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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (26 page)

Intervino Garzón, tal como habíamos planeado, mientras yo intentaba recoger cualquier mínima alteración del rostro de Nogales.

—No se trata de eso, usted solía desayunar con él en un bar llamado La Gloria. Allí charlaban e intercambiaban papeles. Se vieron al menos una docena de veces en un año, suficiente como para que el camarero le haya reconocido.

Hubiera jurado que sus ojos se achicaron mínimamente, pero eso fue todo lo que pude registrar.

—Oigan, eso sí es una novedad. ¿Me conoce ese señor, de dónde, de qué, tomó mi fotografía mientras desayunaba con Valdés? ¡Dios santo, no debía poner muy buena cara teniendo que soportar a semejante individuo! Veamos, supongo que si ese señor está seguro de lo que dice estará también dispuesto a reconocerme frente a un juez. Pues bueno, ya me citarán, nos veremos ese día. No me hará mucha gracia perder una mañana, pero ¡qué le vamos a hacer! A un director de periódico le pasan muchísimas cosas raras en su carrera y ésta será una más.

—Muy bien, señor Nogales, pues eso es todo. Si de repente recuerda algo imprevisto, llame a esta comisaría y pregunte por mí.

—Inspectora, un momento, ¿puedo saber cuál es la teoría?, ¿qué se supondría que he hecho desayunando con Valdés? ¿De qué se trata, cotilleábamos sobre los personajes del gran mundo, lo asesiné porque conocía secretos inconfesables sobre mí?

—Preferiría guardarme la teoría para mí misma. Cuando pase al terreno de la práctica, ya se enterará.

Salimos en plan chulo, como dejando tras nosotros una bomba de relojería que en cualquier momento podía estallar. La verdad era muy distinta, Nogales había encontrado instantáneamente nuestro talón de Aquiles. ¿Estaba el testigo dispuesto a reconocerlo frente a un juez? Y en caso de que así fuera, ¿constituiría ese reconocimiento una prueba suficiente para que el posible caso de venta de información comprometedora saliera a la superficie? Todo estaba cogido con alfileres, y aquel tipo lo sabía tan bien como nosotros. No era probable que lo cazáramos en una investigación económica, sin duda lo tendría todo bien atado. Resultaba desesperante, como tener un hermoso pastel al alcance de la mano y no poder siquiera olerlo. Nuestras pruebas ostentaban una pátina virtual, necesitábamos hechos para hacer que se materializaran, y esos hechos eran reacios a aparecer.

—Dejémosle que caiga en el dispositivo que hemos montado alrededor del dueño del bar —dijo Garzón.

—Tengo poca fe en eso —repliqué.

—Esperemos al menos un día antes de forzar al testigo para que declare.

—Está bien, ni un minuto más.

Y, dicho aquello, nos fuimos a almorzar a un restaurante típico. Quizá la comida mitigara mi preocupación. Desde luego mitigó la del subinspector, que se enzarzó con una ración de callos como si comérselos fuera el único anhelo de su alma inmortal. El ambiente era tan animado como el de todos los locales de Madrid. Había ruido, vocerío, y los alaridos de los camareros ponían el punto máximo de agitación. Cantaban las órdenes de los clientes con un ímpetu tal que parecían consignas revolucionarias, gritos de ánimo hacia la multitud sedienta de justicia y tapas de jamón. Tanto era el estrépito general que a duras penas oí el timbre de mi teléfono, que sonaba como loco dentro del bolso.

—¿Sí? —dije formando una cuevecilla insonorizada con mis manos.

—Petra, soy Moliner. Quiero que me escuches atentamente.

—Escucharte te escucho, Moliner, pero te oigo fatal. ¿Puedes llamarme dentro de media hora cuando hayamos acabado de comer?

—Lo siento, pero no. Vete al lavabo, sal de ese follón.

Me levanté como una autómata, le hice una seña a Garzón y salí a la puerta del restaurante. Tenía una sensación imprecisa, entre la alarma y la curiosidad. ¿De qué se trataba, mi hermana, Coronas...?

—Petra, he encontrado muerta a Marta Merchán.

No pude contestar, todos los alimentos que había ingerido pugnaban por convertirse en vómito y aflorar abruptamente. Respiré hondo varias veces, Moliner se impacientaba al teléfono.

—¡Petra!, ¿me oyes o no?

—Te oigo, te oigo, Moliner, pero ¿estás seguro de que es ella?

—Petra, ¿estás bebida? ¡Por supuesto que es ella! Yo mismo la he encontrado. La llamaba por teléfono y no había nadie en su casa, hasta que decidí visitarla sin previo aviso y... Petra, debes venir inmediatamente, ya te contaré lo demás.

Tomé el siguiente puente aéreo. Garzón se quedó en Madrid. No podíamos dejar a su aire la situación que habíamos creado. Si los planes del subinspector funcionaban, Nogales quizá actuaría en cualquier momento.

El vuelo me pareció eterno. Las hipótesis iban formándose en mi cabeza como las cambiantes imágenes de un caleidoscopio. Creí que iba a enloquecer. No había sido una buena idea relegar el dato económico que obraba en mi poder sobre Marta Merchán. Obviamente, se encontraba implicada, pero ¿en qué?, y ¿cómo? Hice un esfuerzo de yogui por apartar el caso de mi mente, pero era inútil, cuando los intentos de explicación dejaban de fluir, aparecía en mi pantalla personal la cara de Coronas, y oía su voz: «Un muerto más, Petra, un muerto más. ¿Cuándo piensan resolver el caso, cuando haya expirado el último sospechoso?» Si decía algo parecido, no le faltaría razón. Aquello era como una epidemia de fiebre bubónica, como el paso de un ciclón tropical. Si las cosas seguían así, hallaríamos al culpable por eliminación, el último que quedara vivo, y el último que quedaba vivo era Nogales.

Saqué un lápiz de mi bolso y empecé a garabatear sobre la servilleta que la azafata me había dado junto con un vaso de zumo. Nogales. Nogales. Nogales. Me encontraba en estado hipnótico obsesivo. Nogales. Nogales. Nogales. De repente lo vi: No-ga-les. Les-ga-no. Una simple inversión de sílabas. El misterioso Lesgano acababa de emerger. ¿Qué más evidencias necesitábamos? Sin duda, Nogales había contratado a otro matón, pero ¿por qué Marta Merchán?

Llamé a Moliner en cuanto llegué al aeropuerto de El Prat. Me esperaba en casa de la Merchán, adonde acudí en taxi. El cirio policial que habían montado empezaba a tener visos de calmarse. Ya estaba todo hecho: fotos, huellas, recogida de pruebas... lo habitual. El juez había levantado el cadáver y se preparaba una autopsia de urgencia en el Anatómico Forense. Coronas no tardaría en llegar, y Moliner se paseaba como un zombi por el escenario del crimen. Estaba más alterado de lo que correspondía y enseguida supe por qué. La había encontrado él mismo. Por muchos muertos con los que se tope un policía, siempre suele ser avisado cuando alguien ya ha hallado el cuerpo. Pero Moliner había aparecido por allí sin tener la mínima sospecha de lo que le aguardaba, y eso produce siempre un trauma especial.

—La puerta de la cocina estaba abierta. Me di cuenta por casualidad. Llamé, volví a llamar... el caso es que entré. Estaba en el salón, tirada sobre el suelo todo lo larga que es. Había sangre por todos lados. Se le veían las heridas al kilómetro: en el pecho, en el cuello... tenía también sangre en la cara.

—¿Qué ha dicho el forense?

—Son puñaladas. Cree que llevaba muerta desde las once de la mañana; al menos tres o cuatro horas.

—Esto no ha sido un trabajo muy profesional.

—No, parece uno de esos crímenes pasionales chapuceros y sangrientos, nada de profesionales. Ha dicho el médico que cree que hubo resistencia. Después de la autopsia lo precisará.

—¿Cosas en desorden?

—Lo que ves y el despacho. Ahí detrás hay un escritorio con todos los cajones abiertos. Algo buscaban y fueron directamente allí, el resto de la casa no lo han tocado. O encontraron el botín o el asesino no quiso pasar más tiempo en la casa y, asustado, se largó con las manos vacías.

—¿Has hablado con los vecinos?

—La señora del chalet de al lado vio a la hija esta mañana temprano. Según ella, iba a la facultad como cada día. La asistenta libra hoy, es el único día que lo hace.

—¿Puertas forzadas?

—No.

—Es decir que quien se la cargó la conocía a ella, la casa y las costumbres generales.

—Eso parece.

Llegó Coronas, serio como un rabino. Moliner le contó lo mismo que a mí. Me pregunté por qué motivo podría abroncarme esta vez. Afortunadamente, llevaba al día los informes por ordenador y, obviamente, el comisario los había consultado antes de venir. La bronca no se produjo.

—¿Qué esperanza hay de que Nogales confiese? —preguntó.

—No lo sé, señor.

—A eso se le llama sinceridad.

—¿Cómo relacionar a Nogales con este asesinato, lo sabe usted?

—No. El dueño del bar La Gloria dijo que Valdés y Nogales estuvieron un día acompañados de una mujer.

—Está bien, Petra, déjese de zarandajas y vuelva a Madrid. Tome una fotografía de la muerta y enséñesela a ese puto testigo del bar. Haga que se dé cuenta de la trascendencia que esto está tomando. Amedréntelo diciéndole que vamos a acusarlo de complicidad si no se ratifica ante un juez de haber visto a Nogales con Valdés. Haga lo que le pase por los cojones, pero quiero que podamos interrogar a Nogales teniendo algo en contra suya. Hay que destapar el juego, ¿me entiende?

—Pero ¿y si ese hombre en conciencia no está seguro de que...?

—¿Cree usted que lo reconoció cuando usted le mostró las fotos?

—Sí, pero en conciencia...

—Coja la conciencia de ese hombre y póngala al lado del soporte de papel higiénico. Quizá alguna vez se equivoque y haga con ella lo que debe hacerse, ¿entendido?

—Pero señor, si vuelvo a Madrid no podré interrogar a la asistenta ni a la hija de Marta Merchán.

—Lo hará Moliner. ¿No querían convertir sus dos casos en uno? Pues sigan por ahí.

—En Madrid ya está Garzón.

Me miró cargando de paciencia sus ojos oscuros.

—Si alguna vez consigo darle una orden que usted cumpla sin poner inconvenientes me sentiré feliz. ¿No desea hacer feliz a su jefe?

—Más que ninguna otra cosa en el mundo.

—Entonces... ¡lárguese!, hay que obrar con celeridad. Uno de los errores policiales más comunes y espantosos es tener a la presa en el punto de mira y dejarla escapar. La mantendremos informada del resultado de la autopsia y de los interrogatorios a la chacha y a la hija de Valdés. De momento, procuraremos mantener esta muerte en secreto.

Me volví hacia Moliner, que estaba tan impotente como yo. Coronas esperaba a pie firme que me largara.

—Moliner —dije—. Echa tú mismo otra ojeadita al resto de la casa, ¿de acuerdo?

—Descuida —dijo bajando la voz. Coronas volvió a mirarme.

—Petra Delicado, ¿sabe usted cuántos años lleva Moliner como inspector? Me permito recordarle que cuando usted entró en la policía las cosas iban funcionando bastante bien sin su presencia. ¿Cree de verdad que es imprescindible?

—No era mi intención...

—¡Márchese de una vez!

Salí con el rabo entre piernas y la misma sensación de olvidar algo que experimentas cuando haces el equipaje precipitadamente. Pero órdenes eran órdenes y, como en el ejército, oponerse a ellas resultaba impensable.

Volví a coger el puente aéreo, que ya era como el puente de los suspiros para mí. Me dormí en pleno vuelo, ajena al trasiego de azafatas que ofrecían café. Ni siquiera había tenido la ocasión de hablar con mi hermana y darle la oportunidad de mandarme al infierno de nuevo. No, los policías no sólo fracasan en sus matrimonios, tampoco pueden tener familia. Deberíamos ser una raza aparte que se reprodujera por esporas y creciera como las matas, agrestes y dispuestas a dejarse llevar por casualidades como el tiempo atmosférico. Así, al menos, nos evitaríamos la mala conciencia y el estrés.

8

Encontré a Garzón decepcionado. Nuestro hombre no había hecho ningún movimiento que nos permitiera aprovechar el dispositivo policial. Ni llamadas comprometidas, ni mucho menos visitas al bar La Gloria para intentar una intimidación. Sólo se había citado con su abogado, al que había ido a ver a su bufete. Según mi compañero, nos encontrábamos en un
impasse
, pero debíamos saber esperar con cierta confianza. Le conté mi descubrimiento silábico No-ga-les, Les-ga-no, que le fascinó, aunque no supo cómo podíamos utilizarlo.

—Ya ve cómo están las cosas, Fermín. Esta noche, en cuanto el camarero vaya a cerrar el bar, le haremos una visita de cortesía. Hay que apretarlo para poder acusar formalmente a Nogales. Son órdenes del comisario.

—¡Siempre pasa igual! Aparece un muerto y todo el mundo se pone histérico. Es como si nadie supiera que los muertos ya han dejado de dar problemas.

—Habla usted como si la aparición de Marta Merchán apuñalada no cambiara la situación.

—¿Y la cambia? ¿De qué manera?

—Me veo obligada a decirle lo mismo que le dije a Coronas: no lo sé. Y sabe Dios que me jode tener que reconocerlo. No hay nada peor que moverse a ciegas, Garzón, avanzar esperando que algo de lo que se hace permita dar el paso siguiente.

—Usted prefiere tener una hipótesis perfectamente elaborada desde el principio, en plan Sherlock Holmes.

—Búrlese lo que quiera, pero es así.

—Ya lleva suficiente tiempo siendo inspectora como para saber que las cosas no funcionan de esa manera. Hay que arrastrarse entre los hechos como un gusano, no ir rellenando de color un dibujo ya hecho.

—Pero ¿cómo puede decir eso si hemos llegado a Nogales partiendo de una hipótesis que usted elaboró? Lo que debería hacer es intentarlo de nuevo.

—¿Qué?

—Haga una hipótesis sobre el asesinato de la ex de Valdés.

—Tendría que echar mano de la imaginación.

—¡Adelante!

—Pues... lo más sencillo es pensar que Marta Merchán se enteró tarde de que Nogales se había cargado a su ex. No le pareció demasiado bien, lógicamente, y le amenazó con contárselo a la policía. Entonces el pájaro la ha mandado matar también para que no se vaya de la lengua.

—Esa hipótesis hace aguas por todos lados. Primero y principal, ¿cómo se ha enterado la Merchán de algo semejante? ¿Conocía a Nogales? ¿Estaba al tanto de las actividades de Valdés y Nogales?

—¡Se beneficiaba de ellas! Valdés la hacía partícipe de las ganancias.

—¿Por qué? Paso porque cenaran juntos algunas veces, porque tuvieran una buena relación tras su fracaso sentimental, pero ¿llegaba eso hasta el punto de compartir un botín sustancioso? No lo creo, mi fe en las relaciones posruptura tiene un límite.

—¿Usted no compartiría sus ganancias con sus ex maridos?

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