Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Beatriz del Peral. Aquí la tenemos. ¿Sabe quién es?
—Ni idea.
—Una pelmaza. Bailarina de baile español. Pero no se imagine una de esas tías de ballet artístico. Ésta era una tipa completamente arrastrada, de tablao para turistas, de las de «Josú mi arma» y todo lo demás, aunque me parece que nació en Galicia.
—¿Qué es lo que sucedió con ella?
—Se hizo famosa porque ligó con Herminio Castelló, el banquero. No sé qué le encontró, pero parece que estaba dispuesto a abandonar a su mujer por ella. Entonces nos llegó el chivatazo de que la habían visto un par de noches morreando con un gilipollas de discoteca. Indagué, pero ninguna agencia tenía fotos de la historia. Valdés me prometió una prima si las conseguía. Entre un amiguete y yo lo montamos con paciencia. La seguimos por todos lados sin que se enterara, y después de dos meses cayó. La fotografié abrazada a un guaperas, y él le tenía la mano metida en el escote. Un diez.
—¿Qué sucedió entonces?
—Nada especial. Le llevé las fotos al jefe y montó el reportaje. Lo pasaron en el programa. Tuvo bastante repercusión porque el banquero y la tía habían aparecido muy amartelados en todos los medios, haciendo declaraciones chorras. Naturalmente a la bailaora se le jodió el matrimonio y el banquero debió pescarse un cabreo de mucho cuidado, aunque no dijo nada. Había quedado en ridículo frente a todo el país. Los del banco lo botaron del consejo de administración, ya debían tenerlo en el disparadero desde el momento en que se prestó a salir en los papeles con la furcia aquella, pero nuestro programa le dio la puntilla. ¿Qué le parece, le edito el archivo?
Asentí, en un silencio meditativo. Maggy puso la impresora en marcha.
—¿Hubo amenazas?
—Al tío debieron destinarlo al desierto del Sahara, porque desapareció de Madrid, no sé qué ha pasado con él. Ella cogió un rebote de la hostia y esperó a Valdés un día en el aeropuerto. Le montó un cristo allí mismo, lo insultó y quería pegarle. Como el jefe se esperaba algo así, hacía días que había ordenado a un fotógrafo que le siguiera. Hizo fotos del altercado que circularon por ahí. La amenazó con demandarla por agresión y ella se achantó. No ha vuelto a levantar cabeza, debe de estar en la plantilla de algún burdel. Interesante, ¿verdad?
—¿Están todos los datos en esa ficha?
—Sí, voy a seguir buscando.
Leí los papeles recién impresos. Figuraba la dirección y el teléfono de ambos protagonistas. Lo guardé.
Maggy estaba lanzada, tecleaba en el ordenador con aquel estilo suyo tan barriobajero y moderno a la vez, un estilo que marcaba todos sus gestos y palabras.
—Ya he encontrado otra pieza de caza, inspectora: Jacinto Ruiz Northwell. ¿Le suena?
—En absoluto.
—Debería ver nuestro programa de vez en cuando.
—Tengo otras cosas que hacer.
—A veces nadar en la mierda es bueno para hacerse una idea del mundo.
—¿Es necesario que hable tan mal?
—¿Le molesta mi vocabulario?, ¿ve como la poli es un poco carca?
—Vayamos al grano, Maggy, por favor.
—Ya me moderaré, aunque le advierto que eso de «ir al grano» tampoco es muy fino, hubiera podido decir: «centrémonos en lo principal».
No lo podía creer. Tomé aire y sonreí aviesamente.
—¿Qué hay de la pieza de caza?
—¡Ah, sí! Jacinto Ruiz Northwell, llamado el marqués. Le llaman así porque lo es. Está emparentado con la reina de Inglaterra o no sé qué co... caramba. No tiene ni un duro, pero está en todas las fiestas y saraos porque su presencia prestigia mucho. Va de conquistador porque es guapete y se viste como un figurín. Lo sacamos en el programa varias veces, una incluso se le entrevistó. Nunca pasó nada, cobraba y en paz. Hasta que un promotor de Marbella se fijó en él como reclamo publicitario para una urbanización de lujo. Montaron un pollo con publicidad en todas partes. El marqués era la imagen de la urbanización. Entonces al jefe le llegó alguna honda chunga que venía de Londres, relacionada con el pasado financiero del marqués. Y allá que nos fuimos Remigio y yo, Remigio es mi amiguete y también, tal y como se dice, mi compañero sentimental. Enseguida vimos que los datos que tenía Valdés estaban bien encaminados, así que preguntando y sobornando aquí y allá nos hicimos con la información: el marqués contaba con impagados hasta en el pub del barrio, había sido acusado de malversación de fondos cuando trabajaba en una sociedad londinense y, para colmo, un día lo trincaron con drogas encima. Nada de importancia, eran para consumo personal, pero le pusieron una multa y estaba fichado por la
police
.
—Y ustedes se trajeron toda esa mina para Madrid.
—Acertó. Se armó la de Dios cuando la sacamos en el programa con pruebas y todo. Los de la urbanización estaban que trinaban, hasta tuvieron que cambiarle el nombre. A ver, déjeme mirar... sí, se llamaba El jardín del marquesado, y le pusieron Los girasoles, como cada quisqui, a ver.
—¿Qué pasó con el marqués?
—Que se le frustró el negocio y cualquier otro parecido que le hubiera podido salir. Ahora anda abiertamente de gigoló. Al principio se puso muy digno y juró ante todo el mundo que nos demandaría ante los tribunales y que habíamos dañado su honor... pero nada, por supuesto tuvo que envainársela. ¿Le gusta la historia?
—Sí. Imprímala. Oiga, tengo una curiosidad. ¿También le dio prima Valdés por esta historia?
—No, se suponía que quince días en Londres ya era un premio, aunque estuviera currando, y como a Remigio también le pagaba los gastos...
—No es justo.
—¡A que no!
Vi que, por primera vez desde que nos conocíamos, su rostro exhibía una franca sonrisa. Me miró con más condescendencia.
—No, si yo ya digo que no toda la gente de la pasma es igual; tiene que haber algún tío potable, lo que pasa es que...
Interrumpí su piropo ambivalente con tono seco.
—¿Hay alguna cosa más?
—He seleccionado mentalmente otro caso, ¿lo busco?
—Pues sí, naturalmente, para eso he venido.
Recuperó su cara de aburrimiento cósmico y me pasó el segundo resumen. Mientras yo lo hojeaba volvió al teclado y al chicle. Comprobé que en este informe también figuraban direcciones y teléfonos de contacto.
Esta vez tardó un poco más, pero yo ya tenía en qué entretenerme, pensaba e intentaba atar cabos.
—Aquí está. Éste es muy corto. Emiliana Cobos Vallés. Chica lista habitual de la jet. Fue subiendo en los negocios y yendo a cenas y cotarros cada vez de mayor altura. Fotos, vestiditos, posturas, rumores de romances con lo más granado de la sociedad... En 1997 el Gremio Nacional de Empresarios le dio el premio de empresaria joven más prometedora.
—¿A qué se dedica?
—Ahí está el quid de la cuestión. Diseñadora y fabricante de ropita para niños. Llegó a tener dos tiendas abiertas en Madrid y una en Barcelona. Anuncios en televisión con niñitos rubios dando los primeros pasos con pantalón y camiseta a juego, angelical. Y cuando la entrevistaban siempre la misma pregunta: «¿Cuántos niños tendrá cuando se case?» Y ella venga a largar: «Por mi gusto tendría familia numerosa, pero no sé, estoy tan ocupada... de todos modos el hombre que se case conmigo debe saber que la maternidad es prioritaria para mí.» Bien, bombazo, un día nos enteramos de que tuvo un hijo de soltera, a los dieciséis años, el chaval está aquejado de síndrome de Down y vive en una institución en Suiza por donde ella no aparece a verlo ni en Navidad.
—¿Airearon ustedes eso? Es repugnante.
—Se lo crea o no, no fui yo quien buscó la información. Vino un
free-lance
a ofrecérsela a Valdés, y él la pagó muy bien. Le trajo hasta las fotos con el pobre chico subnormal de ojos achinados sonriéndole a la cámara. La cosa era tan fuerte que no se armó ni revuelo; todo el mundo se calló por caridad. Lo que está claro es que la fábrica acaba de quebrar, que la lady no ha vuelto a salir en la prensa y que las tiendas están en traspaso, por lo menos las de Madrid; se habla de que va a comprarlas una nueva cadena de cocina rápida tradicional, ya sabe, lentejas con chorizo y cocido en envase de cartón. A lo mejor tiene éxito, ya no saben qué hacer.
—Déme una copia de eso también.
Notó que mis rasgos se habían estirado como reflejo de mi indignación interior.
—Todo esto le parece una pasta asquerosa, ¿verdad, inspectora?
—Sinceramente, Maggy, no me explico qué hace aquí una mujer joven como usted.
—De algo hay que vivir. Muchos de mis amigos no tienen curro. Valdés me ayudó, veremos si ahora sigo teniendo tanta suerte.
—¡Reparta propaganda, o lárguese a una ONG, o alístese a la Legión Femenina, cualquier cosa antes de andar metida en toda esta infamia!
—Puede que sea infame lo que hacemos, pero tampoco se lo hacemos a hermanitas de la Caridad. ¿O no es repugnante una tía que quiere casarse con un rico sólo por la pasta y es incapaz de serle fiel ni al principio? ¿Y qué me dice de un gilipollas que es capaz de recorrerse el mundo dejando pufos en todas partes y encima esperando que le rían las gracias? ¡Y no me haga hablar de la mamaíta que quiere tener familia numerosa y envía al subnormal a la montaña más alta de Europa para que se pudra allí y deje de joder! ¡Eso es también infamia!
—Ustedes están al mismo nivel de degradación.
—¡Ejercemos una profesión, también la de policía tiene tela!
Bajé la cabeza y me contuve. Si hubiera sido mínimamente cuerda jamás hubiera comenzado aquella discusión.
—¿Hay algo más?
Me dio la espalda de mal humor y tecleó furibundamente.
—No sé. En los últimos tres meses esto ha sido lo más fuerte. Ha habido también algún torero al que Valdés llamó «hortera» en público, una actriz a la que le sacamos a relucir dos operaciones de estética... pero no sé si es suficiente para matar. Aunque seguro que usted a nosotros nos hubiera matado por menos.
—No me gusta ensuciarme las manos. —Me miraba, dolida y rencorosa. Le alargué una tarjeta—. La entrevista no ha sido agradable, pero he de reconocer que me ha ayudado mucho. Llame aquí si se le ocurre algo más. Le recuerdo que es su obligación como ciudadana.
—Si llamo será por obligación, le aseguro que no por el placer de ayudarla.
Mientras iba en taxi hacia el hotel, el corazón me saltaba en el pecho. Empecé a reflexionar. ¿Cómo había podido ser tan torpe, tan estúpida, tan pagada de mí misma, tan pasional, tan rematada y jodidamente necia? ¿Quién era yo para juzgar moralmente a nadie y encima soltárselo en sus propias narices? ¿Ésta era la inspectora Delicado, conocida en el servicio por su temple, ironía y buenos modales? Estuve a punto de llamarle maricón al taxista para que me abofeteara y obtener así mi merecido. Maggy era una chica que había demostrado una inteligencia fuera de lo normal seleccionándome los casos que me había brindado. ¡Todos ellos tenían los ingredientes básicos de mi investigación! Encima, a su manera, había sido amable, ¡incluso me caía bien con sus adornos de pirata y el pelo color paella! En fin, lo único que había hecho era dejarme llevar por un sentido de la moralidad completamente ramplón y permitir que influyeran en mí ciertos resquicios de educación religiosa. Juzgar, ¡una afición propia de individuos acobardados! Para colmo, aquella visceralidad entre monjil e izquierdista podía perjudicar el caso. ¡Con pocas ganas volvería a pensar Maggy en mi investigación como para llamarme y comentarme novedades! Aquello había sido una metedura de pata en toda su plenitud, o como la propia Maggy hubiera dicho, una cagada del carajo.
Llamé a Garzón desde el bar del hotel y al cabo de diez minutos bajó de su cuarto recién duchado y con ropa limpia. El descanso lo había puesto de un buen humor fastuoso. Me encontró en los primeros tragos de mi whisky con hielo.
—¿Cómo le ha ido en la tele, inspectora?
Le tendí los dosieres que me había dado Maggy como toda contestación.
—¡Vaya, observo que está de malas! ¿Eso es por cuestión de trabajo o estrictamente personal?
—Limítese a leer.
Lo hizo sin darse en absoluto por ofendido. Pasaba las páginas con enorme atención. Acabó al tiempo que yo vaciaba mi vaso.
—¡Buen material, válganme los cielos! Todos estos tiparracos tenían el móvil de la venganza para cargarse a Valdés. Estamos, además, en contextos en los que no faltaba el dinero, cualquiera pudo contratar un matón para que lo quitara de en medio. Que escogiera su casa de Barcelona para hacerlo me parece normal, así quedaba aún más disimulado, más lejano a alguien de Madrid.
—Todo eso está muy bien, pero ¿cómo justifica usted los cien millones de Suiza?
Llamó al camarero con un gesto y le pidió un whisky al llegar. Yo encargué mi segundo. Luego, en un tono sereno y coloquial, me expuso su teoría.
—He estado pensando en el caso, aparte de dormir. Ya sabe usted que soy una persona de capacidad por encima de la media.
Asentí, con pocas ganas de bromear. Él ni se inmutó, olisqueó el whisky que trajeron y le dio un sorbo lleno de evidente placer.
—¡Ah, es maravilloso levantarse a las ocho de la tarde y desayunar con whisky! Deberíamos hacerlo cada día.
Me volví hacia él con impaciencia.
—Aparte de autoexaltar sus capacidades y desear la vida muelle que sin duda un hombre de su talento merece, ¿tenía algo que decir sobre el caso?
La mordacidad no consiguió sacarlo de su
impasse
beatífico.
—¿El caso?, ¡ah, sí! Le decía que quizá no debemos ligar por narices la cuenta de Suiza con el asesinato de Valdés. ¿Ha pensado en la posibilidad de que Valdés cobrara un dinero a sus personajes por no publicar la basura que averiguaba sobre ellos? Los que no se avenían, salían retratados en sus columnas o en el programa de televisión.
—¡Es mucho dinero!
—El dinero va sumando poco a poco... o quién sabe, quizá encontró un pez gordo que era un verdadero filón.
—Un chantaje.
—Ni más ni menos. Estaba en unas condiciones inmejorables para hacerlo. Imagínese que, buscando otra cosa o chapoteando en su basura habitual, un buen día se encuentra sin esperarlo con un secreto de alto voltaje referente a un personaje de alto voltaje también. El tipo recela, ¿lo publica, no lo publica? En caso de hacerlo, ¿qué le puede ocurrir? No, descarta sacarle partido profesional, la cosa incluso excede el marco en el que sus reportajes se desenvuelven. ¿Cree que un ave de rapiña como él dejaría escapar el conejo de la trampa sin haber intentado al menos arrancarle algún jirón de carne? No, se va por otro camino e intenta un chantaje.