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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (38 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—Y te condenó por ello —concluyó.

—Me encantaría decirte que sí, pero no puedo mentir…

—¿No puedes mentir? —dijo, casi con un gritó al pronunciar esa frase, y Ángel detuvo su inquieta andadura ante su reacción para mirarla fijamente de nuevo—. Tenía entendido que eras el Padre de la Mentira —explicó, casi excusándose.

—No te creas todo lo que oigas, no es en eso en lo que consiste la fe —bromeó él, aunque no pudo esconder la pena que había detrás de sus palabras—. Aunque sí, yo os enseñé a inventar, a crear y a imaginar. La aplicación práctica que le soléis dar a ese conocimiento es lo que me ha convertido en el padre de algo que me es totalmente ajeno.

—¿No puedes mentir? —repitió ella, sin poder ocultar aún su incredulidad.

—Ya te lo he dicho antes, sigo siendo lo que soy. Mi naturaleza no me lo permite, me es del todo imposible. Y créeme, es algo que no soporto. Pero es así. Condenado, sí, pero ángel al fin y al cabo, para mayor tormento.

—Si no te condenó por eso… —dijo, animándolo a continuar y tratando de disimular su sorpresa.

—Eso fue el inicio de todo, pero no lo único —explicó, y ella asintió—. Yo no lo sabía, pero al romper mis propias ataduras, rompí también las del resto de ángeles. Los liberé. Lo que pasó después no fue agradable, pues, libres como eran, comenzaron las disputas entre ellos. Cuando regresé ya había comenzado la Primera Guerra.

—Así que sí hubo guerras —dijo y no pudo evitar que cierto tono de reproche se filtrara en su voz.

—Dos, para ser exactos —contestó él—. Omitir y mentir no es lo mismo —añadió con burla.

—Entonces, no las iniciaste tú —dijo, pensando en voz alta.

—Depende de cómo se mire. Yo no estaba cuando empezó la primera, y para cuando hubo la segunda yo estaba retorciéndome de dolor en mi propia agonía. —Su voz era de nuevo dura e irónica pero el dolor que se filtraba en sus palabras la atravesó como una puñalada—. No obstante, si yo no hubiera liberado a los ángeles de sus ataduras, nunca habría comenzado guerra alguna entre ellos. Fuera como fuere, cuando llegué me encontré con un montón de ángeles que me ensalzaban como su liberador y otro montón, aún mayor, evidentemente, que pedían mi cabeza en una bandeja de plata. Y fue una sangría. —La pena y el dolor se evidenciaron en su rostro al pronunciar aquellas palabras, sobrecogiéndola—. Yo aún no comprendía qué me había sucedido, no sabía hasta qué punto había aumentado mi poder ni cómo éste era, aún es, debo decir, capaz de cegarme. Tampoco fue de gran ayuda que Él me hubiera dado la maldita arma más mortífera que consiguió, al menos para mis manos —dijo, señalando con un gesto rápido la espada que ella tenía aún entre sus manos y que aferraba ahora con fuerza—. El único capaz de pararme fue Miguel. Hay que ver cómo pelea ese maldito arcángel. Sin él mi condena hubiera sido menos llevadera, siempre es de agradecer tener un contrincante a la altura de las circunstancias. Pero aún así, cuando Él le otorgó a Miguel el poder para detenerme, ya era demasiado tarde.

Ángel se quedó en silencio, con los ojos fijos en ella, pero con la mirada perdida, llena de pena por sus recuerdos.

—Supongo que esto se suma también a la lista de pruebas a favor de tu teoría del plan divino —aventuró Luz, tratando de alentarlo a continuar.

—Por supuesto —contestó, con un nuevo brillo en su mirada, perdida ya toda tristeza y recuperando el tono terriblemente sarcástico de su narración—. No dudo de que Él, en el instante que me creó, siendo como me hizo, sabía perfectamente que acabaría rompiendo mis ataduras y con ellas las del resto de los ángeles, que os daría el conocimiento, que aumentaría mi poder hasta…, bueno, no lo he comprobado. También sabía el efecto que eso tendría en mí y en el resto de ángeles y sus consecuencias.

—Entonces por qué…

—Esa es la eterna pregunta que yo no me canso de hacer y que Él se niega a contestar —la interrumpió, parándose frente a ella—. Aunque, en realidad, hace ya mucho que no contesta a nada.

—¿Qué ocurrió después?

—Bueno, el desastre ya estaba hecho —admitió él, con tremenda frialdad—. Así que sólo me quedaba pedir perdón y arrepentirme. Y así lo hice.

Luz lo miró sorprendida, incapaz de decir nada, asombrada y a la vez convencida de la certeza de sus palabras.

—Claro que pedí perdón —dijo, casi con un gruñido, indignado—. No soy un monstruo, Luz. O no lo era, ahora eso ya no lo tengo tan claro. Pedí perdón y lloré y me arrepentí por todos los seres a los que había matado. Eran mis hermanos…

Se quedó de nuevo callado, con la vista perdida y un inmenso dolor reflejado en el rostro. Estaba delante de ella, apoyado con una rodilla en el suelo, con aquel gesto irreverente y lleno de elegancia, y en ese momento ya no pudo dudar ni por un instante de su naturaleza. De hecho, no podía comprender cómo no se había dado cuenta antes de ello. Nada en aquel ser, de belleza sobrenatural, parecía ni remotamente humano. No desprendía luz, como el ángel al que había visto morir entre sus brazos, ni salían dos enormes alas de su espalda, pero no era en absoluto necesario. Su sola presencia era majestuosa y terrible, igualmente llena de hermosura y dolor.

—Pero eso no era suficiente —continuó él, con un hilo de voz—. No era lo que Él quería. —Súbitamente se levantó y su aspecto le pareció aterrador. Toda la divinidad que antes había visto en él se había convertido ahora en amenaza, en ira—. ¡Por supuesto que no! —gritó y su voz sonó profunda y dura, casi como un gruñido desesperado—. Él quería que me arrepintiera de lo que había hecho con absoluta convicción. Que pidiera perdón y mostrara arrepentimiento por haber roto las cadenas que nos ataban a nosotros y haberos otorgado el mejor de los dones a vosotros. Evidentemente que me negué. De ningún modo podía arrepentirme por hacer aquello que consideraba justo y correcto.

—¿Y fue justo y correcto como creías? —preguntó Luz, mostrando de nuevo un valor que no sabía que poseía.

—Es pronto para opinar —respondió, repentinamente animado, al tiempo que volvía a su lado para arrodillarse ante ella del mismo modo que antes—. Por supuesto, no me lo ponéis fácil. Él tampoco ayudó con la estúpida idea de enviar una y otra vez mensajeros y profetas.

—¿Cristo? —preguntó, y la incredulidad y el asombro se filtraron en su voz a pesar de su esfuerzo por disimularlos.

Ángel Bufó.

—Son innumerables, y ese fue sólo uno más, que, por cierto, fracasó con más estrépito que otros —dijo, sin ocultar su indignación.

—Traté de explicarle que era una pésima idea, pero, por supuesto, no me hizo ni caso —añadió, con un ademán despectivo.

—Él os creó y os conoce, pero no os comprende. Al menos, no tanto como yo. Estaba obsesionado con redimiros por el mal que sufríais por mi causa —explicó, quitándole importancia con un gesto a sus propias palabras—. Claro que la causa de ese mal puede ser motivo de debate…

—Espera un momento —lo interrumpió Luz, súbitamente—. En tiempo de Cristo, o de cualquiera de esos otros profetas, tú ya habías caído. Quiero decir…

—Sí —respondió él, que claramente había notado su incomodidad—. Ya había caído. Pero ya te he dicho que el tiempo en realidad no existe como tal más que aquí. Su decisión fue inmediata, aunque no el acto en el mundo.

—Entonces ese fue el motivo —aventuró, queriendo comprender.

—Curiosa e impaciente hasta el extremo. —Ángel sonrió, divertido, pero de inmediato su rostro se endureció de nuevo—. Sí, fue por Su absurda idea de dar órdenes, mandamientos, guías… junto con otras absurdas ideas similares.

—No lo entiendo —murmuró—. Quienes creen en Cristo piensan que redimió al hombre…

—Ya te he dicho que la fe no consiste en creer todo lo que oigas —la interrumpió, levantándose pensativo antes de empezar a caminar de nuevo de un extremo a otro de la sala—. Esa era Su idea, sí, la de la absurda redención. Debo admitir que mi don tuvo consecuencias inesperadas. Reconocerás que podéis llegar a ser un verdadero desastre. Sois capaces de sentir el amor más puro y absoluto y a la vez generar la peor de las destrucciones. Y, en efecto, al igual que ha habido una parte positiva en que obtuvierais la capacidad de conocer, también ha habido otra negativa igual o incluso mayor. Pero daros ideas para incrementar las consecuencias negativas no me parecía en absoluto un buen plan. Y no lo fue.

Ángel se interrumpió súbitamente, antes de continuar hablando más deprisa y con más rabia mientras ella lo observaba, incapaz de interrumpirlo.

—Yo sabía que si hay algo que no toleráis son las pautas, las directrices o las pistas, si quieres llamarlo así. Sois tozudos en extremo, y en ocasiones os cegáis por unas limitaciones que os imponéis y en realidad no existen. Si podéis pelear y destruir por algo tan absurdo como un pedazo de tierra, qué no haréis por una idea si creéis realmente en ella. Intenté hacérselo entender, pero, por supuesto, no me escuchó. Nunca escucha —escupió con dureza—. Y primero fueron enviados y profetas, luego aparecidos, más profetas, más aparecidos, más enviados… —La burla y la rabia se mezclaban de nuevo en su voz—. Cada intento, definitivamente, peor que el anterior. Con cada idea lanzada sobre vosotros, con la mejor de las intenciones, se desencadenaban las peores consecuencias. Reconocerás que las peores guerras y matanzas han tenido y tienen siempre algo que ver con el tema. También que lo último que necesitáis es más división, y eso es lo que ocurre cada vez que se os lanza un mensaje, el que sea. No veis el conjunto, por obvio que parezca, os quedáis en la mera diferencia. Cientos de religiones, unas con más aciertos que otras, pero, por cierto, ni una sola verdadera, que implican iguales motivos para la disputa, la guerra, la destrucción…

—Has dicho que es omnipotente —empezó a decir a la vez que las ideas se formaban en su mente—. Que todo lo sabe desde el inicio. Que tiene un plan —continuó, dudando—. Entonces todo esto también debía saberlo, tiene que ser parte de ese plan…

—¡Por supuesto! —gritó él, al tiempo que levantaba los brazos y la cabeza como si quisiera clamar al cielo—. Pero que multiplique por mil mi maldita condena si tengo idea de cuál puede ser.

—¿Él es…? —dudó, sin saber cómo expresar con palabras lo que quería preguntar—. ¿Es bueno?

Ángel se giró, mirándola con los ojos llenos de tanta ternura que la impresionó. Se acercó a ella, lentamente, con precaución, y se sentó a su lado. Llevó una mano junto a su rostro, para acariciarla, pero la retiró antes de llegar a tocarla.

—La bondad es un concepto humano —dijo con suavidad—. Igual que la maldad. Pero entiendo qué quieres decir y también esa inquietud que ha crecido en tu interior y que tú no comprendes. —Sonrió, travieso—. Y sí, se le puede aplicar ese concepto, de un modo que no soy capaz de hacerte entender, pero sí, Él es bueno.

Ángel se quedó un instante en silencio, como si pudiera leer en sus ojos la pregunta que ella no osaba formular y que él parecía no querer responder. Suspiró.

—Sí —dijo, al fin— también a mí se me puede aplicar, en los mismos términos, el concepto exactamente contrario. Lo siento.

—¿Lo sientes?

—No he dejado de sentirlo ni durante un maldito instante de mi condenada existencia. —Se recostó contra la pared apoyando la cabeza y fijando la mirada perdida en el techo de la cámara—. Y este es, de todos, el instante en el que más lo siento, porque te he encontrado y de igual modo te he perdido. Supongo que te perdí en el mismo instante en que te hallé, aunque eso me duela más que el propio hecho de perderte.

Luz no entendía a qué se refería, pero no podía más que mirarlo, sumido en sus propios pensamientos.

—Desde el instante en el que Él me retiró su Gracia, lo sentí, pero no imaginaba cuánto podía crecer aún más el dolor cuando dejó de hablarme —continuó él—. No tengo igual, Luz. Lo más parecido a mí era Él, y aún así os extrañáis de que quisiera que compartiera conmigo su poder —dijo, moviendo lentamente la cabeza—. No os culpo, no lo entendéis. Pero cuando me dejó solo el dolor fue indescriptible. La soledad fue absoluta hasta que te encontré a ti, que ni siquiera eres consciente de lo especial que eres. Eres lo más parecido a mí que he encontrado jamás.

—¿Le echas de menos? —preguntó, y su voz fue apenas un leve murmullo.

—Cada instante, con cada parte de mi ser condenado —confesó—. Hasta que te encontré.

—¿Por qué?

—No lo sé. —Ángel tenía ahora los ojos cerrados, con la cara elevada aún hacia el techo. Parecía extremadamente cansado, cargado con una vieja y pesada fatiga—. Tal vez eres sólo una parte más de mi condena… Tal vez eres…

Esperó en silencio a que continuara pero él permaneció inmóvil, pensativo y sin hablar.

—¿Qué? —preguntó ella al fin.

—Parte de Su plan —las palabras salieron en un leve hilo de voz, pero llenas de una rabia inmensa, atroz.

Ambos permanecieron en silencio, sentados el uno junto al otro, sin moverse. Luz quería seguir interrogándolo, sus dudas eran inmensas. Todo su mundo, todo lo que conocía, todo lo que creía, se había derrumbado antes sus propios ojos en aquella cámara subterránea. Sus sentimientos eran confusos y encontrados, y era incapaz de comprenderlos, porque no se parecían a nada que hubiera experimentado jamás. Tenía miedo, no del ser que tenía al lado, sino del mundo desconocido que acababa de descubrir y al que creía que no estaba preparada para enfrentarse. Se sorprendió a sí misma sintiendo de pronto un inmenso temor hacia Dios. Ella, que nunca había creído en Él, ni en nada, que había dedicado la mayor parte de su vida a defender, precisamente, su inexistencia, estaba en aquel momento aterrada por las consecuencias. Aunque, rápidamente, ese temor dejó paso a otro sentimiento, más profundo y sobrecogedor, y se descubrió preguntándose qué sentía por aquel ser, que seguía inmóvil a su lado. Había evitado plantearse esa pregunta con todas sus fuerzas desde el primer día que lo vio, y entendió que era porque le daba miedo la respuesta. Pero en aquel momento esa respuesta era aún más aterradora de lo que jamás hubiera sospechado.

—Lucifer —acertó a decir, casi en tono de súplica, y sintió el estremecimiento que la recorría al pronunciar aquel nombre, que implicaba aceptar la naturaleza del ser que tenía al lado.

—Lo sé —respondió él con suavidad, adivinando sus palabras, o tal vez sintiendo en su ser sus sentimientos—. Y no sé qué hacer al respecto. —Rió, quedamente, sin ganas—. ¡Oh, sí, sé lo que haría! No lo dudes. Te haría mi reina —dijo con seriedad—. Te daría cualquier cosa que me pidieras, te colmaría con todos los placeres y te tendría a mi lado por toda la eternidad. —Bajó la cabeza y fijó sus ojos verdes y sinceros en ella, conmoviéndola—. Pero, por primera vez en toda mi existencia, hay algo que me preocupa más que mis propios deseos.

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