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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (31 page)

BOOK: Muertos de papel
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—Inspectora, por lo que llevo visto, sabe usted mentir con extrema pericia, ¿por qué no intentarlo una vez más?

—Mentir no es muy ético.

—No.

—Ni siquiera estoy segura de que funcione.

—Siempre se puede intentar.

—¿Qué me dice de una trampa?

—¿Mortal?

—Maggy nunca ha visto a Moliner, ni tampoco sabe que el sicario que mató a Valdés ha sido arrestado.

—Comprendo qué quiere hacer. ¿No serviría alguien de la comisaría de aquí?

—¿Está loco, Garzón? No es un tema para que lo lleve alguien que no cuente con nuestra más absoluta confianza.

—¿Y si Coronas no le permite salir de Barcelona?

—Transigirá. Estamos apuntalando la resolución de un caso complicado; no se trata de que andemos tocándonos las pelotas.

—Puede que acepte, pero su cabreo aumentará.

—Eso da exactamente lo mismo: el cabreo, como el amor, es imposible de medir.

Mi pensamiento era estrictamente cierto, pero aun así, podía hablarse, en cuanto a cabreos, de una cierta gradación: cabreo, cabreo intenso, cabreo del demonio y cabreo universal. Pues bien, el que agarró Coronas excedía toda la escala de cabreos de uso habitual. De haber sido un terremoto, hubiera barrido los cimientos de toda una urbe de tamaño medio. ¿Cuál era el epicentro de semejante devastación? No sabría precisar, los jefes tienden a ponerse nerviosos cuando algunos elementos de la organización escapan a su control directo. Obviamente, no habíamos pasado tanto tiempo en Madrid porque nos gustara su ambiente acogedor; incluso podíamos exhibir resultados que demostraban un aprovechamiento de los recursos que se habían puesto en nuestras manos. Pero daba igual; no estábamos, no figurábamos, no entrábamos ni salíamos de comisaría ni se nos veía a las once de cada mañana haciendo cola frente a la máquina de café. Eso nos daba un halo de independencia, una posibilidad siquiera teórica de libertad que casaba mal con la idea de equipo cohesionado que tenía el comisario.

Encima, no dijimos cuál era exactamente la ayuda que Moliner debía prestarnos en Madrid, remitiendo a un posterior informe todos los datos vistos en detalle. Coronas se explayó, utilizando la retórica típica de un jefe cabreado: andaba justo de personal, justo de presupuesto, no informábamos a tiempo de las pesquisas, practicábamos el escaqueo como un arte de pesca y parecía que sembrábamos muertos a nuestro alrededor como otros siembran coles. Si me hubiera dicho todo aquello recién llegada al departamento, al día siguiente hubiera presentado mi dimisión. Pero yo había generado ya las defensas que da el conocimiento y, por tanto, representaba mi papel en la obra preescrita, que no era otro que aguantar, negar brevemente, repetir cien veces la misma explicación rutinaria y soltar al final del parlamento de Coronas un «a sus órdenes» que en otros tiempos me hubiera parecido una gilipollez.

Moliner llegó a las tres y fuimos a recogerle al aeropuerto. Se le veía contento. Supuse que alejarse otra vez de Barcelona le hacía tener menos presente su pequeño drama personal, su casa solitaria.

—De modo que queréis que me haga pasar por un sicario. ¡Joder, como en los viejos tiempos! Hacía años que no me metía en un follón de ese tipo.

—Me temo que no es lo que imaginas. No se trata de que te infiltres en una organización ni de que corras grandes riesgos. Sólo tienes que intimidar a una chica.

—¿Para que cante?

—Como prueba, sería mejor que te enseñara el dinero que cobró.

—¿He de pasar a la acción?

—Ten cuidado, no estamos cubiertos en absoluto ni tenemos la seguridad de que sea culpable. Si la tocas, puedes buscarte un jaleo. Bastará con que le metas el miedo en el cuerpo.

Asintió, calibrando las posibilidades de lucimiento y diversión que el tema presentaba. Lo admiré, era un policía integral, un todoterreno incapaz de pensar sin la placa incrustada en el cerebro. Hacían falta hombres como él en nuestro servicio. Era más que probable que olvidara pronto el abandono de su mujer, su vida parecía completa con el trasiego constante de escarbar en la muerte. ¿Era yo muy diferente de él? Quizá me encontraba en vías de convertirme en un espécimen de la misma familia. La absorción por el trabajo no era consciente, ni siquiera se advertía en lo cotidiano; pero sin duda operaba en el interior como una insidiosa carcoma.

Me di cuenta cabal de ese peligro, o quizá de esa suerte, cuando sonó mi teléfono y oí la voz de Amanda saludándome desde el otro lado del hilo.

—Petra, ya que te has largado y no das señales de vida, te llamo para decirte que me voy de Barcelona.

La había olvidado por completo, y había olvidado su problema, su existencia, su petición de auxilio y cariño, mi torpe reacción... todo. Ni siquiera supe disimular.

—¿Adónde te vas?

Se rió fugazmente.

—A mi casa. Yo vivo en Gerona, ¿recuerdas?

—¿Por qué te vas?

Soltó otra carcajada.

—Petra, ¿hay algún espejo por ahí? Mírate, por favor, y si tienes los ojos desencajados y la cara verdosa es que deberías descansar unos días.

—Sí, seguro que sí; pero aparte de eso, me gustaría saber si has decidido volver por alguna razón especial.

—Supongo que debo enfrentarme a las cosas. Enrique se marchará y yo me quedaré con los chicos y entonces pensaré lo que voy a hacer con mi vida, ¿se dice así?

—Algo por el estilo. ¿Puedo confesarte que me parece una buena solución?

—¿Hay alguna más?

—Bueno, enfrentarse a las cosas siempre es mejor que...

—¿Andar follando policías?

—Yo no he dicho...

—Ya lo sé, sólo estoy bromeando, y pidiéndote perdón. Creo que mi reacción fue bastante intempestiva, pero estaba nerviosa, ya sabes cómo son estas cosas del abandono conyugal.

—Yo tampoco anduve muy afortunada. Oye, estoy a punto de acabar mi trabajo aquí.

—¿Caso cerrado?

—Cerrado o no, voy a tener que volver como máximo pasado mañana. ¿Por qué no esperas un poco y nos despedimos de un modo más digno?

—¿Crees que me dará tiempo a irme a la cama con otro de la pasma?

—Prueba con el comisario, me harías un favor. Últimamente está de un humor infame.

Se echó a reír de verdad y sus carcajadas me tranquilizaron.

—Está bien, te esperaré; pero si algo fallara y tuvieras que quedarte, no vuelvas a olvidarte de mí.

—¡No te había olvidado! Sólo estaba intentando no crear interferencias.

Naturalmente, no me creyó. No había puesto en la mentira suficiente aire de verosimilitud. Claro, como no se trataba de forzar la declaración de un asesino, carecía de interés para mí. Aunque ¿a qué venían aquellos reproches internos, estaba autoinculpándome por no ser lo suficientemente familiar? Quizá era verdad que necesitaba un espejo en el que advertir mis ojeras verdosas, demostración clara de que podía perder el juicio. ¿Me sentía mal por haberme olvidado de mi hermana? ¿No se consideraba peor olvidarse de un caso en el que había tantas muertes terribles? Sentí un cansancio profundo, absurdo, como siempre que intento poner la conciencia a funcionar con parámetros ajenos. La familia y el deber, un tándem que me daba náuseas y en el que estaba sin embargo instalada.

Aquella noche, cené en un mesón con mis dos compañeros policías. No tenía ganas de hablar, lo cual no representó ningún problema: ellos estaban animados a más no poder. Les encantaba planear la estrategia para el engaño de Maggy. Hacerla cantar. Amedrentar a una chica de veintidós años, ¡toda una hazaña detectivesca! Claro que aquella chica de aspecto cutre y desvalido había podido matar. Matar a sangre fría, por dinero, a una mujer que ni siquiera conocía. A aquellas alturas de mi carrera policial, ya tenía formada una clara conclusión: daba igual el ámbito donde se produjeran, casi todos los crímenes descansaban sobre un fondo de interés. El puto dinero era el móvil universal. Era evidente que, para investigar un asesinato, no había que echar mano de la nómina de sentimientos de William Shakespeare; podías apañarte con uno o dos. Quizá por eso el caso de Nogales tenía ribetes de originalidad. A él le había movido el ansia de poder, si bien la historia se veía ampliamente estropeada por el hecho de que creyera que hacía un servicio al país. Yo hubiera preferido que se volviera consciente de su enorme paranoia.

Noté que Moliner y Garzón me miraban alarmados. Había dado una notoria cabezada. El primero fue muy discreto cuando preguntó:

—¿Te encuentras mal, Petra?

Garzón fue mucho más al grano al sugerir:

—Váyase a la cama, ahora no hay mucho que hacer.

—Quiero saber cuál es la estrategia.

—¡Pero, inspectora, si acabamos de exponerla!

—Está bien, Garzón, seguro que al inspector Moliner no le importa explicarla de nuevo.

Moliner sonrió. Pensé que se encontraba un poco sorprendido por el tipo de familiaridad especial que existía entre el subinspector y yo. Seguramente no la aprobaba. Él estaría acostumbrado a la camaradería un tanto brutal, pero a veces Garzón y yo nos comportábamos como un matrimonio de jubilados, y debíamos provocar una impresión jocosa, para decirlo con suavidad.

Fui informada someramente de algo que ya imaginaba, y que difícilmente se podía planear punto por punto. Moliner aparecería en el apartamento de Maggy y le diría que quería una parte de la pasta que había recibido por matar a Rosario Campos. Ella, lógicamente, aseguraría no entender semejante petición. Entonces empezaría el baile, según tópica expresión de Moliner. Él le confesaría que era el sicario que se había cargado a Valdés y que iba a matarla por contrato de Nogales, su amo y señor. Le despejaría la duda que siempre debía de haberla atormentado: Valdés le había confesado a Nogales antes de morir el nombre de su cómplice asesina. Este sabía que ella lo había entregado a la policía y quería vengarse. Entonces, Moliner afirmaría ser todo un profesional y, aprovechando que su pagano estaba en chirona, le ofrecería la vida a Maggy a cambio de más pasta.

El quid del plan residía en ver cuál era su reacción. Me temí que sería de pavor, por cuanto estaba convencida de que Moliner sazonaría su actuación con cierta violencia. Era mejor que le hiciera caso a Garzón, debía irme a la cama. Por muy asesina que fuera Maggy no podía evitar sentir cierta piedad por ella.

—¿Seguro que no les hago falta? —pregunté, pidiendo permiso en realidad.

Como una madre preocupada, el subinspector insistió:

—Déjenos solos, inspectora, de verdad. No tiene por qué preocuparse. En cuanto el inspector Moliner acabe el asunto, la llamaremos con lo que haya.

—¿Aunque sean las tres de la mañana?

—Le doy mi palabra de honor.

Me levanté pesadamente. No me hubiera quedado por nada del mundo. Garzón me había dado la clave al decir. «Déjenos solos.» Por supuesto, estábamos desplazados en Madrid y faltaba aún un tiempo para que la «acción» diera comienzo. En cuanto yo saliera por la puerta del restaurante, mis dos compañeros varones correrían a tomarse varios whiskies en un topless. Realmente, el subinspector no había tenido mucha suerte emparentando profesionalmente conmigo. Me hice el propósito de compensarlo algún día acompañándolo al más libidinoso strip-tease que se anunciara en la ciudad. Les saludé con la mano antes de traspasar la puerta. La libertad acudía a su encuentro.

El recepcionista del hotel se quedó mirándome como si fuera una aparición. Tendría sus razones. Por si acaso, yo debía evitar a todo trance contemplar mi imagen en un espejo. Pero vivimos en una civilización profundamente narcisista, de modo que tuve que sortear un buen montón de ellos: uno en el ascensor, otro en el pasillo, a la entrada de la habitación, en el interior del armario y en el lavabo. Mi resolución era muy firme, y mantuve baja la mirada. Como dice la leyenda que les sucede a los vampiros y a los muertos vivientes, mi reflejo había desaparecido de las cosas terrenas.

Moliner y Garzón tuvieron un detalle protector conmigo y me dejaron dormir. Se lo recriminé cuando bajaron a desayunar. No me hicieron el más mínimo caso. Estaban contentos. Maggy había cantado con suma facilidad. Se aterrorizó. Quiso darle doscientas mil pesetas a Moliner, y cuando éste la atenazó por el cuello diciéndole que debía de tener escondido mucho más, se vino abajo por completo. No tenía más, había gastado el resto en alquilar una casa decente. ¿El resto, qué resto? La miserable escoria de Valdés le había dado un millón de pesetas por matar a Rosario Campos de un tiro. Lo que en realidad la había convencido de convertirse en asesina fue la promesa de continuidad en su trabajo. Fácil, un motivo banal, cotidiano. Cualquiera puede convertirse en un asesino a sueldo.

—Dijo que encontrar un currelo serio está muy difícil —ironizó Moliner.

—Sí, joder, hoy en día para tener un trabajo respetable hay que lanzarse a asesinar.

Se reían los dos como si aquello tuviera alguna gracia. Maravilloso, con una farsa burda y quizá algún golpe que no me había sido comunicado, los duros detectives habían conseguido desenmascarar a la sangrienta asesina, una pobre diablesa sumida en la más absoluta miseria moral.

—¿Qué dijo cuando le descubriste que eras policía?

—¡No veas qué lengua tiene la niña! Me soltó una parrafada en cheli que de poco me quedo sin entenderla. Pero ya te lo puedes imaginar; los policías somos unos hijos de puta y demás delicias. Tuve que contenerme para no darle una hostia.

—¿Y lo conseguiste?

—¿Qué?

—Contenerte.

—Petra, no hubo violencia, creo que te lo he dicho ya.

Garzón vio el cielo abierto para colar las ironías que normalmente debía reprimir.

—Usted no sabe, inspector Moliner, que la inspectora Delicado es una defensora acérrima del delincuente, algo así como una madre Teresa de cara al criminal.

Lo miré tristemente.

—¡Joder, Garzón, me hago cargo de cuánto debe sufrir junto a mí!

Se quedó parado y decidió tomárselo a broma.

—No lo crea, inspectora, la mayor parte de las veces no está tan mal.

Suspiré. Sin duda, Garzón y yo formábamos un dúo algo alejado de la realidad policial, y sin duda él debía lamentarlo en más de una ocasión. Pero tal y como acababa de confesar bajo apariencia jocosa, no siempre era desagradable. Por ejemplo, en aquellos momentos podíamos marcharnos a Barcelona, reencontrar nuestras abandonadas casas, recuperar ciertos hábitos gratos y dejar de dormir en una fría habitación de hotel. ¿Qué más podíamos pedir? Todas las mínimas briznas de optimismo que había logrado sacarle a la situación se desvanecieron ante aquella pregunta mental. Un dictamen de «caso cerrado», eso es lo que podíamos pedir, y por desgracia nada parecía indicar que fuéramos a llegar en breve a ese punto. Quedaba pendiente la misteriosa muerte de Marta Merchán.

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