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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (9 page)

Se largó como alma que lleva el diablo, convencido de que algo en el Cuerpo de Policía había dejado de funcionar como Dios manda. Suponía que me había pasado, pero el número completo no me había quedado mal. Pensar en la dueña del bar compadeciéndome me había dado ánimos. Sí, hacer la calle no debía de ser ninguna ganga, sobre todo si te encontrabas bajo el patrocinio de tipos como Pazos.

Comprobé que Higinio Fuentes era el otro nombre que figuraba en la nota de Abascal. Estaba enfocada en buena dirección. Llamé al teléfono de Fuentes y me citó a la mañana siguiente en un bar de la Villa Olímpica. Bien, rastrear sicarios no era tan difícil después de todo. La cosa consistía en tener mala uva y lanzarse al ataque. Aun así me daba cuenta de que las dificultades que me habían anunciado no eran asunto de pesimismo o imaginación. Lo iba a tener ciertamente crudo.

A media mañana me encontré con Garzón. Le informé de mis avances con los confidentes evitando todo lo que contribuyera a mi desmitificación. Aunque en realidad lo primero que hice al llegar a comisaría fue entrar en los lavabos. Quería peinarme, proporcionarme un acicalamiento mínimo que hiciera huir de mí la imagen doliente que acababa de dar. Nuevamente la imagen, pensé, estaba claro que un caso determina su entorno.

Garzón me preguntó qué demonio pensaba hacer con Pepita Lizarrán.

—Llámela por teléfono y que venga a comisaría.

—¿Con qué objeto?

—Llame también a Mallofré.

—Pero inspectora, de esa manera abandonamos cualquier discreción. Creí que pensaba seguir a esa mujer en caso de que sea quien usted espera. Ella quizá podría llevarnos en alguna dirección.

—Déjese de leches, Fermín. No podemos perder tiempo con esa mosquita muerta. La traemos, la presionamos y en paz. Si es verdad que tenía una relación con Valdés y nos la oculta, tendrá que explicar las razones. Si no las vemos claras, la ponemos de patas en el juzgado. Más presión. Supongo que cantará.

—No sé, usted sabrá. A mí, desde luego, la teoría del borlón se me resiste.

—Es que usted es un hombre de poca fe, y además le encanta tocarme las pelotas.

—Hoy está especialmente brusca.

—Desde que trato con confidentes y matones he cambiado de registro. ¿Sabe que me han ofrecido un trabajo de pinche de cocina en un bar miserable?

—¡Magnífico!, ¿y piensa aceptar?

—Le echaré una ojeada al cocinero, y a poco que sea menos tocagaitas que usted...

—Ya me avisará. Iré a comerme unas patatas bravas, seguro que a usted le salen muy ricas.

Le encantaba un poco de esgrima verbal antes de ponerse al «currelo», ampliaba su concepto laboral y le hacía agudizar el ingenio. Se volvió en el último momento, mirándome como si experimentara una resignación religiosa.

—¿A quién llamo primero, a Lizarrán o a Mallofré?

—Llámelos a los dos a la vez. Que no se vean al entrar. Ella pasará primero, luego haga entrar al decorador.

—Le encantan a usted los números, inspectora.

—Ya sabe que mi pasión es el vodevil.

Entre el vodevil y la tragedia clásica había un género menor que me tocaba ejercitar cada día: la crónica. Puse en marcha el ordenador y me dediqué a escribir el informe puntual de lo que había sucedido a primera hora de la mañana. Era uno de los quehaceres que me resultaba más pesado, aunque su mayor dificultad consistía en traducir los hechos al lenguaje oficial. Nunca acabaría de acostumbrarme a que, para la policía, una «ojeada» se convirtiera en una «inspección ocular». Y no digamos nada de los verbos como «personarse», «pernoctar» o «proceder». Al principio me había resistido a utilizar aquellas fórmulas de estereotipo; pero cuando comprendí que redactar un informe diario era algo que nadie realizaría por mí, me dejé de purismos y sólo busqué acabar pronto. «El individuo se personó en el lugar donde solía pernoctar», y al demonio con el estilo.

Una hora más tarde, cuando ya casi había acabado de pastelear en mi bazofia burocrática, Garzón dejó pasar la cabeza por la estrecha abertura de la puerta y anunció:

—La señorita Lizarrán ya está aquí, inspectora.

Pepita Lizarrán, tan remilgada y poca cosa como me pareció la primera vez que la vi, entró en el despacho sin ni siquiera disimular que estaba asustada. En caso de ser cierto que los perros atacan a quienes se muestran amedrentados, a aquella individua un can la hubiera devorado hasta el tuétano. Iba vestida de beige desvaído, y unas gafitas apaisadas le daban un aspecto francamente poco atractivo. Me esforcé en no sonreír ni mostrarme amable.

—Siéntese, por favor —casi ordené.

Garzón preguntó con un deje irónico que sólo un oído habituado como el mío podía advertir:

—¿Desea que permanezca en su despacho, inspectora?

—No, vaya a su puesto en espera de órdenes.

Una réplica tan marcial acabó de pararle el corazón a la experta en borlones. Me miró implorando que el tiempo pasara deprisa.

—Siento haber tenido que hacerla venir, pero quería confirmar su declaración del otro día en la revista.

—Ya —musitó con voz débil.

—¿Se reitera usted en la afirmación de que ningún vínculo de amistad u otro tipo la unía al fallecido Ernesto Valdés?

—Yo... —Buscó aire para respirar y palabras que no fueran tajantes. Insistí sin dejarla hablar.

—No era usted ni su amiga ni su amante. ¿Es eso?

—Eso es —dijo en un suspiro.

—Tampoco realizó para él ningún trabajo o asesoría profesional.

Contra lo que esperaba contestó con firmeza:

—No, ningún trabajo.

Aquella mosca muerta aún aleteaba. ¿Me había equivocado del todo al diagnosticar su carácter poco resuelto? Descolgué el auricular.

—Subinspector, ¿está todo preparado por ahí?

Garzón respondió.

—Todo listo.

—Pues le espero en mi despacho.

No la miré. Me puse a hojear papeles como si un trabajo urgente requiriera toda mi atención. Notaba la tensión en el ambiente, pero mi visitante seguía callada. Tenía buen aguante. Al punto apareció mi subordinado acompañado de Mallofré. Le indiqué la silla vacía junto a la mujer. Creí que había metido la pata, porque al principio ninguno de los dos dio signos de conocerse. Sólo un segundo después vi que una luz se encendía en los ojos del decorador y que un relámpago devorador fulguraba en los de ella. El hombre la saludó sin saber a qué atenerse.

—Hola, ¿cómo está?

Pepita Lizarrán no tuvo más remedio que corresponder al saludo con una inclinación de cabeza. Las cosas iban a ser fáciles después de todo. Tomé las riendas sin esperar acontecimientos.

—Señor Mallofré, ¿reconoce usted a esta señora?

El hombre se sorprendió, sin saber qué se esperaba de él.

—Sí, sí, claro. Siento mucho lo del señor Valdés —aventuró con toda inocencia dirigiéndose a ella.

—¿Puede decirme cómo conoció a la señorita Pepita Lizarrán?

Entonces se dio cuenta de que su cometido allí consistía en aquel reconocimiento. De cualquier modo le resultaba violento hablar frente a la encartada.

—Pues nos conocimos en mi estudio de decoración. Esta señorita vino acompañando al fallecido señor Valdés para aconsejarlo sobre la elección de sus muebles. ¿Recuerda, señora? —dijo para aligerar lo que pudiera haber de afrenta.

Pepita Lizarrán no se molestó en negar ni en hablar, volviendo a asentir con la cabeza.

—Ya puede marcharse, señor Mallofré, siento haber dispuesto de su tiempo con tanta precipitación.

El pobre hombre estaba azarado, pero no podía evitar la curiosidad que ahora le inspiraba el objeto de su reconocimiento. Miraba de refilón a Pepita Lizarrán con riesgo de coger una tortícolis duradera. Supuse que le haría alguna pregunta al subinspector cuando lo acompañó.

Nos quedamos solas frente a frente aquella mujer y yo. La miraba a la cara hasta que la inclinó, incapaz de soportar la tirantez por más tiempo. Me odié a mí misma por obrar como si aquello me divirtiera, no me divertía en absoluto.

—¿Tiene algo que decirme, señora Lizarrán?

Se puso a llorar. El llanto tiene en su comienzo la cualidad de proporcionar dignidad a cualquier situación, pero al cabo de pocos momentos la contemplación de la dignidad genera impaciencia.

—Serénese y hable, señora Lizarrán. Estamos en una comisaría.

El sitio donde se encontrara parecía traerla sin cuidado. Lloraba a raudales. Maldije mentalmente que todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para hacerme testigo de sus penas. Sacó un pañuelo del bolso, se sonó, miró al techo, y por fin, se arrancó con la historia que yo esperaba, ya resignada a esperar. En cuanto hubo pronunciado tres palabras volví a recordar que estábamos en el mundo de las revistas de color rosa.

—Tengo el corazón destrozado, inspectora, Ernesto lo era todo para mí. Nos conocimos hace dos años y nos enamoramos locamente.

—¿Por qué me lo ocultó?

—Decidimos llevarlo en secreto durante un tiempo; usted ya debe de estar al tanto de que Ernesto tenía muchos enemigos. Nada personal, sólo esos mequetrefes a los que él se permitía criticar en sus programas. Le aseguro que, en privado, Ernesto era un hombre excepcional, tierno y cariñoso. Además estaba su ex mujer.

—¿Qué pasa con su ex mujer?

—Es fría y caprichosa, una auténtica máquina de pedir. Entre ella y su hija parecía que se hubieran propuesto arruinarlo, siempre estaban pidiéndole más dinero, molestándolo, acosándolo. Ella nunca asimiló que su marido la hubiera abandonado.

—No me lo pareció cuando la interrogué.

—No se fíe de las apariencias, inspectora.

—Jamás suelo hacerlo. De todas maneras, no veo qué tiene todo eso que ver con el hecho de que usted decidiera callar ante la policía.

—¿Qué otra cosa podía hacer? Nadie sabía que estábamos juntos, fue un secreto bien llevado. Habíamos decidido dar la campanada por fin y casarnos el mes que viene. Cuando lo mataron me asusté.

Volvió a llorar. La atajé de cuajo.

—¿Qué hubieran podido hacer los enemigos de Valdés por el hecho de que se casara?

Me miró sin comprender que no comprendiera.

—Le tenían muchas ganas, inspectora. Hubieran sacado la historia de su divorcio, venteado sus miserias, que las tenía, como todo el mundo. Me hubieran hecho la vida imposible a mí. Entre todos le hubieran hundido.

—¿Ese tipo de cosas es lo que él hacía a los demás?

—¿Estamos aquí para juzgarle?

La mosquita muerta tiraba con bala, pero llevaba razón.

—No, estamos aquí para que usted me diga todo lo que pueda saber sobre su asesinato.

—¿Cree que si hubiera sabido algo me hubiera callado?

—En cualquier caso, señora Lizarrán, usted debe contestar las preguntas, y no plantearlas. Dígame con quién tenía contacto Valdés en los últimos días antes de su muerte.

—Nunca me hablaba de su trabajo.

—¿Sólo concibe la posibilidad de que lo asesinara alguien relacionado con su trabajo?

—Ernesto tenía pocos amigos, toda su vida personal la ocupaba yo; y por supuesto su ex mujer y su hija, aunque casi no se veían.

—Lo sé. Sin embargo, algo pudo comentarle de manera tangencial.

—Ni siquiera me he puesto a pensarlo.

—Pues póngase. Le doy mi número de móvil y cualquier cosa que recuerde quiero que me la haga saber inmediatamente. De todos modos tendrá que volver para hacer una declaración formal y explicarle a un juez por qué se ocultó. Ahora puede marcharse.

Vi en su mirada que me consideraba un monstruo de insensibilidad. Y no andaba desencaminada, aquel caso me anestesiaba todo sentimiento de piedad por el género humano. Quizá estaba comprendiendo que la vida afectiva no deja de ser un artículo en venta.

Garzón asomó su rostro rubicundo, que pedía saber.

—La amante —espeté antes de que pudiera preguntar.

—¿Por qué se calló?

—Por miedo al follón. Nadie sabía que estaban juntos.

—¿Y sabe algo?

—Dice que no, pero apunta los cañones hacia la ex mujer.

—La rival —concluyó el subinspector al estilo folletinesco.

Nos miramos sin nada más que decir. La síntesis de nuestra comunicación era tan habitual y fluida que pronto acabaríamos emitiendo sólo sonidos para entendernos, como en el mundo animal.

—Bueno, en ese caso podemos irnos a comer.

—No cuente conmigo hoy. Comeré un bocadillo. Tengo hora en un instituto de belleza.

—No me lo puedo creer.

—Ese comentario no tiene ninguna gracia.

—¡Pero si hablo muy en serio!

—En ese caso le gustará saber que voy a tomarme la tarde libre. ¿Y sabe para qué? Pues para que me masajeen los músculos hasta deshacérmelos, para nadar en espumas perfumadas, para que me embalsamen con crema hidratante... en fin, para que hagan de mí una flor primorosa.

—Eso ya lo es.

—Muy bien, Fermín, ese comentario ha estado mejor. Luego iré a cenar con mi hermana que ha venido a visitarme. ¿Por qué no se une a nosotras?

—¿Tendré también que hacerme embalsamar?

—Bastará con que se cambie de camisa.

—Bueno, llámeme y dígame dónde van a estar.

—De acuerdo, ¡ah, y esta tarde espero que trabaje por los dos!

Enarcó las cejas con la misma actitud filosófica con la que debía hacerlo Sócrates. ¿Por qué le había invitado? Eso impediría cualquier conversación confidencial entre mi hermana y yo. Sí, seguramente había sido por eso. Además, ella quería indagar sobre los motivos masculinos y yo le llevaba un hombre de cuerpo entero. Que le preguntara a él.

Amanda me esperaba ya en la puerta del salón de belleza. Las oscuras gafas de sol impedían advertir sus ojos enrojecidos por el llanto. ¿Por qué las mujeres llorábamos hasta la deshidratación?, ¿no existían otras maneras de demostrar nuestro descontento?

—¿Has estado llorando? —pregunté con inutilidad.

—¡No! —mintió.

—Entonces es que el clima de Barcelona le sienta fatal a tus ojos. Nada que ahí dentro no puedan arreglar. ¿Preparada?

Sonrió desmayadamente y pasamos al instituto para la defensa de la vanidad.

En la sección de masajes una joven fuerte como un roble se hizo cargo de mí. Tumbada sobre una camilla, en pelotas, indefensa, privada de lo más elemental, empecé a sentir un cierto síndrome de cadáver en el depósito y me tensé. La rolliza muchacha se dio cuenta enseguida y exigió de mí un poco de participación.

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