Authors: Miguel Aguilar Aguilar
La tarde en que en la telenovela se murió alguien y mamá lloraba entre hipos, sonándose y mandándonos callar, fue la tarde en que la hormiga se fue. Llegó como tantas tardes a sentarse en el filo de la mesa. Esta vez erguida y con las antenas altivas. Se pavoneaba ante nuestras miradas divertidas y expectantes. Joselito chistó y yo comprendí. Extendió los brazos y lentamente, de su espalda se fueron desplegando dos pares de hermosas alas trasparentes. Es una alúa, quillo; exclamó susurrando Joselito. Sí, quillo; contesté yo.
Al principio con suavidad y luego con fuerza empezó a agitarlas. Sin mirarnos siquiera o un simple saludo con la mano, se dejó caer y se fue. Sin más.
Desde entonces hasta el final del verano Joselito no volvió a bombardear la fila de hormigas, tan sólo miraba el mar como si llevara una carga invisible en los hombros.
Tengo que decirte algo, me dijo Carlota. Yo no pregunté, me eché hacia atrás en la silla y me puse la mano en la barbilla. Ella tenía que decirme algo. Podía haberle preguntado por su día de trabajo, por la inflación, o por la lluvia que ralentizó el tráfico por la tarde; podía haber intentado retrasar que me dijera algo. Pero me limité a callar.
Una frase con el miedo prendido en cada sílaba; tengo que decirte algo: ¿recuerdas que prometimos no mentirnos si ocurría?, me dijo entonces y yo lamenté no haber preguntado por el nuevo restaurante italiano, me miró fijamente mientras yo permanecía callado. Ella calló también, bajó la vista y chasqueó las uñas: corazón contra pulgar.
¿Carlota?
¿Lo recuerdas?
¿Qué me quieres decir que tanto te cuesta?
¿Por qué no me dejas que te lo diga a mi modo?
¿Ya no puedes contármelo todo, acaso algo ha cambiado?
¿Morirías si dejaras de preguntar?
¿No son nuestras vidas enormes preguntas en tiempos de guerra?
Suspiró agotada, como si hubiera sido un último sprint, un esfuerzo vano.
¿No vas a decirme nada más?
Silencio.
¿Carlota?
No podía moverme, me miré las piernas paralizadas y vi aquello que debía ser sangre, ¿era mía o de ella? ¿De ambos? ¿De aquél que era nosotros? El beige de las paredes se licuó y me asfixiaba, y oí la voz de Carlota, de la Carlota que reía en la cama conmigo, la que devolvió la belleza a mi vida, aquella voz alegre diciéndome que jamás pasaría: (soavemente) nunca lo dejaremos morir, ¿verdad? (presto, prestissimo), jamás. Lo tuve claro: la sangrante era mi promesa, yo la había asesinado, era yo, no Carlota, el que tenía que decir algo.
Carlota, tengo que decirte algo.
Ella se levantó, lo sabía, dijo, y se puso a llorar. Con una mano en la cara, la otra apartando sillas y obstáculos invisibles, se fue dando un portazo. Un punto y final.
Me tumbé en el suelo, la cabeza latiendo, el corazón desorientado. Debajo del sofá había una nube de pelusa escondida, me ofendió su cinismo voyeur y me incomodó mi pudor infantil. La mano bajo la barbilla se dormía, sentía la calidez de la sangre derramada, intenté recordar los tiempos perdidos y me dormí con una extraña paz.
Podría contar tres historias. La primera se titula «Aparición», y trata de una tarde luminosa en una playa en la que juegan niños y adultos. Es una playa pequeña, una hermosa calita que se va emponzoñando de humanidad conforme el sol la va quemando. El mar apenas se oye, hay una polifonía constante de vehículos en la carretera cercana y un alboroto festivo que lo anulan. De repente, de detrás de una roca que hay junto a la carretera, aparece un toro. Negro y soberbio. Majestuoso en su fiereza se para en seco, como una estatua: un homenaje escultórico a la fuerza animal. La cabeza levantada a poniente, los cuernos desafiantes, ojos insondables. Se diría que busca algo con el olfato. Los que lo ven, es decir, todos los que jugaban en la playa, toman aliento y abren la boca, mudos, sin palabras para entender. Hay un mecer de sombrillas y un flamear de toallas: tan sólo ambientación. Nadie se mueve, esperan la resolución del destino —la cara o la cruz de la moneda que viaja por el aire—, como si no necesitaran hacer nada más que permanecer allí helados para justificar su presencia en la escena. El olor a sal y yodo parece hechizar al toro, inunda unos pulmones desacostumbrados y le hace resoplar. Después de un instante enorme —laberinto de segundos inflamados—, después de un instante que pareció otra cosa más larga que un instante, se rompe el encanto, el toro se da la vuelta y se va por donde vino, y un griterío eufórico y asombrado celebra la visita.
La segunda historia se llama «El accidente». Empieza en un camión que conduce Joao, un portugués de treinta y seis años, que tiene cara de niño pero calza un cuarenta y cuatro. Le gusta silbar las canciones que suenan por la radio. Si contara esta historia diría que la canción que sonaba en el momento del accidente era «Dime A», de Kiko Veneno, pero en realidad escuchaba —silbaba— un fado que no conozco. No le dio tiempo a reaccionar y el camión se le fue de las manos, como si entreabriera los dedos y una mariposa escapara, y él manoteara para volver a atraparla consiguiendo tan sólo animarla en el vuelo. Pero el camión ya estaba fuera de su alcance. Había reventado una rueda, la segunda de la derecha, esa que Antonio le había dicho que vigilara, «ojito con esa rueda, Joao, que está pidiendo el retiro», eso le había dicho, pero Joao tenía cara de niño y tan sólo le había sonreído. Para eso estaba él, para gastarse medio jornal en una rueda. El camión se deslizó por la carretera como el niño que Joao fue una vez y patinaba por los pasillos de los centros comerciales. Mira como patino, mamá, mira el camión cómo patina. Acabó estampándose contra la roca del acantilado. Hubo un tronar de chatarra, una lluvia de cristal hecho añicos y un penetrante olor a caucho requemado. Menos mal que no cayó al mar. Joao rezó una vieja oración gastada y se persignó tres veces sobre el corazón. Luego se acordó de su madre y le dieron ganas de llorar. «No patines, Joao, que te vas a romper algo». El portón de atrás se abrió de par en par y la carga se escapó.
La tercera historia que podría contar no tiene título, me gustaba «El sueño», o «El soñador», otros se decantan por «El mar», pero en realidad no tiene título. Tampoco tiene comienzo, porque no hay indicios que apunten dónde empieza. Mantecao es un toro y no sabe quién le habló del mar, era un recuerdo medio olvidado, o una intuición mal atrapada. No sabe; normal, no es más que un toro. Él sabe de cornadas, de mirar con furia y de bufar la tierra. Para eso se entrenó desde que era un eral. Cuando por fin lo eligieron para ser sacrificado en el templo por el sacerdote amariconado de medias rosas y traje dorado, con su pose de gallarda mentira, con su cohorte de angelotes regordetes enfundados en ajustados trajes como morcillas; cuando fue elegido ya era un toro que soñaba con ver el mar. La imaginación de un toro es limitada, poco menos que la nuestra, pero era suficiente para visualizar la inmensidad de un estanque susurrante, con orillas coronadas por plumas blancas, el ir y venir sobre la arena, el sabor a sudor de hembra, el olor a niebla en la alborada. Él se veía trotando libre en la enormidad infinita del mar y su orilla, casi podía sentir cómo hendía la superficie perlada al alba, el sol que le cosquilleaba, imaginaba la sal que no podía imaginar, y veía cómo nadaba y se hundía soberano de su destino. Se imaginaba. Y era feliz.
La cuarta historia no la contaré nunca, porque comienza en la tercera, que ya fue contada, continúa en la segunda y acaba en la primera. Sería una redundancia estúpida. La que merece la pena contar es la quinta, la que explica porqué Mantecao no se queda en la playa y vuelve al camión.
Lástima que no sea escritor, si lo fuera al menos escribiría las tres historias.
Subías con paso cansado, arrastrando los hombros y la mirada melancólica. En el segundo tramo había un escalón suelto y la madera castañeteaba al pisarla. Siempre volvías atrás y golpeabas dos veces con fuerza allí donde suponías estaban los clavos. Continuabas subiendo y te perdías en el piso de los soñadores. Ese momento en el que, indefectiblemente, volvías para arreglar el peldaño, fue el instante que te hizo mío. Al volverte veía tu brazo de alabastro tensarse en el pasamano, tu cuello girándose, tu mentón poderoso, tus ojos inconsolables, la esperanza que te habitaba.
Cada día igual. A mí ni siquiera me veías, era tan sólo la mujer blanca que os contaba al salir y al entrar. En mi carpeta no había nombres, tan sólo números. A los jefes les daba igual quiénes fuerais, sólo importaba cuántos estabais en el piso esperando. Completar el viaje y punto, no más de veinticuatro, niña, controla que no suban más de veinticuatro y avisa cuando esté lleno. No sabía cómo os organizabais, cómo os elegíais para estar arriba, quién os separaba de los demás pretendientes. Nunca me incumbió. Debíais vivir apiñados, yo nunca subí a ver, nunca tuve curiosidad hasta que te hice mío. Tú fuiste el príncipe nubio de mis sueños, pero yo no existía para ti. Eso no era inconveniente, con verte ya estaba contenta. Esperaba el momento en el que salías para dar una vuelta sólo para confirmar que ese día te vería subir la escalera. Dos golpes con tu talón, valiente y autoritario, y luego desaparecías con el regalo de tu existencia dejándome una sonrisa infantil. Volvía a sentirme como una colegiala incapaz de articular palabra en tu presencia.
No sabías que tu huida del tormento no tenía fin. Eras joven y no sabías que el infierno nos acompaña allá adónde vayamos. Como todos los del piso habías venido de tu país, de tu ciudad o de tu aldea; huyendo de la guerra, de la hambruna, o de la desesperanza. Buscabas en el futuro la seguridad y el bienestar que te habían negado al nacer. Me hubiera gustado gritarte que ibas a morir, que si no caías ahogado morirías de hambre, de frío, acurrucado en cualquier parque, huyendo de la policía; hubiera querido mirarte a los ojos y pedirte que me acompañaras. Me hubiera gustado explicarte que yo había huido de dónde tú querías ir, allí estaba mi infierno.
Tú no debías estar aquí. Tú eras más que un número, no cabías en un papel.
Subías las escaleras y no me mirabas, pero yo veía en tus ojos cómo la espera iba haciendo mella. Las caras que te acompañaban iban cambiando al cabo de los días, desistían, y tú continuabas esperando el viaje al paraíso. El billete se iba retrasando y cada vez estabas más delgado. Se te había acabado el dinero y apenas comías pero yo no lo sabía. Yo continuaba viéndote como ese cuello poderoso que se giraba para acomodar el peldaño de madera.
Un día te paraste junto a mí y me sonreíste. Me hablaste con una voz olvidada y ronca, en un francés arcaico y simple. Me miraste a los ojos y parecía que leías mi agitación.
—¿Cuándo saldremos?
—Aún no está lista la nave.
No insististe, inclinaste la cabeza y te olvidaste de mí. Subiste la escalera y el escalón te llamó, tensaste el brazo, te giraste, miraste el peldaño pero no lo golpeaste. Algo se iba apagando. Deseaba con todas mis fuerzas que te rindieras, te prefería vivo e infeliz que jugándote la vida en una patera.
—Espera –te llamé- ¿Por qué no te quedas a vivir aquí en la ciudad? Podría ayudarte a encontrar trabajo.
No sé cómo me atreví, me oí a mí misma lanzando la voz por el hueco de la escalera y escuchando cómo se perdía. Ridícula con una escoba en la mano. Tú estabas con un pie adelantado. Me miraste con incomprensión y la pena vino a mí flotando en tus palabras.
—Aquí no vivo, aquí estoy muerto.
—Niña, ¿aún no hay veinticuatro en el piso? –El marroquí viste un traje caro azul marino, huele a perfume penetrante. Un pequeño bigote resplandece de sudor. Mira una carpeta en la que la mujer anota salidas y llegadas. Arrastra eses al hablar. —Estoy un poco harto de esperar, ¿qué le pasa a este piso ahora que no se llena?
Ella tiene la mirada húmeda, no es que vaya a llorar, es que tiene el fondo lleno de aguas cristalinas. Suspira torciendo la boca en una mueca que podría pasar por una sonrisa. Cubre su pelo cano con un pañuelo anudado y viste un vestido oscuro y fresco. Molesta por la presencia de aquel moderno exportador de esclavos baja la mirada y un hilo de voz se le escapa:
—Ha tardado pero ya están todos.
En aquel día nublado, tantos de Febrero, mes insulso, Joaquín Cortina vagabundeaba por la ciudad jugando con unas monedas en el bolsillo distraídamente. Silbaba una salsa de Rubén Blades y sonreía pícaro a ver si se le veía el diente de oro brillar. Las calles estaban vacías, nadie estaba tan loco como para salir a las ocho de la mañana en domingo. Sólo él, que regresaba a su país por la tarde, quería conocer un poco la pequeña ciudad, ya que con las reuniones de negocios sólo había visto oficinas y su habitación de hotel. Se veía reflejado en los escaparates, su piel negra contrastaba con el impoluto traje blanco que vestía, una moda caribeña fuera de lugar en el invierno europeo. Los comercios cerrados a cal y canto le hicieron retomar el camino al alojamiento, con un regusto a tiempo perdido en los bolsillos.
En una callejuela cercana a la Catedral, una mujer salió de un portal delante de él. Caminaba en su misma dirección y sentido, con pasos lentos, casi fuera de lo natural. Él continuaba silbando. La mujer volvió la cara al escucharle e inmediatamente aceleró el paso. Al poco volvió a mirar hacia atrás e inclinando el cuerpo apretó el caminar. Joaquín sonreía al pensar que le tuviera miedo y empezó a dar zancadas más rápidas en un juego de persecución.
La mujer daba carreritas para que no la alcanzara y Joaquín tuvo que correr para no perderla, dejó de silbar para poder respirar fácilmente con el trote. Le divertía el juego de sentirse perseguidor, era el malo, el peligroso, eso le hacía sentirse bien. Al doblar una esquina la mujer terminó por lanzarse a correr abiertamente, con pasos cortos y sin levantar las rodillas, como hacen las mujeres. Joaquín dejó de sonreír y sacó las manos de los bolsillos para correr más cómodo, ojalá no llevara aquellos zapatos tan duros e inapropiados.
La persecución se le antojaba demasiado pesada, la mujer manoteaba espasmódicamente y él no estaba en muy buena forma, así que jadeaba descompasadamente y el hígado empezaba a pincharle. Vaya descendiente de africanos, pensó, ¿dónde están tus genes de cazador? Poco después pasaron delante de su hotel y al cruzar ante la ventana de recepción, el recepcionista le saludó con cara de desconcierto y él tuvo que inclinarse en su carrera perdiendo un poco el equilibrio. Oía el eco de los pasos multiplicados de ella y de él mismo, parecía que por la calle hubiera un grupo de alocados atletas.