar de los años, y no había duda de que sentía algo más que admiración profesional hacia ella. Tal vez por eso, pensó, le había sido tan fácil conseguir que el profesor la llamara. Seguramente, también esa era la causa del nerviosismo que se había adueñado de aquel académico engreído y orgulloso de sí mismo. Su cuidada imagen de controvertido intelectual y experimentado aventurero reflejaba a la perfección la idea que aquel hombre tenía de sí mismo, aunque nada de eso se correspondía con la realidad. Ese donjuán encantado de haberse conocido no era más que el resultado de algunos golpes de suerte y muchas horas de gimnasio. Un necio afortunado cuya mayor estupidez había sido creerse los laudos obtenidos por méritos que no le correspondían a él, sino, en su mayoría, a la mujer a la que ahora esperaba, ansioso y emocionado en igual medida.

Ángel se entretuvo saboreando las emociones del profesor, mientras seguía observándolo desde un rincón de la terminal. Inquietud, inseguridad, afecto, amistad, nostalgia y… Deseo. A lo mejor si ese deseo creciera un poco más aquella situación podría ser más divertida, pensó, pero se deshizo de inmediato de aquella idea. Se estaba distrayendo otra vez. No era el momento para divertirse con eso, ni tampoco con las aburridas sensaciones del hombrecillo vanidoso al que observaba. Pero, a pesar de su determinación, el deseo de Alfonso creció, ajeno a su voluntad. Se obligó a centrarse de nuevo en lo que ocurría en la terminal, donde el profesor estaba abrazando a la mujer que instantes antes había visto en su mente.

—No tienes mal gusto, Alfonsito —susurró.

Contempló la figura vestida de negro que se aferraba al profesor. ¿Alivio? Sí, era alivio lo que la mujer sentía en ese momento. Nada que tuviera que ver, ni de lejos, con las emociones que llenaban el alma y la mente de Alfonso, que retiraba ahora el oscuro cabello de la mujer, dejando el cuello al descubierto. Por un instante Ángel creyó que la emoción que atravesó su ser podría haber sido suya, y sus ojos brillaron con incredulidad, fijos en el dibujo que decoraba la piel de la mujer.


Tapu Tu-ka-nguhn
.

Oyó su voz sin ser consciente de haber pronunciado aquellas palabras. Una prohibición sagrada maorí para
Tu-ka-nguhn, Tu-ka-riri, Tu-whakeheke-tangata-ki-te-po
. Para Tú el de la ira desatada, el del temperamento violento, el que condena a los hombres al Infierno. Una prohibición para el Diablo. Todo su ser se tensó y una poderosa oleada de rabia de la mujer lo atravesó, concentrándose en su interior, bullendo con furia, mientras Alfonso seguía con un dedo el trazo del dibujo maorí. Y tuvo que luchar con todas sus fuerzas contra la curiosidad que crecía en su interior.

Se convenció a sí mismo de que no tenía tiempo para juegos, mientras seguía a la pareja hasta el centro de la ciudad. Entraron en un hotel y él siguió a la mujer, que se había separado de Alfonso, hasta una habitación en la que dejó la maleta. Se permitió, sólo durante un momento, observarla con atención, disfrutar de sus movimientos, ligeros y pausados, mientras se refrescaba en el lavabo. Vio como se mojaba el rostro y el cuello, y se deleitó con la precisión de los trazos del tatuaje que decoraba la parte superior de su espalda cuando ella recogió la larga melena para sujetarla en la nuca. Por un momento sintió el impulso de acariciarla, aunque enseguida alejó el pensamiento de su mente. Era absurdo. Se obligó a apartar esa molesta idea y a observar a la mujer sólo para asegurarse de que hacía su trabajo.

Siguió a la mujer hasta el restaurante del hotel, donde el profesor la esperaba en una pequeña mesa para dos. Observó mientras almorzaban y conversaban, mutuamente embelesados. Seguramente, en pocos días la añoranza que sentían el uno del otro se transformaría en algo más intenso para convertirse, con el tiempo, en la misma emoción vacía, monótona y aburrida de siempre. Sin previo aviso, una repentina oleada de rabia de la mujer lo atravesó, sorprendiéndolo, igual que había ocurrido en el aeropuerto. No entendía por qué ella podía sentir aquellas ráfagas de ira ni qué las provocaba, pero tampoco tenía tiempo para preocuparse de eso. Lo único que le importaba era llegar al manuscrito. No podía distraerse de nuevo jugando con aquellos humanos, todos igual de previsibles y aburridos. Posiblemente, si antes se hubiera tomado aquel asunto más en serio ya habría terminado todo. Se distrajo jugando con el equipo de la excavación, y sólo había conseguido retrasar la extracción del cofre. Se distrajo jugando con los políticos, y lo único que había logrado era demorar los trabajos de investigación. Quiso provocar a los investigadores, y sólo logró que disminuyera el equipo. Se equivocó al presentarse ante aquella doctora absurda y vanidosa, y únicamente consiguió que saliera corriendo hacia vete tú a saber dónde y que se detuviera la maldita investigación cuando no hacía ni tres meses que la habían iniciado. Y, después, se había entretenido tanto con la investigación policial que casi se había olvidado de por qué estaba allí. Resopló y se recostó en una silla. No se permitiría más fallos. Ni más diversión. Su única prioridad era acabar de una vez por todas con esa historia.

La pareja seguía sentada en el restaurante, hablando sin parar, recordando tediosas historias de su pasado en común, perdiendo el tiempo en lugar de ponerse a trabajar. Ahí sí que podía intervenir, se dijo. No era un juego, era una necesidad. Centró su atención en la mujer, que estaba de espaldas a él, e intentó sentir una a una todas las emociones que había en ella, rozar su alma, pero descubrió algo extraño en su interior que no comprendió. Se concentró. Sintió las mismas emociones que había sentido en ella durante todo el tiempo, alivio, nostalgia, curiosidad y dolor. Su alma guardaba un dolor inmenso. Dejó que esa sensación lo llenara y, lentamente, fueron llegando también la rabia, la ira, la desesperación y el odio que estaban encerrados en lo más profundo de su ser. Estaba completamente concentrado en ella, absorto, dejando que los sentimientos de la mujer fluyeran a través de él, saboreándolos y alimentándose de ellos, tratando de entender, hasta que algo inesperado rompió la conexión. Fue como un estallido, rápido y firme, que no había podido identificar. De pronto, se encontró mirando unos ojos oscuros, prácticamente negros, como una noche sin estrellas, y se vio a sí mismo reflejado en su interior.

—No me puede ver —pensó, y pronunció en alto aquellas palabras, automáticamente, convencido de su certeza.

Pero aquellos ojos estaban fijos en él, sosteniéndole la mirada, retándolo. Una risa siniestra escapó de entre sus dientes mientras seguía centrado en aquellos dos puntos negros clavados en él. Sabía que ella no podía verlo, ni oírlo, ni siquiera sentirlo. Lo atravesó una nueva oleada de rabia, seguida del dolor más intenso que jamás hubiera percibido en un humano. No sabía qué le pasaba a la mujer, ni cómo podía su alma albergar aquellas emociones. De inmediato, notó un cosquilleo recorrer su espalda y dejó, sorprendido, que finalmente su antigua curiosidad lo embargara. Ella era diferente. Algo en ella no era como en los demás. Había algo que no comprendía, que la hacía totalmente distinta a cualquier humano que jamás hubiera observado. Algo que lo atraía ferozmente. Y, de nuevo, sintió ganas de jugar, como hacía siglos que no las había sentido. Pero, de pronto, ella se giró, devolviendo su atención al profesor y privándolo a él de la inmensidad de sus ojos. Y él deseó ser capaz de volver a sentir para poder dejarse llevar por la rabia de verse despojado de su mirada.

Luz almorzó con Alfonso, entre risas y comentarios de antiguos recuerdos. Se sentía bien, casi feliz, como hacía mucho tiempo que no se había sentido. Desde su llegada a Salamanca el dolor que se había instalado en su pecho tras la muerte de David parecía más lejano, más llevadero. No había desaparecido, eso no ocurriría jamás, pero se había convertido en algo que quizás podría permitirle volver a sentirse viva. Alfonso había conseguido que recuperara los recuerdos de una época casi olvidada y que sintiera de nuevo ganas de reír. Aún no habían hablado de trabajo, hacía demasiado tiempo que no se veían y había muchas cosas que contar, y más aún que recordar, antes de poder centrarse en el verdadero motivo que la había llevado a aquella ciudad.

Ella habría deseado postergar el trabajo hasta el día siguiente, disfrutar de la compañía de Alfonso, pero algo había llamado su atención, provocando que se sintiera de pronto incómoda, observada. Absurdamente, había buscado en el restaurante del hotel algo que pudiera haber provocado esa impresión, aunque, por supuesto, no había encontrado nada. El salón estaba prácticamente vacío, sólo otras dos mesas estaban ocupadas frente a ellos, y los camareros se afanaban en preparar el establecimiento para la cena. Quiso desechar esa sensación, pero, en su lugar, se perdió en el vacío entre las mesas, con la vista fija en la nada, como si hubiera algo allí que la atrajera sin poder remediarlo. Un escalofrío recorrió su cuerpo y temió que el dolor, que hasta entonces había permanecido aletargado, regresara de nuevo con un estallido. Pero no pasó nada. Ningún nuevo sentimiento, ninguna punzada en el pecho que la hiciera estremecer y encogerse. Nada, salvo la inexplicable incomodidad. Se obligó a retirar la vista del espacio ocupado sólo por mesas y sillas vacías y devolver su atención a Alfonso, que la miraba extrañado. No podía ni quería permitir que el dolor y el vacío se adueñaran de nuevo de ella y, con la mejor sonrisa que pudo dedicarle a su amigo, le explicó que tenía ganas de ponerse a trabajar y de ver los objetos que le había descrito en la documentación.

—Claro, por supuesto, debería ponerte al día…

Alfonso no hizo ningún comentario sobre su comportamiento y ella lo agradeció en silencio. Lo último que necesitaba era tener que justificarse una vez más por el dolor que sentía, y sabía que el trabajo era lo único que podía distraerla lo suficiente como para evitar que la angustia regresara. Intentó concentrarse en las palabras de su amigo, que oía como un eco lejano, mientras trataba de desprenderse de las sensaciones que la habían invadido. Ignoró con todas sus fuerzas la sensación de que alguien tenía la vista fija en ella y luchó contra la necesidad de girarse de nuevo hacia la zona vacía del restaurante que llamaba su atención. Procuró centrarse en su ritmo respiratorio, como hacía cada vez que sentía que el dolor y la ansiedad regresaban, mientras intentaba aparentar que no ocurría nada. A pesar de todo, sabía que esta vez era diferente, algo en las emociones que la turbaban no era igual que el resto de veces que el agujero negro de su pecho tomaba el control de todo su cuerpo. Aunque no sabía cuál era la diferencia, y tampoco le importó cuando, al fin, lentamente, consiguió comprender las palabras de Alfonso y pudo concentrarse en ellas, centrándose por completo en lo que él estaba diciendo y volcando en ello toda su atención.

—Realmente fue una gran casualidad. Los obreros no tenían que trabajar en esa zona, pero hubo una fuga de agua de alguna vieja tubería y, cuando quisieron localizarla, encontraron el acceso a la cripta. —Alfonso hablaba rápido, emocionado con su propio relato, mientras mantenía la vista fija en ella, que se limitaba a asentir—. Luz, no te imaginas como fue entrar allí por primera vez, sentí que viajaba en el tiempo —continuó diciendo, sonriente—. La verdad es que inmediatamente pensé en llamarte para que formaras parte del equipo de investigación, pero creí que no querrías venir.

—Y entonces llamaste a Anabel —concluyó ella para evitar que él enumerara los motivos por los que no le había pedido antes que se uniera a su equipo.

—Exacto —dijo, y su semblante se ensombreció de golpe—. Ella se interesó de inmediato por la investigación y trabajó duro durante meses. Supongo que ahora sería de gran ayuda tener sus notas —se lamentó.

Luz no comprendió la reacción de Alfonso. No sabía cuánto podía haberle afectado que Anabel abandonara la investigación, aunque aquella repentina tristeza era una actitud extraña en su colega. En cualquier caso siempre cabía la posibilidad de pedirle a Anabel sus notas. Quizás había habido algo más que una simple relación profesional entre ellos y él no se atreviera a pedirle que le facilitara los avances que había realizado durante el tiempo en el que había participado en el proyecto, se dijo, y sonrió, curiosa, a pesar de la leve punzada de celos que le provocó ese pensamiento.

—Tal vez yo podría pedirle… —empezó a decir, pero Alfonso la interrumpió con un gesto de la mano.

—Luz, no quise decírtelo antes porque, en realidad, no sabía cómo hacerlo. —Negó con la cabeza, mientras seguía hablando, despacio, midiendo cada una de sus palabras—. Anabel no ha abandonado la investigación. Ella ha desaparecido. La policía está investigando, pero no parece que estén averiguando nada. Ese es el motivo por el que todo se detuvo.

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