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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (28 page)

Ambos se levantaron y caminaron hacia la puerta. El abogado iba detrás, como si temiera que le asestáramos a su cliente una puñalada por la espalda. Y eso fue justo lo que intenté hacer. Cuando casi habían alcanzado la puerta, dije en voz clara y serena:

—Señor Nogales, quizá le interese saber una primicia. Y puede que a su abogado le interese conocer la magnitud de los hechos en los que se encuentra usted presuntamente implicado.

La comitiva había parado, pero ninguno de los dos giró la cara hacia mí, permaneciendo de espaldas. Continué en un tono coloquial:

—Marta Merchán fue hallada ayer en su casa de Barcelona. Estaba muerta. Alguien la asesinó, aún no sabemos quién fue.

Se hizo un silencio aparatoso. Vi que Nogales, siempre de espaldas, se llevaba una mano a la cara. Cuando se volvió, sus gafas se habían movido y estaban torcidas, descomponiendo por completo la armonía y rigidez del rostro. Me miró intensamente, transmitiendo una intensidad salvaje. Su boca se contrajo y los labios empezaron a temblarle. El abogado no comprendía nada y se alarmó. Tomó a su defendido del brazo y empezó a empujarlo hacia la salida de modo evidente.

—Vamos, Andrés, vamos. Eso no te incumbe para nada. Ya te dirán oficialmente lo que tengan que decirte.

Se lo llevó ejerciendo sobre él una presión innegable. Nogales parecía conmocionado, pero se dejó arrastrar.

Una vez fuera, le dije a Garzón:

—¿Ha visto eso?

—Sí, es la primera vez que ese cabrón se ha inmutado por algo, aunque lo ha disimulado bien.

—No ha disimulado en absoluto, el abogado le ha obligado a salir, pero él estaba patidifuso.

—Es evidente que la conocía, y probablemente muy bien. Por alguna razón, Marta Merchán es un eslabón de esta cadena.

Alguien llamaba a mi teléfono móvil. Contesté con verdadera ansiedad. Era Moliner.

—¿Petra? Alguien ha telefoneado hace un par de minutos al móvil de Marta Merchán. Han localizado el número y pertenece a Nogales.

—¿Quién tenía el aparato?

—Lo llevaba yo en mi cartera.

—¿Le has dicho algo?

—No he descolgado.

—Bien, me pregunto si debo detenerlo ya.

—Hazlo inmediatamente. Hay algo más. Raquel Valdés me ha contado que su madre y Nogales formaban pareja desde hace más de dos años.

—¿Eso quiere decir que eran amantes?

—Sí.

—¿Qué más ha dicho?

—No me agobies de momento, estoy interrogándola y se encuentra muy nerviosa. No debo precipitarme. Cuando acabe te llamaré.

No hizo falta trasmitirle ningún dato de esta conversación al subinspector, los había captado al vuelo.

—¿Cree que Nogales habrá vuelto al periódico?

—No lo sé, Fermín, vaya pitando al juez que esté de guardia y pídale una orden de detención. Dígale que el juzgado que instruye el caso en Barcelona es el número 11.

—¿Y usted?

—Esperaré a ese cabrón en el periódico.

—¿Y si no va?

—Irá. Su abogado le habrá aconsejado que dé una apariencia de normalidad absoluta.

—También le habrá aconsejado que no llame al teléfono de Merchán y sin embargo lo ha hecho.

—Cierto. Quizá hemos encontrado su punto flaco.

Salió disparado, y yo también, en otra dirección; pero no hubiera sido preciso correr tanto. Nogales estaba en su despacho de
El Universal
y esa vez no me hizo esperar ni siquiera un minuto, en cuanto la secretaria le anunció mi llegada me hizo pasar. Pero no estaba solo, el abogado seguía con él y se lanzó enseguida al ataque:

—Inspectora, no hace ni veinte minutos que le he dicho que...

Lo interrumpí con un placer insano.

—Abogado, mi ayudante, el subinspector Garzón, está tramitando una orden de detención para su cliente.

—¿En razón de qué?

—Raquel Valdés acaba de declarar en Barcelona que su madre, Marta Merchán, ha sido amante de su cliente desde hace dos años, y que aún lo era antes de morir.

—¿De qué se acusa a mi cliente?

—De asesinato.

—Del asesinato ¿de quién?

—De la propia Marta Merchán.

—Pero inspectora, eso es absurdo. Mi cliente no se ha movido de Madrid.

—Por el modo en que ha sido asesinada Marta Merchán, tenemos la certeza de que lo ha hecho un profesional contratado por alguien. El mismo profesional que en su día mató también por encargo a Ernesto Valdés, y que más tarde asesinó a Higinio Fuentes, delincuente habitual y confidente de la policía de Barcelona. A su mujer también la mató.

Por la cara de terror que puso el abogado, comprendí que no sabía gran cosa del embrollo en que estaba metido su defendido, pero no cejó, si bien su inseguridad era a cada momento más evidente.

—Inspectora, todo eso habrá que probarlo; no se puede irrumpir aquí y...

De pronto, Nogales, que permanecía hierático en su mesa, levantó la voz.

—Agustín, déjame a solas con la inspectora.

El otro entró en pánico al oír semejante pretensión. Se dirigió a él.

—Andrés, por favor, no me parece conveniente. De hecho, no estás obligado a...

Lo interrumpió con violencia contenida.

—Agustín, sal de aquí.

—Pero esto es una locura, soy tu abogado y creo que...

Nogales se levantó y su silla giratoria salió despedida sobre las ruedecillas hasta dar un golpe en la pared:

—¡Fuera! —chilló con una fiereza que me dejó helada.

No sé qué cara puso el persistente abogado, porque mis ojos seguían fijos en Nogales. Sólo oí la puerta al cerrarse tras él. Estábamos solos. Yo había jugado fuerte y el resultado estaba allí, pero el juego era peligroso y no podía cometer el más mínimo error.

Se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa. Estuvo masajeándose los párpados y después me miró. Sin aquellos cristales montados en el aire no parecía la misma persona. Su aspecto cambiaba sorprendentemente, como si estuviera desnudo. Sin embargo, comprendí enseguida que no se encontraba hundido ni se iba a desmoronar en el transcurso del interrogatorio. Era firme como una roca. Había que seguir por el tortuoso camino que había iniciado. Se colocó las gafas de nuevo. Había sido un breve instante de debilidad. Como si fuera él quien manejaba la situación, comenzó a interrogarme a mí.

—¿Cómo puedo saber que Marta Merchán está de verdad muerta?

—¿Cree en serio que la policía pone trampas como en las historias de ficción?

—Contésteme.

Saqué mi teléfono del bolso. Se lo pasé.

—Marque el número del móvil de Marta Merchán. Está usted utilizando un teléfono de línea especial para la policía. Cuando alguien conteste, devuélvame el teléfono.

Lo hizo. Esperó un instante y me lo devolvió. Oí la voz de Moliner.

—Petra, ¿eres tú? En este momento no puedo...

—Moliner, quiero que le digas a una persona que tengo delante cuál es tu nombre y tu graduación, y a qué comisaría perteneces.

—Pero, Petra...

—Hazlo, por favor.

Puse el auricular en la oreja de Nogales y escudriñé su expresión. Sus ojos se achicaron levemente. Asintió.

—Gracias, Moliner, te llamo luego.

Me dirigí al sospechoso con toda calma.

—¿Quiere que llamemos también a su casa? Alguien contestará, hemos dejado un retén allí.

Negó. Había recibido un golpe directo en plena cara, pero se recompuso, aunque su voz ya no sonaba igual.

—¿Cómo la mataron?

—De un tiro certero en la frente, con una nueve milímetros semiautomática. Luego, le seccionaron la yugular; la degollaron.

Ahora el golpe le hizo tambalearse. Guardó un silencio de muerte, luego musitó:

—¿Por qué?

Enseguida me di cuenta de que se dirigía la pregunta a sí mismo. Había empezado a sudar con una rapidez increíble, por todos los poros de la cara al mismo tiempo.

—Dígame quién ha sido, Nogales, aún podemos cogerlo, dígame quién. —Yo también sudaba, y el corazón me batía tan fuerte en el pecho que creí que iba a cortarme la respiración—. ¿Quién la ha asesinado tan salvajemente, Andrés? Debe decírmelo. Ha sido el mismo profesional que usted contrató, ¿no es cierto? Porque usted es Lesgano, ¿verdad? ¿Dónde podemos encontrar a ese sicario? Dígamelo, el tiempo pasa rápido, no le demos la oportunidad de escapar.

Abrió la boca y rápidamente le pasé un papel:

—Escríbalo: nombre, dirección...

—Sólo sé su nombre de guerra y su teléfono de contacto.

—¡Anótemelo, rápido!

Lo sabía de memoria y lo escribió. Cogí el papel. Debía cortar allí. Sabía que la estrategia era cortar allí. Me levanté con toda teatralidad y salí casi corriendo. No miré atrás.

En la puerta del periódico pedí un coche celular con urgencia y esperé. Cinco minutos más tarde llegó Garzón con la orden del juez. Los guardias tardaron un poco más. Les pasé a ellos la orden.

—Detengan a Andrés Nogales. No armen demasiado escándalo, no opondrá resistencia y es el director. Llévenlo a la comisaría de Tetuán, le estarán esperando.

De buena gana me hubiera parado en un bar y hubiera tomado una cerveza de un solo trago, sin respirar. Pero no había llegado el momento de relajarse, aquella carrera estaba aún en línea de salida.

Miré a Garzón con ojos de loca.

—¿Le gustan a usted la acción y el peligro?

—Más lo primero que lo segundo.

—Pues creo que tendrá ocasión de disfrutar.

—Cuénteme cómo coño ha conseguido que confiese.

—Por un procedimiento muy personal. Le he dicho que el asesinato de Marta Merchán tuvo las mismas características y la misma munición que el de Valdés. Se quedó pensando un instante.

—¡Coño, inspectora, lo engañó vilmente! ¿Ha confesado después?

—Me ha dado las señas del sicario a quien él contrató. ¿Quiere una prueba más contundente?

—Se vino abajo.

—No, es muy frío, pero se da cuenta de que el círculo se ha cerrado demasiado en torno a él. Está perdido.

—Y afectado por la muerte de su amante.

—Quiere saber por qué el sicario se la cargó, y quiere que lo atrapemos.

—¿Cómo se llama el sicario?

—Toribio, es un nombre de guerra. Tenemos su teléfono. ¿Qué sugiere que hagamos?

—Averiguar a quién pertenece y presentarnos allí. Sería un error llamar.

Pedimos el dato en la comisaría de Tetuán y, mientras esperábamos el resultado de la gestión, Garzón sugirió que nos fuéramos a un bar. Después de una cierta reticencia, me avine a acompañarle. Bebí mi cerveza absorta y reconcentrada en lo que había sucedido, en lo que faltaba por suceder. De repente, Garzón hizo un gesto violento frente a mis ojos:

—¡Vuelva de sus pensamientos, inspectora, descanse un momento, le va a estallar el cerebro!

—No puedo dejar de pensar. Lo tenemos todo cogido con alfileres y tengo miedo de que se desmonte.

—Tenemos al culpable.

—Tenemos a un culpable: ¿él ha sido el único asesino de tanta gente?

—Al menos a Marta Merchán parece no habérsela cargado él.

—Puede estar seguro de eso. Llamaré de nuevo a Moliner, quizá esa chica ha dicho algo más.

—No lo haga, inspectora, tiempo al tiempo. Tal vez otra interrupción pueda ser negativa.

—Lleva razón, usted siempre lleva razón.

—Soy un hombre tranquilo y razonable.

Sonrió con complacencia. Sí era un hombre tranquilo, y aquella tranquilidad nos vendría muy bien como equilibrio, ya que yo me encontraba realmente excitada. La mandíbula me dolía de tanto apretar.

Media hora después teníamos lista nuestra información. El teléfono venía a nombre de una mujer: Concepción Argentera. Lo intervinieron inmediatamente. La dirección no nos dijo gran cosa. Pedimos un coche con dos policías de refuerzo, sin uniforme. Pasó delante de nosotros y le seguimos.

El barrio era de clase media, impersonal, igual que el bloque de pisos frente al que nos detuvimos. Hubo que dar tres vueltas a la manzana hasta encontrar aparcamiento. Nuestro coche nodriza ocupó una discreta segunda fila a diez metros del portal.

Descartamos el ascensor y subimos a pie. Era un sexto. Oía resollar a Garzón mientras su pecho sé agitaba con violencia. Paré en el descansillo.

—Subinspector, ¿cómo vamos a hacerlo?

—Yo llevaré la iniciativa si usted me autoriza.

Asentí.

—Inspectora, ¿quiere que lo haga solo?

—Desde luego que no.

Llamó al timbre. El estómago se me retorcía como si me hubiera tragado una serpiente. Una voz de mujer contestó desde dentro.

—¿Quién es?

—Queremos hablar con Toribio —dijo Garzón.

Siguió un silencio absoluto. La puerta no se abría.

—¡Abra, por favor!

—Aquí no vive ningún Toribio.

—¡Policía, abra la puerta inmediatamente!

Oímos manipular un cerrojo y en el quicio apareció una joven de aspecto aniñado. Llevaba un vestido de flores, una cinta en el pelo. Noté enseguida el miedo en su expresión.

—Creo que se han equivocado —dijo, casi susurrando.

Garzón dio un innecesario golpe en la puerta y la abrió del todo. La chica, asustada, reculó. Entramos y el subinspector cerró tras nosotros. La había cogido de un brazo y la empujaba por el pasillo. Acabamos en un salón lleno de humo de tabaco. La televisión estaba encendida. Garzón derribó a su presa sobre el sofá con una violencia que me pasmó.

—Venga, nena, vamos a tener una charla.

—No tengo nada que decir.

Al verla a plena luz observé que llevaba los ojos muy maquillados, la boca perfilada con rojo sangriento, en contraste brutal con su rostro infantil. A pesar del temor que sentía, me miraba con curiosidad.

—¿Dónde está él? —gritó el subinspector.

—Vivo sola aquí.

Garzón, lleno de furia, empezó a mirar a su alrededor. De pronto salió de la sala y lo oí moverse por la casa. La muchacha no rechistó, siguió sentada como si algo la atenazara. Hundió los ojos en el cenicero lleno de colillas y esperó. Yo tampoco me moví, estaba fascinada por la mezcla de fragilidad y envilecimiento de aquella mujer. Los altos tacones, el sujetador negro que sobresalía por el escote... era como una niña a la que hubieran disfrazado de prostituta para una función teatral.

Regresó el subinspector con un montón de ropas en la mano. Las tiró a la cara de la chica y gritó:

—¿Y estos trajes de quién son, del perro?

En el informe montón que quedó desmadejado sobre el sofá pude distinguir camisas y pantalones de caballero. Garzón había guardado en su mano un par de gruesos zapatones que dejó para el final. Los echó a los pies de la chica. Sus movimientos eran muy histriónicos, se trataba de un ballet que mi ayudante había ensayado muchas veces con anterioridad.

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