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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (43 page)

Capítulo XII

A
STAROTH, Paimón y Zagan salieron a recibirlos y Asmodeo se situó de inmediato junto a ellos, receloso de su rango. Los tres diablos se inclinaron ante Ángel que les devolvió el saludo, sintiendo su nerviosismo e incertidumbre junto a la determinación de seguirlo, fuera cual fuera su decisión. Tenía la certeza de que si los comandantes de las mayores legiones de diablos estaban de su lado, igualmente lo estarían los más de ochenta ángeles caídos que lo esperaban, impacientes después de tres siglos de ausencia, en el interior de la antigua iglesia mudéjar de Santiago. Belial se detuvo junto a Agares, Murmur y los suyos, y él caminó, decidido, frente a ellos, dispuesto a convencerlos de que una vez más lucharan a su lado, pero, en esta ocasión, por un error que jamás debería de haber cometido, y del que ninguna manera se arrepentía porque era el que lo había llevado hasta Luz. Sintió la vista de los diablos fija en él y se concentró en ignorar las sensaciones que los agitaban.

—Sabéis que no os voy a pedir que me sigáis, nunca lo he hecho y esta no será la primera vez —dijo, volviéndose al fin hacia ellos.

Observó a cada uno de los grupos entre los que distinguió a los principales generales de los que fueron en su día coros angélicos y huestes celestiales. Se dejó caer en el escalón del altar mayor del pequeño templo, que apenas reconocía, sintiendo todos y cada uno de los espíritus de los diablos de aquella sala, recordándolos e identificando sus emociones.

—Sois libres para hacer lo que queráis, por eso estamos aquí —continuó—, pero no voy a consentir que ningún demonio, se llame Legión o se llame Judas, ponga este mundo patas arriba, y mucho menos que se haga pasar por mí.

—Has desaparecido demasiado tiempo, Lucifer —dijo Astaroth con voz firme a pesar del miedo en su interior—. De cualquier otro modo ahora no existiría el problema de Legión.

—Pero existe —la interrumpió—. Sé que ha sido demasiado tiempo, igual que sé que puedo confiar en vosotros. No tienes porque seguirme en esta ocasión Gran Duquesa —dijo, recordándole la posición que según los humanos ostentaba en el Infierno—, aunque si esto se pone feo tus tropas podrían ser de mucha ayuda.

—Te seguiré —anunció Astaroth y la firmeza hizo que su voz retumbara en las paredes—. Igual que todos nosotros. Sólo queremos saber el porqué.

Ángel se levantó y caminó hacia el altar, enfrentándolo, lleno de una ira antigua que hizo estremecer su espíritu, y se serenó al sentir sobresalir sobre las emociones de todos los demás diablos la comprensión de Semyazza, que, junto a Sahariel, lo miraba desde un lateral de la pequeña nave central, algo apartado del resto de ángeles caídos.

—La razón es la de siempre, nunca habrá otra. —Respiró profundamente y se volvió de nuevo hacia ellos, que lo miraban, sopesando cada una de sus palabras—. Los sellos de Gabriel han atado mi espíritu durante más tiempo del que pensé que fuera posible, y también vosotros habéis sentido el peso de esa nueva condena, aunque no con tanta intensidad. Esa cadena que puso el arcángel sobre nosotros no es distinta de las que ya soportamos, y de nuevo fue a causa de mi maldita soberbia —escupió con rabia las palabras, sintiendo su efecto en el espíritu de los ángeles condenados que lo escuchaban—. Y, de nuevo, no me arrepiento. Quise dar a conocer otra versión de los hechos, la nuestra. La historia que no es historia, sino nuestra experiencia, la realidad que sufrimos desde el principio de los tiempos. No debí ponerlo por escrito, darles esa ventaja, eso es todo.

Echó a andar entre los diablos, mirándolos a los ojos, sintiendo en él todos y cada uno de sus sentimientos, recreándose en ellos, permitiendo que llenaran su espíritu.

—Pero no me arrepiento, y no pararé hasta que nuestra historia también sea escuchada. Estoy harto de que sólo se sepa la versión del maldito ganador de la batalla y que encima sea constantemente malinterpretada. Estoy harto de que a cada paso, cada gesto, cada palabra, nuestra condenada esencia sea triplemente atormentada. Por eso me largué, porque no lo soportaba —dijo, deteniéndose ante Astaroth, encarándola—. Y por ese mismo motivo he vuelto. Lo que me haya encontrado al regresar es otra historia, y nada tiene que ver aquí ni ahora.

—Lo que queremos saber es si es cierto. —La hermosa voz femenina de Agares y la intensa curiosidad de todos los diablos que se encontraban en la sala lo sorprendió y se giró hacia el ángel caído que le hablaba—. ¿Es posible, Lucifer? ¿Podemos?

Un murmullo se extendió por toda la cámara y no pudo evitar romper a reír cuando comprendió las emociones que habían crecido en el interior de los diablos que lo observaban, con más curiosidad y confusión que indignación por las consecuencias de su ausencia o la inminencia de una batalla. Aquellos ángeles renegados querían saber si podían amar, si podían sentir un amor diferente del que en su día habían sido privados, si era posible para ellos enamorarse como lo hacían los humanos, como lo habían hecho los grigoris, como lo había hecho él. De pronto comprendió que esa era la gran pregunta que le planteaban, y de ahí provenía la inquietud que los atormentaba. Sus dudas no eran hacia él, sino a causa de la confusión creada por una emoción similar a la esperanza que había crecido en sus espíritus al pensar que ese tipo de amor fuera posible, que hubiera para ellos algo parecido a la salvación sin necesidad alguna de arrepentirse de ninguno de sus actos.

—Eso parece —contestó, tratando de serenarse, mientras sentía como propia la satisfacción de los dos grigoris, que observaban con atención al resto de ángeles—. Aunque creo que doscientos de nosotros ya lo habían comprobado.

—Pero ello son… —dijo Murmur, dubitativo, incapaz de pronunciar las palabras que también resonaban en la mente del resto de diablos, que consideraban a los grigoris distintos o incluso inferiores a ellos.

—¿Qué? ¿Ángeles custodios? ¿Vigilantes? —preguntó, terminando él la afirmación que el diablo no había querido concluir—. ¡Venga, ya! Ángeles al fin y al cabo. Serafines, arcángeles, tronos, potestades, dominios… ¡Como nosotros! Claro que yo tampoco lo entendía…

—Es distinto si lo has sentido tú. —La potente voz de Belcebú resonó por encima de las demás, dándole sentido al murmullo que se elevaba en la sala—. Fuiste el primero de nosotros.

—Y vosotros sois como yo, pero a menor escala —bromeó, encogiéndose de hombros, antes de echar a andar de nuevo hacia el altar—. No os puedo dar más respuesta que la que os he dado. Pero si es eso lo que realmente os inquieta, supongo que no hay más que hablar sobre la posible guerra que, por lo visto, os parece un detalle sin importancia.

—Sólo di qué quieres que hagamos y lo haremos. —Fue la voz de Barbatos la que se impuso ahora sobre el murmullo confuso de los demás, haciéndolos callar—. Si hay una manera de evitar un enfrentamiento y que se rompa el maldito sello, lo haremos. Si no, iremos a la guerra.

—Puede haberla —gritó, imponiéndose sobre las voces de los diablos que asentían por las palabras de Barbatos, más entusiasmados que nerviosos ante la posibilidad de una nueva batalla—. El manuscrito ha desaparecido y la copia que debilitó el último sello, de momento, no corre peligro. Lo único que tenemos que hacer es impedir que Gabriel llegue hasta él o a la copia antes de que Luz inhabilite el sello.

—¿Cómo lo haremos si no sabemos dónde está? —Asmodeo se levantó de golpe, excitando a los demás. Quería una nueva guerra y era evidente que estaba dispuesto a luchar por conseguirla, aunque él prefiriera evitarla, al menos por el momento.

—Es cierto, no lo sabemos —concedió—, pero estoy seguro de que podéis encontrarlo. De hecho me jugaría otra condena a que si seguimos los movimientos de Legión no tardaremos en dar con él. —Avanzó hasta los escalones y se sentó de nuevo, fijando su mirada en Asmodeo, que lo observaba, desafiante—. No lo tienen los arcángeles y, de momento, tampoco el demonio. Puede estar en manos de los humanos de Gabriel o de los idiotas que adoran a Legión, eso reduce bastante la búsqueda.

—Yo me ocuparé de los humanos —gritó Paimón y él asintió. Sus doscientas legiones de ángeles eran más que suficientes para que él sólo encontrara el dichoso manuscrito allá donde estuviera.

—Entonces el resto buscad a Legión —ordenó, levantándose, y echó a andar, sintiendo las presencias de Rafael y Miguel en el exterior—. Yo me ocuparé de los arcángeles.

—Lucifer. —La voz de Asmodeo tronó reflejando la intensidad del deseo que había en su interior.

Ángel levantó una mano hacia él en señal de respuesta, dándole la libertad que sabía que deseaba para acabar con cualquiera que considerara necesario. Si aquel maldito diablo tenía ganas de derramar sangre no sería él quién se lo impidiera, y menos aún teniendo en cuenta la ira que sentía ante la curiosidad del resto de diablos por aquellos sentimientos hacia los humanos. Unos sentimientos en los que el Príncipe del Infierno había evitado pensar durante prácticamente toda su condena, y a los que ahora se enfrentaba sin remedio.

Se sintió extrañamente aliviado cuando salió de la pequeña iglesia, dejando atrás a los diablos, y distinguió a lo lejos a Miguel y a Rafael, que lo esperaban. Ambos sabían lo ocurrido con Haniel, pero ninguno de los dos parecía estar realmente preocupado por ello. Estaba convencido de que los arcángeles tenían la clave de los ataques a Luz, aunque ni ellos mismos fueran conscientes de ello. Tomó aire, tratando de serenarse, antes de alcanzar a los dos seres sagrados, que lo miraban con una mezcla de extrañeza y satisfacción, convencidos de que sus sentimientos por Luz serían suficientes para evitar una guerra que ellos tampoco deseaban.

—Deberías estar cuidando de ella. —La voz de Miguel fue apenas un susurro cuando él llegó junto a ellos, que lo siguieron de inmediato—. No sé qué ha empujado a Haniel a desafiarte esta tarde, pero estoy convencido de que la idea no ha salido de él.

—Mal vas, Miguel, cuando los tuyos actúan a tus espaldas.

—Preocúpate de tus diablos y ya me ocuparé yo de mis ángeles.

—Eso, arcángel, sería un placer —escupió las palabras con rabia, deteniéndose y enfrentando a Miguel, que lo miraba desafiante—. Pero los tuyos parecen empeñados en ponerse una y otra vez delante de mi espada.

—No ha sido tu espada la que ha convertido a Haniel en éter —intervino Rafael, poniendo una mano sobre su hombro, queriendo tranquilizarlo—. De momento Gabriel está tratando de averiguar qué ocurre. Nosotros nos ocuparemos de que nada parecido se repita, y tú, bueno —dijo, encogiéndose de hombros—, simplemente guarda tu espada, tu furia y todo lo que haga falta hasta que sepamos qué pasa.

—Un arcángel ha intentado matar a Luz, Rafael —replicó, encarando al ser sagrado—. ¿Y pretendes que me quede de brazos cruzados sólo porque la pregonera está jugando a los detectives? ¿La misma Gabriel que fue la primera en mencionar la posibilidad de matarla tiene que averiguar qué ocurre? —Bufó, incrédulo—. Me juego las alas a que ella misma tocaría la trompeta en señal de victoria si Luz ascendiera ahora mismo al paraíso.

—¿Eso crees? —La voz de Miguel sonó más profunda de lo habitual, llamando su atención—. Qué motivo podría tener ella en querer ver de nuevo tu poder desatado y sin control posible, más ahora que el último de sus sellos ya no sirve de nada.

—Mi poder desatado… —dijo para sí mismo, casi en un murmullo.

Hacer que perdiera el control. Ese era el motivo y no otro por el que querían matar a Luz. No tenía nada que ver con el manuscrito, con los sellos que lo ataban, con las fotografías o con nada parecido. Sólo había una razón, y él conocía de sobras el sentimiento que la impulsaba, porque era el mismo que lo llenaba y alimentaba desde el principio de los tiempos, desde el mismo instante en que, tras su caída, substituyó al dolor y a la rabia. La ira tenía como consecuencia inmediata el deseo de venganza. Hubiera querido advertir a ambos arcángeles de que esa era la causa que perseguían, la venganza, meditada y orquestada desde la frialdad que sólo proporciona la furia acumulada pacientemente. Y sólo había un ser en todo el Paraíso que deseara hasta tal punto devolverle el golpe, como había dicho Rafael, sólo que en ningún momento se había detenido a pensar en la intensidad de ese deseo, de la rabia escondida en su interior. Una ira inmensa que no debería existir en ningún ser sagrado que no hubiera sido desterrado del Paraíso. Pero no pudo explicarles nada de aquello, ni siquiera sabía si Rafael había podido llegar a intuir el hilo de sus pensamientos, porque, antes de ser consciente de ello, su cuerpo, empujado por una fuerza como nunca antes había sentido, se había puesto en movimiento. Una certeza, gritándole desde lo más profundo de su ser, había hecho desaparecer el mundo y había dejado en su mente un único pensamiento. Luz.

El timbre del teléfono móvil la despertó y tardó un instante en recordar donde estaba. El cansancio le había pasado factura y se había quedado dormida, aún vestida y tendida sobre la cama. Sacó con esfuerzo el teléfono, que seguía sonando en el bolsillo de su pantalón, mientras se estiraba para encender la luz. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había llegado al hotel, pero parecía bien entrada la noche y estaba convencida de que aquella llamada no era de Ángel, que todavía no había regresado para liberarla de su encierro.

—Buenas noches, señora Martín. —El saludo del inspector Sánchez la sorprendió al otro lado de la línea cuando descolgó—. Disculpe que la llame a estas horas, pero necesitamos que venga de inmediato a la comisaría.

—¿Ahora?, pero…

—Es urgente, señora Martín —la interrumpió el inspector.

—Lo cierto es que ya estaba durmiendo y estoy segura de que podrán esperar a mañana. Si quiere a primera hora…

—No podemos esperar. —La voz al otro lado de la línea le resultó extrañamente autoritaria y se incorporó prestando más atención a sus palabras—. Pero sí podemos tramitar una detención rutinaria si usted se niega a venir.

—Está bien —concedió, dispuesta a acabar con aquello por las buenas y cuanto antes, pero intentando darle algo más de tiempo a Ángel para que regresara—. Estaré allí en una o dos horas.

—Si le parece bien mandaré un coche a recogerla ahora mismo ¿sigue alojada en el mismo hotel?

—Sí, pero tardaré…

—En diez minutos estará allí el coche —dijo el inspector, de nuevo sin dejarle terminar de hablar—. Nos vemos dentro de un rato.

Sánchez colgó sin darle oportunidad alguna de protestar, y se resignó a acatar aquella orden, que nada había tenido que ver ya con la petición amable del inicio de la conversación. Pero, a pesar de lo extraño de esa llamada, y de la urgencia por llevarla a la comisaría, no podía pensar más que en Ángel, que, seguramente, encontraría la habitación vacía cuando llegara. Decidió dejarle una nota explicándole lo ocurrido y mencionando claramente que el inspector había amenazado con arrestarla. Antes que enfrentarse a un ataque de rabia porque hubiera abandonado la habitación del hotel antes de su llegada, prefería admitir que no le apetecía en absoluto que fueran a buscarla para llevársela, tal vez esposada, en mitad de la noche.

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