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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (44 page)

El reloj marcaba las dos y diez de la madrugada cuando abandonó el hotel y salió para encontrar el coche de policía que ya la esperaba en la entrada. Los dos agentes uniformados del interior la saludaron con frialdad, invitándola a entrar, y la llevaron rápidamente a la comisaría, sin dirigirle ni una sola vez más la palabra. La curiosidad por la razón de la urgencia por verla crecía por momentos en su interior, pero no se le ocurría ni un sólo motivo para justificarla. Los agentes la condujeron directamente al mismo cuartucho en el que la habían interrogado en la última ocasión, pero esta vez el inspector Sánchez ya la esperaba en el interior, igual de desaliñado y con el mismo aspecto de cansado que en las ocasiones anteriores en las que se habían encontrado.

—Tome asiento, por favor —indicó el inspector, y su voz tuvo el mismo tono autoritario que había oído por teléfono. Ella obedeció, dispuesta a enfrentar aquella situación de la mejor manera posible—. Esta tarde ha aparecido el cuerpo sin vida de Anabel Ruiz. Hace escasas horas que disponemos de la identificación oficial, y aún no hemos comunicado la noticia a sus familiares. No obstante, necesitamos su ayuda con esto, señora Martín.

Luz lo miró aturdida, incapaz de asumir lo que aquel hombrecillo extrañamente seguro de sí mismo le explicaba, y él situó ante ella un par de fotografías.

—Nos ha sido imposible localizar al doctor Vázquez, pero estoy convencido de que su opinión sobre el tema es más que cualificada —continuó diciendo Sánchez, colocando ante ella nuevas fotografías, formando un enorme mosaico en el que no se sentía capaz de concentrarse—. El cuerpo de la señorita Ruiz apareció desnudo y con graves lesiones superficiales que, aún a falta de autopsia, se descartan como causa de la muerte. Le ahorraré esos detalles, pero este es el escenario donde los agentes encontraron el cadáver.

Sus ojos recorrieron el puzzle que formaban las fotografías, queriendo evitar enfrentarse a la imagen que recreaban. Estaba demasiado confundida y asustada para pensar en la noticia que acababa de darle aquel hombre, más insensible y frío de lo habitual, y se sentía aún menos preparada para analizar la escena de unos hechos que apenas podía digerir. Pero su vista se centró inesperadamente en algo que llamó su atención, obligándola a mirar detenidamente la terrible escena que recreaban las fotografías. En el centro de la composición, partido en dos mitades, cada una en una fotografía distinta, un enorme sello dibujado en rojo sobre una pared pintada de negro resaltaba en mitad de la escena, dándole un aspecto tétrico y siniestro que a ella en cambio le resultó aterradoramente esclarecedor. No tenía ninguna duda, era un sello demoníaco, similar a los que aparecían en las fotografías del piso de Marcos y a los que tantas veces había visto en grimorios medievales, aunque con algunas diferencias con ambos casos. No había en aquel enorme símbolo rastro alguno de alfabeto celestial, ni de Malaquías, ni de los habituales caracteres hebreos, sólo números en el lugar que deberían ocupar las escrituras mágicas. Repasó de nuevo uno a uno los detalles de aquel enorme círculo rojizo, pero, a pesar de la sutil diferencia, no le cabía duda de la naturaleza del dibujo. Siguió mirando la escena grotesca que mostraban las imágenes y descubrió nuevos sellos, más pequeños, sobre una especie de altar de piedra ensangrentado, y se estremeció al pensar que allí debían haber encontrado el cuerpo de Anabel.

—Puedo ofrecerle un vaso de agua, si lo desea —dijo el inspector, llamando su atención.

Luz simplemente asintió, incapaz aún de decir ni una sola palabra, de asimilar la escena macabra que contemplaba y el despropósito que reflejaba. Oyó la puerta del cuarto cerrarse mientras buscaba en aquellas imágenes algún detalle, alguna pista, que pudiera indicarle qué había detrás de esa escena, más allá de la evidente crueldad que con todas sus fuerzas trataba de ignorar. La enorme habitación retratada no tenía más decoración que el grotesco altar y los símbolos mágicos dibujados en prácticamente todas las superficies, pero nada de aquello le decía absolutamente nada, salvo que algún perturbado estaba detrás del crimen que se había cometido con una finalidad que sabía imposible.

—Aquí tiene —dijo el inspector, sorprendiéndola porque no lo había oído entrar. Tomó el vaso con agua que Sánchez le ofrecía y bebió un sorbo—. Pensamos que podría estar relacionado con el manuscrito robado y también con la desaparición de su colega Marcos.

—¿Han encontrado alguna pista sobre él? —preguntó, con voz temblorosa, y bebió agua nuevamente, intentando tranquilizarse.

—Teníamos la esperanza de que esos símbolos pudieran arrojar algo de luz sobre el tema —explicó el inspector y ella asintió—. Son similares a los hallados en el piso del señor Vicente y, por lo que Alfonso Vázquez y usted nos contaron, también a ciertos signos que aparecían en el manuscrito desaparecido.

—Hay algunas variaciones que no comprendo —dijo, tratando de concentrarse—. En todos estos símbolos suele aparecer escritura, en un alfabeto u otro, que representa el nombre de la entidad a la que se quiere invocar. Y así ocurría en las imágenes que me mostró del piso de Marcos, aquí, en cambio —indicó girando hacia el inspector las imágenes centrales en las que se distinguían las dos mitades del sello más grande—, son secuencias numéricas las que ocupan ese lugar.

—¿Y eso qué significa? —preguntó él, inquieto, fijando en ella la mirada con una seguridad que la sorprendió.

—No tengo ni idea —confesó.

Situó de nuevo en su lugar las fotografías, dispuesta a analizar otra vez aquellos símbolos en busca de una pista o señal que pudiera indicarle una posible relación con algo que conociera, pero se sintió extrañamente cansada e incapaz de centrarse. Se llevó una mano a la frente, queriendo forzar una concentración que le parecía imposible de alcanzar. Había sido un día duro y largo, y aquella noticia, junto a las imágenes del lugar en el que habían encontrado muerta a su antigua compañera, era mucho más de lo que podía asimilar en tan poco tiempo. El cansancio dio paso a un repentino mareo que confundió su visión, nublándola, y sintió como si todo se moviera a su alrededor. Oyó la voz del inspector Sánchez, lejana y amortiguada, pero no pudo comprender sus palabras. Quiso reponerse, luchó contra el malestar, pero su cuerpo no respondía, y se derrumbó sobre unos brazos, que la levantaron. Oyó pasos y palabras, golpes sordos y secos, antes de que su vista finalmente fallara por completo y todos los sonidos desaparecieran.

Algo golpeó con fuerza su cabeza y el dolor rebotó en su interior, esparciéndose y multiplicándose por todo su cuerpo hasta convertirse en un murmullo sordo y lejano. Quiso llevarse la mano a la frente para amortiguar el dolor, pero no pudo moverse. Su cuerpo parecía adormecido, inerte, y el ruido que había comenzado como consecuencia del dolor creció en intensidad, aclarándose, hasta convertirse en voces sin sentido y, finalmente, en palabras. Luchó por abrir los ojos mientras trataba de encontrar el significado de lo que oía, hasta que comprendió que aquellas frases lejanas eran pronunciadas en un pésimo latín. Se esforzó de nuevo y consiguió entreabrir los párpados y enfocar la mirada. Un grupo de personas estaban situadas en círculo y repetían una y otra vez las mismas palabras. «
In nomine dei nostri Satanas Luciferi excelsi potemtum tuo mondi de Inferno, et non postest Lucifer Imperor Rex Maximus…
» Hubiera deseado protestar, corregir su pronunciación incorrecta, pero una voz familiar y solemne lo hizo en su lugar. Alfonso habló sobre el resto de voces, que se convirtieron en un leve murmullo, pronunciando al fin correctamente aquella oración. Al instante las voces repitieron sus palabras, con una ferviente entonación, otorgándoles una musicalidad que le pareció siniestra. Quiso llamar a Alfonso, pedirle que la ayudara, pero la voz no salió de su garganta. Seguía sin poder moverse ni hablar, su cuerpo no respondía a sus deseos y sólo podía permanecer en silencio, inmóvil, y observar. Recorrió con la vista la enorme sala en la que se encontraba y reconoció de inmediato en la pared frente a ella un símbolo familiar, pero no fue capaz de saber a qué le recordaba o dónde lo había visto con anterioridad.

Un nombre acudía una y otra vez a su mente, algo que estaba relacionado con aquella peculiar cantinela en latín que parecía haber perdido el sentido de tanto ser repetida. Un nombre arcaico, antiguo, que la hacía sentir segura, viva. Repasó con la vista los rostros de los hombres y mujeres que estaban frente a ella, ninguno la miraba, como si no pudieran verla. Toda su atención parecía puesta en algo frente a ellos que no podía ver por los cuerpos de los hombres que le daban la espalda. Junto a Alfonso reconoció a una mujer rubia y delgada, pero no pudo recordar de qué la conocía, y también al inspector de policía, pero nadie parecía verla. Ningún otro rostro le era familiar, aunque se sentía tranquila porque en cuanto Alfonso o el inspector Sánchez se percataran de que ella estaba allí la ayudarían, sólo debían levantar la vista y la verían. De hecho, deberían haberla visto ya, pero parecían sumamente ocupados en pronunciar una y otra vez aquellas frases que iban creciendo en intensidad y cobrando un nuevo significado en su mente.

El círculo de gente se abrió de pronto, a la vez que Alfonso pronunció casi en un grito unas nuevas palabras. «Salve Satanas, Salve Lucifer, Salve Belcebú, Salve Leviatán». Aquellas palabras fueron repetidas cada vez con más fuerza y el grupo de gente se apartó, agachándose, sin dejar de gritar con exagerada solemnidad una y otra vez las mismos nombres. Quiso gritar cuando vio a Marcos sobre un siniestro altar de piedra, desnudo, maniatado, ensangrentado, y con los ojos desorbitados, mirándola, como si con aquel gesto pudiera decirle algo de suma importancia. Pero ella no podía pensar, ni moverse, ni hablar, sólo contemplar atónita la espeluznante escena mientras la musiquilla que formaba en su mente la repetición de aquellas palabras se fundía en un eco lejano, cada vez menos claro. Vio a Alfonso levantar con rabia un enorme cuchillo y de nuevo quiso gritar cuando lo clavó en la espalda de Marcos, que lanzó un terrible alarido antes de derrumbarse sobre el enorme bloque de piedra que formaba el altar, marcado con símbolos demoníacos, que esta vez identificó al instante.

Todo en su cabeza cobró en un instante un nuevo significado, macabro y aterrador, y recordó las fotografías que le había enseñado el inspector del lugar en el que habían encontrado el cuerpo sin vida de Anabel. Estaba en esa misma sala que, de pronto, se llenó de una luz rojiza. Un murmullo se elevó del círculo de gente, que seguía agachada, y se entremezcló entre saludos y alabanzas, llamando su atención y anulando de nuevo cualquier pensamiento.

—¡Ave, Lucifer! —dijo una voz de mujer.

Aquel grito llevó a su cabeza una imagen, un rostro, un olor a madera, sándalo y tabaco, el tacto de una piel, el calor de unas sombras, rozándola. Ángel. Pero no era un ángel lo que veía sobre el altar en el que yacía el cuerpo sin vida de Marcos, sino todo lo contrario. Un ser inmundo, retorcido, una bestia más animal que humana que se erguía frente a ella, fijando en los suyos sus dos terribles ojos encendidos, completamente rojos, sin iris ni pupila, a la vez que elevaba una mano en un gesto acusador y lleno de rabia.

—Ella —gruñó la bestia, señalándola, y el corazón se le desbocó.

De nuevo quiso luchar y chillar, moverse, pero no pudo más que observar cómo Alfonso, al instante, la señalaba y dos hombres de los que le daban la espalda se incorporaban y caminaban hacia ella, decididos a entregarla a la bestia que mostraba sus dientes puntiagudos desde el altar de piedra. No sintió la presión de las manos de ambos hombres cuando la cogieron y elevaron, dispuestos a cumplir sin más aquella orden que no comprendía, pero, de inmediato, un golpe terrible retumbó en las paredes de la sala y una explosión de luz azulada lo llenó todo, reconfortándola enseguida.

Oyó a la bestia gruñir con fiereza sobre el altar antes de desaparecer en mitad de una hermosa niebla oscura y violeta, seguida de los alaridos de los hombres y mujeres que continuaban alrededor del altar. La niebla que acababa de engullir a la bestia se extendió rápidamente por la sala, llegando hasta ella, rodeándola y acariciándola, proporcionándole una seguridad y un calor que recordaba, y que de inmediato despertó el resto de recuerdos agolpados en su mente entumecida, atemorizándola y tranquilizándola al mismo tiempo, llenándola de fuerza para obligar a su cuerpo inmóvil a incorporarse.

—Lucifer —consiguió susurrar, y las sombras que la envolvían se aferraron con más intensidad a su alrededor, pero él no respondió—. Ángel —llamó de nuevo, con un hilo de voz.

—Yo soy el único ángel que verás de cerca hoy. —Una voz femenina respondió a su llamada, desconcertándola—. Uno de verdad, no como ese renegado —escupió la voz, al tiempo que una hermosa mujer se materializaba ante ella, sonriendo, terrible.

Fue incapaz de reaccionar ante la belleza del ser alado que había aparecido de la nada ante sus ojos. Reconoció de inmediato las enormes alas doradas, hechas de luz, idénticas a las del arcángel que había tratado de matarla en los túneles. Quiso sentir miedo pero no podía más que seguir embelesada por la increíble apariencia de aquella mujer rubia, de hermosura imposible, que mantenía en ella fija una mirada de ojos verdes y luminosos, mientras su piel parecía brillar con la misma intensidad que sus alas.

—Eres la zorra del Diablo, querida. —La mujer alada se acercó a ella, aproximando a su cuello una espada cuya hoja estaba hecha de la misma luz dorada que la hipnotizaba y ahora también la quemaba—. No es nada personal, morirá tu cuerpo, pero salvaré tu alma.

—¡No! —Ángel gritó desesperado, sobresaltándola, y ella por primera vez sintió el miedo crecer en su interior, o era tal vez el miedo de Ángel el que sentía, sobrecogiéndola, ahogándola, y haciendo que su corazón se encogiera.

—¿No? —chilló el arcángel que la sostenía con una voz aguda y estridente, nerviosa, volviéndose hacia Ángel, sin soltarla—. ¿Qué harás Satanás? ¿Matarme y a la vez matarla a ella? —Rió—. Me sirve. Mátanos a ambas.

Ángel avanzó hacia ellas, despacio, soltando su espada mientras las sombras que habían llenado la estancia retrocedían envolviéndolo y enredándose en su cuerpo, tenso y hermoso, con las enormes alas negras de nuevo replegadas a su espalda.

—¡Quieto! —ordenó el hermoso ser de luz que la agarraba, presionando con fuerza la espada contra su cuello. Sintió la piel arder con un escozor terrible que arrancó un grito de su garganta, pero la mujer alada no se inmutó—. Si das otro paso te juro que además le dolerá, y tú no quieres eso ¿verdad?

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