Authors: Alicia Giménez Bartlett
—No me atrevo a ser tajante, Fermín, sinceramente no lo sé.
—Tengo dos billetes de puente aéreo para mañana. Habrá que echar una mirada en su programa de televisión.
—Por supuesto, no podemos dejarlo; pero antes creo que deberíamos remachar aquí unos cuantos clavos. Volveremos a ver a la ex y a la amante.
—Una vuelta de tuerca más.
—Eso es. Llevaremos materiales convincentes. Vaya a sacar una fotocopia del informe de Sangüesa y hable con nuestro experto en sicarios. Quiero fotografías.
—¿De quién?
—Me da igual, que sean víctimas salvajemente agredidas por asesinos profesionales, cuanto más sangrientas mejor.
—¿Y usted?
—He quedado con el confidente.
—Por descontado, quiere ir sola.
—Sí, por pura cabezonería, ya me conoce usted. Además, nos estamos durmiendo. El tiempo pasa.
—Está bien. Si da usted su permiso...
Asentí, pero cuando había caminado dos pasos para irse, volvió y se puso frente a mí sin hablar.
—¿De qué se olvida?
—Nada, quería comentarle que su hermana... en fin, es una triste situación.
—Cosas así se dan todos los días. No se preocupe por ella, lo superará. Hay hombres a montones, Fermín, quizá demasiados.
Hizo un gesto de fastidio.
—Me está bien empleado, por hablar.
Dio media vuelta y desapareció, sin duda renegando acerca de mi espantosa manera de ser. Pero yo no podía permitirle que se metiera en los problemas familiares. Tampoco creía que fuera necesaria la compasión cuando alguien ha perdido el amor de su marido o su mujer. Las penas amorosas no deberían figurar en las tragedias humanas, habría que negarles entidad para tanto. En fin, mi confidente me esperaba, no debía darme tiempo para pensar en cosas privadas. Ante todo, el deber, dije para mí, y esta frase que ya nunca se utiliza me hizo sonreír con ironía.
En esta ocasión sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Pero aun así, los acontecimientos marcharon por delante y me encontré con una buena sorpresa inicial. Justo esa sorpresa que siempre había despreciado cuando la veía en los demás, y es que el confidente que se presentó a la cita era una mujer. Me explicó que su marido, Higinio Fuentes, el verdadero colaborador de la policía, había tenido que salir de viaje y que, en estos casos, ella solía echarle una mano, cualquier cosa antes de dejar sin cumplir una cita con la pasma. Comprobé por teléfono si su información era cierta y me la corroboraron, ambos trabajaban juntos, no era la primera vez que aquella confidente consorte suplía una ausencia de su marido. La observé con curiosidad. Tenía apenas treinta años, y masticaba chicle como si en ello le fuera la vida. Me miraba con toda la sorna de la que era capaz. Estábamos haciendo un juicio mutuo y supuse que yo era la que obtenía peores resultados. Me quedé como en blanco, no sabía por dónde empezar. Fue ella quien se cansó antes del recíproco tanteo y, haciendo un gesto brusco con la cabeza, preguntó:
—Bueno, ¿de qué se trata hoy?
—¿Se ha enterado del asesinato de Ernesto Valdés?
—Algo he visto por ahí.
—Creemos que lo ha matado un sicario, y queremos saber quién es.
Hizo un globo de chicle y lo explotó con pericia.
—Ya. ¿Y?
—Hay quien piensa que su marido podría saber algo.
—Podría, sí, o tal vez no. De todos modos, esas cosas necesitan bastante investigación. Además, es peligroso.
Se calló mirándome inquisitivamente, pero no supe reaccionar. Entonces, con cierta impaciencia, se rascó la nariz casi perfecta.
—¿Cuánto la han autorizado a pagar?
No había preparado nada sobre esa cuestión. Intenté salir airosa.
—Lo habitual.
—¡Ah, nada de lo habitual! Estamos hablando de asesinos a sueldo.
—Bueno, todo dependerá de la información que me dé.
—A poco que sea, no menos de cien mil, y si la información es muy sustanciosa elevamos la cifra hasta trescientas.
—Oiga, ¿no debería consultarlo con su marido, ya que él es nuestro contacto?
—Lo siento, no serviría para nada, los asuntos de dinero siempre los llevo yo. ¿No hace usted lo mismo en su matrimonio?
—Dejemos la conversación personal, yo sí tengo que consultar con mi comisario.
—Le dirá que sí. Coronas es muy legal. En cuanto llegue mi marido, le paso el recado. Él sabrá qué hacer.
—De acuerdo, llámeme.
—Déme el número de su móvil, nosotros no llamamos a comisaría.
Se lo di, y me pregunté cómo demonio reflejaría esta conversación en mi informe. Seguía siendo una pardilla, la sistemática de trato con los confidentes se me resistía, quizá porque, en el fondo, me parecía una práctica indigna de un buen profesional.
Garzón me esperaba casi con el coche en marcha. Había cumplido mis órdenes a carta cabal, como de costumbre. Ya obraban en su poder la fotocopia del informe de Sangüesa y las fotos de víctimas. Mientras nos dirigíamos a la lujosa urbanización de la ex de Valdés, les eché una mirada. Se me arrugó el corazón. La primera mostraba a un hombre con el cuerpo quemado, emergiendo como una siniestra aparición de una bolsa de plástico. Tragué saliva. Garzón me miró de reojo.
—Divertido, ¿verdad?
—Encantador.
—Es la marca de fábrica de los sicarios sudamericanos que se mueven en el mundo de la droga. Siga, aún no ha visto lo peor.
En la siguiente había un cuerpo troceado que había sido extendido sobre una sábana para la fotografía. Se percibían con toda claridad los miembros, el tronco y, con una mueca atroz, la cabeza de un hombre de mediana edad.
—Ése es un pobre desgraciado que se resistió a pagar una deuda pendiente. Lo hicieron polacos.
—¡Qué barbaridad!
—Pero fíjese en la técnica de los italianos, son los más imaginativos. Fotografía número diez.
Me costó distinguir qué era qué en aquel amasijo sanguinolento, pero al final lo conseguí. Un hombre joven aparecía con la tráquea abierta, y por la terrible incisión salía algo carnoso y macilento. Era su propia lengua.
—Le llaman «la corbata». Garganta abierta. Luego le abren la boca y le dan la vuelta a la lengua hasta sacársela por la raja. Se supone que lo hacen cuando el individuo está ya muerto. Ése era un mafioso que huyó sin despedirse.
—¡Ya es suficiente, Garzón, me voy a marear!
—Y no crea que todos son extranjeros de mafias y postín. Todas las demás fotos son trabajos de sicarios españoles, y le aseguro que no tenemos nada que envidiar a otros países.
Guardé bruscamente las fotografías en el sobre.
—Estoy horrorizada. Espero que Pepita Lizarrán tenga la misma sensibilidad que yo.
—¿Va a jugar de farol?
—Voy a jugar con las pocas cartas que tenemos, pero no podemos dejar pasar la baza. Algo tiene que saber, si no, hubiera acudido a la policía.
Nos abrió la puerta una criada con bata rosa. Sin dejarnos pasar llamó a la ex de Valdés. Ésta apareció compuesta y hierática, dueña como siempre de la situación. Entramos en la misma salita donde estuvimos la otra vez y disparé desde el primer momento ahorrando preámbulos educados.
—Se ha descubierto que su ex marido tenía una cuenta de cien millones en Suiza. —Elevó las cejas en un mínimo gesto de sorpresa—. ¿Sabía usted algo de esa cuenta?
—Nada en absoluto. ¿Es que acaso voy a heredarla?
—No lo creo. Ese dinero quedará inmediatamente bloqueado por orden judicial.
Sonrió por primera vez desde que habíamos llegado.
—Inspectora, usted sabe lo que es una separación, ¿verdad? Las personas no siempre se juran amor eterno en la despedida. ¿Cree que mi ex marido me hubiera dicho algo de su situación financiera real o de sus manejos para conseguir grandes sumas de dinero?
—Supongo que no, pero quizás usted observó algunos de los sistemas de trabajo de su marido cuando aún vivían juntos.
Negó con la cabeza, haciendo oscilar su hermoso cabello cobrizo.
—No, nunca me informó.
—¿Y usted no dedujo nada de sus comentarios, de sus idas y venidas?
—Yo tengo mi trabajo, inspectora Delicado, y como profesional en un puesto de importancia he de dedicar muchas horas al día a resolver asuntos. Cuando volvíamos a casa, ni mi marido ni yo comentábamos nada que no fuera estrictamente personal. Además, a mí, desde que se dedicó a la prensa rosa, había dejado de interesarme por completo lo que hacía.
—Lo comprendo, pero puede que...
Me atajó con resolución pero sin levantar la voz.
—Si soy sospechosa de algo, le ruego que me acusen formalmente, y si no...
Quedó en un silencio interrogante. Yo completé la frase.
—Y si no, nos sugiere que la dejemos en paz.
—Veo que lo ha entendido.
—Las cosas no son tan fáciles en una investigación, señora. A veces es necesario hacer preguntas aun cuando no se sospeche de una persona. Si no hay deseo de colaboración por parte de esa persona, lo que suele hacerse es pedir una orden al juez.
—Si es eso lo usual...
—Muy bien. Gracias por habernos recibido.
En cuanto respiramos aire fresco le dije a Garzón:
—Ordene que la sigan.
—¿Se ahonda su sospecha?
—Vamos a ver, Fermín, una tipa se pasa un montón de años casada con un individuo de conducta dudosa, se separan y siguen en una relativa buena relación. Él nunca falla en las mensualidades y visita de vez en cuando a su hija, ¿de verdad se traga usted que ella no sabe nada de nada, que nunca ha oído comentarios sobre dinero o trabajo, que nunca ha hecho ninguna conjetura?
—Si hubiera hablado en base a conjeturas, usted no le habría dado crédito. Además, Pepita Lizarrán dijo que ella y Valdés no guardaban una buena relación.
—Puede que no, pero su actitud me parecería más normal si intentara atacarlo. No, ni siquiera la vida de las personas más frías o distinguidas funciona así. ¿La ha visto a ella? No se ríe, no se enfada, no titubea... un poco más y ni siquiera necesitaría comer.
—He conocido gente así, y no siempre ocultaban algo.
—Bueno, un poco de vigilancia no le irá mal, así estaremos seguros de que es trigo limpio.
La segunda visita del día estuvo dedicada a Pepita Lizarrán, y más que una visita se trataba de un intento de intimidación en toda regla.
Nos recibió acobardada, como siempre, y cuando le pedimos hablar en un sitio que no fuera la recepción de la revista se puso tensa, pero no rechistó. Nos sentamos en una salita impersonal cuyas paredes estaban llenas de portadas con marcos de colores.
—Ustedes dirán —dijo sin sangre en el cuerpo. Aprovechando lo que parecía una clara fragilidad emocional, decidí no andarme con contemplaciones y saqué el sobre con las fotografías sin pronunciar ni una palabra. Ella, en idéntico silencio, lo cogió y empezó a mirarlas una a una. Mientras lo hacía señalé a media voz:
—Todos esos hombres que ve usted ahí son víctimas de asesinos a sueldo. Como comprobará, los métodos que usan no tienen nada de humanitario.
Empezaron a temblarle las manos.
—Se trata de gente sin la más mínima piedad que ejecuta la venganza sistemáticamente y deja su firma. Uno de esos hombres quizá mató a Ernesto Valdés. —Dejó caer las fotografías sobre su regazo y empezó a sollozar con la cara escondida en el pecho—. Sé que es desagradable, pero quería que tuviera una idea clara de lo que estamos tratando. También sé que usted no tiene nada que ver con la muerte de Valdés, pero deseo que sea consciente de a qué tipo de gente está dejando escapar si oculta algo o, mejor dicho, si se inhibe de participar aunque sea con mínimos detalles en la investigación.
Su espalda continuaba estremeciéndose con los sollozos. Entonces Garzón se llevó la mano al bolsillo y le dijo:
—¿Quiere ver lo que hicieron con Valdés?
Ella levantó la cara, llena de regueros de lágrimas, y lo miró suplicante:
—¡No, por favor, tengan compasión de mí!
Me lancé a acosarla con voz afable.
—Pepita, piense, por favor, no nos vea como un peligro, incluso por su seguridad, piense si hay algo que deba decirnos. Hemos descubierto que Valdés tenía una abultada cuenta en Suiza.
Se sorbió los mocos ruidosamente, y pareció dispuesta a serenarse.
—¡Dios mío!, ¿no es suficiente con haber perdido al hombre al que amaba?, ¿tendré que tener siempre la pesadilla de lo mucho que sufrió?
Ostentaba un abominable estilo retórico, pero siguió pareciéndome que era un buen momento para hacerla desembuchar. Pasé de la rudeza a la dulzura.
—Cualquier cosa puede servir para atrapar a esos canallas. Lo conseguiremos, Pepita, ya lo verá.
—Él me dijo... —nos miró con los labios fruncidos por los pucheros. Garzón y yo la escuchábamos con el alma en vilo—, me dijo que estaba ganando mucho dinero, que dentro de un par de años los dos podríamos dejar nuestros trabajos, que nos iríamos para siempre a vivir fuera de España. Dijo que éste era un país de porteras, y que allá donde fuéramos nadie nos conocería y nos dejarían en paz. Le gustaba Canadá para vivir.
—¿Le habló de una cuenta en Suiza?
—No.
—¿Le dijo cómo había obtenido tanto dinero?
—No, yo tampoco se lo pregunté; pero siempre me pareció que no se refería a su trabajo de periodista, sino a algo especial. Algunas veces acudía a citas con un hombre llamado Lesgano, me dijo siempre que no lo comentara, por seguridad, pero tenía mucha confianza en que Lesgano podía ayudarnos.
—¿Lesgano, no será Lizcano?
—No, él siempre dijo Lesgano, con toda claridad.
—¿Era italiano, hispanoamericano, portugués?
—Nunca me comentó su nacionalidad, ni si era joven ni viejo, les juro por Dios que nunca me dijo nada más. Me miraba con sus ojos bondadosos y me pedía que confiara en él. Yo siempre le rogué que no se metiera en nada raro, que con lo que teníamos era suficiente para vivir, que no quería abandonar España, pero él tenía sus planes, era muy decidido, así era él.
—Está bien, tranquilícese. Ya sabe nuestro número de teléfono. Piense que todo lo que recuerde inopinadamente puede ser valioso, todo.
—¿Ustedes me comunicarán lo que vayan descubriendo?
—Estaremos en contacto, no se preocupe. Garzón me acompañó a casa en el coche.
—Acojonante, ¿verdad? —exclamó.
—¿A qué se refiere?
—A que ella pudiera describir los ojos de Valdés como bondadosos.