Authors: Miguel Aguilar Aguilar
Me gustaría decirle que nunca le he querido, tener un hilo de voz para indicarle el camino a la mierda, tener libre mi mano un instante para darle una última bofetada. Quisiera disponer de mis últimos momentos con la mente lo suficientemente despejada para recibir a la muerte. Vuelven las sombras, las risas, ¿quiénes sois? ¿Qué pasa aquí? No puedo moverme, ¡no puedo moverme! Mis miembros no responden, ¿acaso ya estoy muerta? No, aún no: todavía controlo mis ojos.
Mi locura me está maltratando también, se ha unido al juego, ahora hace que las risas vengan de Pedro. Le hace moverse, desperezarse, levantarse; hace que venga hacia mí, me sonría, se frote el brazo, me hable:
—¿Te ha gustado?
Me gustaría un poco de resuello, el suficiente para mandarlo al carajo. Ojalá mi mirada sea lo suficientemente clara para que lo entienda. No son formas de jugar con nadie, has estado a punto de matarme.
No sé por qué sonríe el muy estúpido, por qué me acaricia el rostro, por qué me besa en la frente, por qué no me desata, por qué se va riéndose.
Antes de ponerme las lentillas era un pegote pardo en el espejo, por un momento me pareció una amorfa e inesperada verruga en mi mejilla izquierda. Una vez dominada la hipermetropía, se reveló en el espejo, con sus seis patitas, sus largas antenas, su coraza marrón. Se resbalaba poco a poco en la tersura del cristal, andaba un poco, se detenía y volvía a deslizarse. El primer impulso, después de saltar hacia atrás, fue el de aplastarla, pero intuía que de un zapatazo podría romper el espejo. Casi inmediatamente me di cuenta de su indefensión, de la imposibilidad de escapar, y la observé con curiosidad.
La cucaracha movía lentamente las antenas ante ella misma, aunque en realidad tan sólo ejecutara una danza al unísono con la otra cucaracha, de patas heladas y resbaladizas, que seguía sus movimientos sin dudar ni un instante. A veces, sin previo aviso, golpeaba a la otra con insistencia, procurando una respuesta que no llegaba. Debía estar estupefacta maravillada turbada fascinada con aquella aparición.
Sonreí a mi imagen del espejo. Me devolvió la sonrisa. Alargué la mano y toqué la fría palma de mi reflejo. Un escalofrío me atacó. Me retiré, me agaché, cogí mi zapatilla y uní las dos cucarachas en un solo manchurrón blando y parduzco.
Andaba a largos pasos, con las caderas balanceándose acompasadas, el brazo izquierdo extendido llevaba la mano flotando a poca distancia del cuerpo, la suficiente para que fuera acariciando los árboles que salpicaban la acera a pocos pasos unos de otros. Así toda la calle. Cuando se perdió de vista me quedé pensando sobre el motivo de aquello. ¿Por qué esas caricias? Un espíritu noble y limpio en armonía con la naturaleza, que se siente obligado a pedir disculpas por las barbaries de su especie. Es una mujer solitaria, que cada día rememora los paseos por el bosque con su antiguo amor juvenil. Es, más bien, un acto de contrición, o una promesa religiosa, o una penitencia.
Al día siguiente, mientras me colocaba el gabán sobre los hombros y maldecía la joroba que me agriaba el carácter, pensé de nuevo en ella. ¿Por qué lo haría? Salí a la calle con la imagen de aquella mujer acariciando las cortezas de los árboles, y ese acto se convirtió en un enigma a resolver. En vez de acudir como siempre a la consulta del fisioterapeuta -lo único que me obligaba a salir de casa-, me fui enfrente de la puerta de dónde la vi salir el día anterior. La esperé sin saber qué haría, ¿volvería a acariciar los árboles? Acaso sólo fue una tontería, un arrebato momentáneo. Ahí sale, se detiene un momento; ahí va, el brazo extendido, la mano acariciando. Incluso me ha parecido ver una sonrisa, quizás dirigida a mí, ya que me miraba cuando sus labios se destensaron y dejaron entrever sus dientes. Un alma bella y limpia que no se mofa de mi defecto. Debía ser una buena conversadora. Si tuviera valor le invitaría a un café.
Dos semanas la observé, dos semanas hizo lo mismo. Esa mujer tocando suavemente la corteza se convirtió en el motivo para salir de casa. Luego me iba al parque intentando descubrir si alguien hacía lo mismo. ¿Por qué? Al decimoquinto día no pude resistirme y me acerqué a preguntarle. Fui discreto, educado, excesivamente comedido, pero nada de eso ocultaba mi curiosidad.
—Es por usted —me dijo. Mi cara debió resultar suficientemente explícita porque continuó: — Esa joroba que tiene me obliga a tocar madera treinta veces seguidas, desde pequeña tengo esa superstición.
Como no dije nada asintió como saludo y continuó su camino. Yo también me fui a casa.
Uno no sale a matarse todos los días. No se levanta por la mañana y dice, ea, hoy me suicido. Uno sabe que el suicida no va al cielo, no le rezan en misa de ocho ni le ponen velas en todos los santos. No, uno lo sabe.
Uno sabe que lo mejor para morirse es desearlo. Poner cara de depresivo, llorar por los rincones y perder las ganas de comer. Eso es lo mejor. A todo el mundo le das pena. Es una muerte de la que los demás se sienten culpables, la veían venir y no hicieron nada. Después le recuerdan a uno siempre con un punto de reproche, pero le recuerdan.
Así que uno decide morirse. Está cansado de la vida tan vacía que lleva. Escuchando una lengua que no siempre entiende, el idioma de una multitud sola. En el zumbido de la monotonía, viajando de un sueño a otro, en tramos a oscuras en los que la vida vislumbra un sentido, en los que los días pasan como si alguien los arrojara como cartas sobra la mesa. Cartas del Tarot que a uno no le importa qué dicen. Uno no es más que parte del mobiliario: la silla ocupada, la farola fundida, la papelera sin fondo, el espejo oxidado. Un objeto inútil, eso es, pero no importa porque ya ha decidido morirse. Y en cuanto toma la decisión, a uno le entran ganas de disfrutar lo poco que le queda de vida. Extravagancia que uno no entiende, se encoge de hombros y vale.
Entonces, el crupier cachondo y burlón, le arroja a la cara la carta del amor. Una carta alta y bella, con el pelo rojo como una fogata desbaratada a patadas, una mirada de pintura renacentista, y cargada con dos hijos y el peso de una alianza. Y se la tiró como si fuera el mejor de los chistes. Pero uno no se ríe, tiene atrofiada la sesera, no comprende cómo la vida puede ser tan cruel y jugar a lo bestia. Saca lo que le queda en los bolsillos y lo apuesta todo a esa jugada. Salta al vacío en plena oscuridad, confiado en poder doblar las rodillas en el momento justo, que es ni más ni menos que lo que hacen los demás, es eso que llaman vivir. Total, no tiene nada que perder. Quizás es eso lo que quiere: perderlo todo para poder morir sin nada en las alforjas, ligero para el último viaje. Y uno se da cuenta que puede posponer el asunto de su muerte, no en vano el pecho le baila mientras vigila los vagones del metro.
Uno se ríe como un tonto cuando la causa de su alegría llora de impotencia. No puede evitarlo, ella llora porque se siente culpable, él ríe porque ve una solución fácil.
—Vente conmigo, anda, deja a tu marido y vente a vivir conmigo.
Sin embargo ella no lo ve tan sencillo y llora, sigue llorando y sigue lamentándose. Pero uno no es tonto y sabe que jamás se irá con él. Y le dice:
—Y ahora qué, ¿te mato o me caso contigo? —pero no contesta, sabe que la respuesta sólo puede herir. Uno sabe que si se va, si le deja, será de nuevo un hombre anónimo que nadie verá, pero con un bonito recuerdo, una sinfonía en un mundo de sordos. Y aunque la vida le regale un momento de felicidad, uno no se fía, le ha visto hacer muchas veces trampas, sabe que tiene cartas escondidas.
El bache de ilusión dura más de lo que esperaba, pero al final acaba jodiéndose todo. Ella, con ojos de agua y el pelo llameante, le espeta que no vivirá sin él, que no puede seguir con ese sufrimiento. Uno no entiende y sacude la cabeza, los sesos se agitan y, como una marea de metal líquido a punto de enfriarse, embisten contra los ojos dejándolos nublados para siempre. Las sienes se le encienden y el estómago (ahí donde le dolía al enamorarse) se le vacía por última vez. La carta que asoma por la manga. Así que es esto lo que la vida le tiene reservado. En fin, se dice uno, lo importante es saber perder. Y le dice que vale, que sin ella nada tiene sentido. Ella rompe a llorar como si riera, ¿será que está feliz? Nuestro amor no puede envejecer, le dice entre sollozos, se rebela ante la idea de la degradación, es como la vela que no quiere consumirse y tiembla a cada soplo huyendo de la llama. Uno no entiende, pero ya nada importa.
Como una ilusionista, ella saca en una tarde de lluvia y viento dos copas que llena con el último viaje. Un viaje de sólo ida, dos minutos y el túnel siempre oscuro. Esta vez sin estaciones de luz. Dos copas, dos billetes. Uno sabe que si duda le costará más tomárselo, por eso coge la copa y la levanta. El líquido tiembla sarcástico, pero sin gracia, un bromista de feria. Ella no respira y abre mucho los ojos. Uno se echa al gaznate de un golpe el contenido. Una llamarada de luz y calor le estalla en el pecho, intenta domarla apretando los dientes, pero escapa en dos lágrimas liberadoras. Sonríe, no sabe por qué, pero sonríe con un único pensamiento: ya está, saldé mi deuda con la vida.
Ella sacude los hombros y encoge el cuello, arruga la cara y susurra algo. No la oye. Ella niega con la cabeza y vuelve a mover los labios. No la oye. Arroja la copa al suelo, sale corriendo. Uno ve un centelleo rojizo flotando delante, saliendo del túnel, y comprende que esta vez sí tiene gracia. Se acurruca con su soledad y cierra los ojos.
Uno sabe que los suicidas no van al cielo, no les rezan en misa de ocho ni les ponen velas en todos los santos. Uno sabe que los suicidas van al carajo.
Los árboles habían tapizado el camino con una mullida y crujiente alfombra. La luz se abría paso a trompicones entre las enmarañadas copas, chorreando sobre Martín. Recordaba haber salido de casa un viernes por la noche, haber bebido, tomado algunas pastillas, algún beso; nada más en la memoria. Ahora estaba junto a las gracias de Bécquer, inmóviles en su suspiro eterno, y ensayaba sus torpes piropos de niño borracho aprovechando su paciencia pétrea. Sus murmullos no lograban perturbar el diálogo de los centenarios troncos. La luz jugó a trazar un puente levadizo conforme moría la tarde, buscando el infrarrojo de su espectro. El oxígeno intentaba hacerse sitio en los rincones de sus neuronas, y la cerveza decidió que quería salir de una vez. Fue la vejiga la que le hizo reaccionar y buscar la salida del Parque de María Luisa. Se preguntó, en un instante de lucidez, cómo había llegado hasta allí y desde dónde. Le picaban las patillas y un ligero adormecimiento se asentaba en sus sienes.
Empezó a caminar y entrecerró los ojos unos momentos, la ley natural estaba fallando porque caminaba por encima de los árboles, sentía las hojas acomodar sus pasos con dulzura en un vaivén ensoñador. Sonreía estúpidamente feliz. Abrió los ojos y el encanto se esfumó, volvía a desgranarse por los senderos del parque. Con la conciencia iba asentándose de nuevo la soledad en su alma, el sentimiento de vacío etéreo en el estómago. El pecho se volvió plomo, inhaló profundamente y abrió los brazos en cruz. Quiso gritar pero no lo hizo. La cabeza turbia esperaba que se asentaran las ideas, que caóticas rebotaban por el hueco del corazón. Un espasmo le paró en seco, el estómago se arrugó, se le torció el espinazo y vomitó, vomitó con ansia los desiertos que le anidaban: un puñado de bilis era su rostro. Supo que no podría esperar a encontrar un urinario, así que se desabrochó los pantalones, luchó con los calzoncillos y orinó largamente apelmazando las hojas ante él. Terminó y se subió los pantalones, sin cerrar la cremallera y dejando un oscuro testigo de la meada en la entrepierna. Dando inseguros pasos de bebé continuó por la penumbra otoñal.
Sin notarlo había cambiado el tapiz de hojas por el asfalto de la Plaza de España. La luz ya se había ido de la ciudad, ahora tan sólo un grupo de pequeños soles se alineaban sobre la acera. Fijó su atención en el mundo: unos hombres paseaban, esperaban, lanzaban miradas escondidas, fumaban nerviosos. Hombres solos, sólo hombres. ¿Y los turistas, y los coches de caballos, y las fotografías? Se respondió, enarcando una ceja, que seguía en otro mundo y aquellos serían los nuevos habitantes. Unos coches se deslizaban por el bulevar arriba y abajo lanzando mensajes con las luces de freno, una vuelta, dos, tres; uno se paraba aquí, la ventanilla se bajaba, un hombre se acercaba, se inclinaba, se intercambiaban palabras, quizás subiría al coche; otro se paraba más allá, la ventanilla estaba bajada, un hombre se acercaba, se inclinaba, daba un precio, parecía pensárselo.
Él cambiaba el peso de una pierna a la otra, no podía andar, estaba bloqueado. Notaba el sudor naciendo a borbotones por su cuerpo embotado, una miríada de luces cruzaba por el cielo, caían en espiral y se quedaban ante él. Sonreía con tristeza, ¿qué hacía ahí parado? Dio un paso atrás y lo engulló la oscuridad. Un gemido se oyó junto a él: una mujer estaba tirada en el suelo, desparramando sus miembros en una locura de articulaciones. No le veía la cara, oculta por la maraña de su cabello, las ropas se insinuaban ajustadas y a la moda, un destello denunciaba el ombligo, el aroma a perfume caro se mezclaba con el menos glamoroso del orín y el alcohol. Ralentizado se agachó sintiendo el remolino de su cerebro por el cambio de altitud. La observó —lo intentó al menos— con atención. Sintió una punzada en el pecho, creyó que iba a vomitar de nuevo, pero era otra cosa. ¿Pena, curiosidad, quizás? Dejó que su mano avanzara hacia ella, la deslizó desde su cabeza hasta la cadera sin llegar a tocarla. Llevaba una minifalda que no escondía el blanco de sus bragas, unos calcetines altos deberían llegar a las rodillas pero no iban más allá de los pálidos tobillos, los zapatos la habían abandonado.
—¡Qué coño haces!
Una voz chillona le increpó desde detrás, se volvió y vio a uno de aquellos hombres vestido con chándal. Martín se levantó y dio un paso hacia él. El tipo se fijó en la bragueta abierta y en la mujer tirada en el suelo. Los ojos rebotaban de uno a otra. Dio unos saltitos hacia atrás y empezó a gritar, con una voz escandalosa y destemplada. Martín le veía ralentizado, dando manotazos con los codos junto al cuerpo, levantando los pies con las rodillas trabadas, le resultaba cómico. ¿Qué gritaba?
Por ensalmo de brujería, el bulevar de Isabel la Católica empezó a vaciarse, nadie parecía verle. Ni a él ni a la mujer. Ni al chapero, que ya había arrancado a correr buscando el cobijo de la ciudad. Si hubiera estado más despejado, hubiera comprendido que estaba siendo observado desde la maleza, desde la distancia, ojos esquivos y curiosos. Pero en un instante se encontró solo de pie, apoyado en la cortina negra de las sombras, en un mundo que se empeñaba en revolotear. Definitivamente tuvo la certeza de haber pasado a un universo paralelo. Se encogió de hombros, rendido. Entonces la volvió a oír. Un quejido descendente, como un om tántrico que dejara escapar un perro abandonado. Regresó junto a ella, e inclinándose, le apartó el pelo de la cara. La luz no era suficiente para apreciar sus rasgos, pero se intuía el brillo de los ojos que parpadeaban lentamente.